el parentesco traumático
El hallazgo de una adolescente descuartizada en un terreno baldío es la premisa de Catedrales, la novela más reciente de Claudia Piñeiro. En una de sus obras anteriores, Elena sabe, la protagonista padece Parkinson y rechaza el aparente suicidio de su hija después de que la encuentran colgada del campanario de la iglesia local. Esta vez son los miembros carbonizados y embolsados de Ana Sardá, una joven de diecisiete años de la ciudad de Adrogué, en Buenos Aires, los que echan a andar el relato. Al adentrarnos en la lectura de una novela negra, al atisbar el título de una nota roja en cualquier puesto de revistas, literatura y periodismo despiertan la misma comezón por conocer al culpable. Y si un mal encabezado disimula la responsabilidad de los asesinos con su abuso de la voz pasiva, el género literario promete desenmascararlos. En Catedrales esta curiosidad no puede satisfacerse con simpleza ni prontitud, pues a la resolución del feminicidio se añaden un aborto clandestino, padres ausentes, fanatismo religioso, estupro y abuso de confianza. Seguramente al leer la novela habrá lectores que disientan sobre quién ha de cargar con el cadáver de Ana en la conciencia. Piñeiro pinta el desastroso cuadro familiar que dejó la pérdida de la hija menor tres décadas después de esta tragedia. El hogar de los Sardá era católico, formal, sofocante. Según el padre, Alfredo, profesor de historia y lector asiduo, en su casa “aborto” no era una mala palabra: era una palabra prohibida. Carmen, la hermana mayor y también la más religiosa, que ejercía su autoridad sobre Lía y Ana con rigidez, se alió silenciosamente con su progenitora hasta usurpar su lugar frente a la muda contemplación del padre. Así, brotó la desconfianza entre las Sardá, como dejan ver las palabras de Carmen:
Dicen que es entre hermanos donde los niños y las niñas se entrenan para afrontar las mismas dificultades y conflictos que les presentará la vida. […] Practicando con ellas, con Lía y Ana, aprendí a negociar, a defender mi opinión, a imponerme, a ganar o perder. Nuestra hermandad fue un campo de batalla.
Treinta años más tarde del asesinato de Ana, en el presente de la historia, Carmen es profesora de teología y está casada con Julián, su novio de la juventud, un exseminarista con inacabable deseo sexual. Lía vive en Santiago de Compostela e intercambia cartas esporádicas con Alfredo; su condición para retomar contacto con el resto de su familia es que tengan noticias del asesino. Seis voces narrativas, y una séptima en el epílogo, van dejando caer secretos como guijarros. Marcela, la mejor amiga de Ana, perdió la capacidad de almacenar recuerdos el mismo día de la tragedia; su memoria encandilada transita largos espacios en blanco para arribar, dubitativa, a un vago pensamiento. A modo de premonición, la joven elaboró una inocente lista de “sospechosos” porque Ana se negó a revelar el nombre de su novio. Élmer —personaje que es un guiño apreciativo al escritor Élmer Mendoza— es el detective que desempolva la raquítica carpeta de investigación y ata los últimos cabos. Los flujos de conciencia borbotean con lamentos, excusas o sólidos mea culpa que podrían escucharse en un confesionario. Sería un error asumir que son todos de fiar. La intriga en torno a Ana redirigió o truncó las ya endebles relaciones de parentesco entre los miembros de la familia Sardá. Es la herencia sombría de Mateo, un estudiante inadaptado, ávido de intimidad, que menciona a su tía descuartizada en sus citas románticas con penosos resultados. Es la tristeza crónica de Alfredo y el trauma de Lía, quien huyó de Argentina y de su pasado. El crimen tiró por la ventana la historia familiar, la desnudó y refundó; acaso la concretó. Hay en el libro una ambición por nutrir el trasfondo de la crueldad, sus deslices y motivaciones. Los fragmentos más nauseabundos describen el esfuerzo mecánico de la cuchilla, el despedazamiento del cuerpo cual pollo crudo, el olor penetrante de la carne, ennegrecida y chamuscada —aquí, pienso, es donde más luce la prosa—, y perfilan lo que debe ser no uno, sino varios trastornos mentales. Aquella voz terrorífica exhibe su apatía ante la existencia de Ana y la despedaza. Piñeiro, sin embargo, no ronda en exceso la cámara de la personalidad ni ofrece diatribas en una cansada jerga psicológica. Está igualmente interesada en la religión como institución política y “delirio colectivo”, que en el encendido discurso sobre el aborto en Argentina. Vale la pena recordar que Claudia Piñeiro ha sido una activista visible, vocal e incansable de la Marea Verde, y que en su obra se encapsulan, si no la protesta, sí las atrocidades e injusticias que la animan. Por ella aprendí que el progreso del síndrome de Mondor tras un aborto séptico puede contarse en una rápida secuencia de colores: blanco, amarillo, azul (anemia, ictericia, cianosis). El acercamiento de la autora a la religión se entiende por el obstinado papel antagónico que ha tenido la iglesia católica en el movimiento por el derecho a decidir, por su respuesta juiciosa, impasible, muy vigente, ante el aborto. En este sentido, Catedrales ensancha una crítica ya insinuada en Tuya y Elena sabe, y expone el predicamento de una menor de edad que debe abortar en condiciones precarias. El fanatismo religioso nubla la razón y empuja a la indiferencia ante el dolor de los demás. La centralidad del mecanismo oculto de la religión es tal que la escritora zurce una lista de lecturas para el tímido aprendiz de ateo: El espejismo de Dios de Richard Dawkins; Religión, delirio colectivo de Fritz Erik Hoevels; El malestar en la cultura de Freud. “No creo en Dios desde hace treinta años”, afirma Lía en la primera línea. Tras un periodo de culpable vacilación, ella renunció a su fe en cuanto le informaron que Ana había sido violada, asesinada, desmembrada e incendiada. En el velorio se aproxima al ataúd y recita un anticredo furioso y contundente:
No creo en el fruto del vientre de ninguna mujer virgen, no creo que haya un Cielo y un Infierno, no creo que Jesús haya resucitado, no creo en los ángeles ni en el Espíritu Santo.
Un discurso así es capaz de ponerle los pelos de punta a un feligrés y el suyo consigue que el cura se persigne en el acto, horrorizado. En el último capítulo, cuando Carmen toma las riendas de la narración, su personaje se presenta de inmediato en clara oposición al de Lía: “Creo en Dios. Soy creyente de una manera cabal, íntegra, apasionada”. Todo elemento de su carácter se deriva de aquella distinción moral. Así se quiebra la familia Sardá, compuesta por fanáticos y escépticos. En “Catedral”, el cuento de Raymond Carver, un hombre reprime sus prejuicios contra el viejo amigo ciego de su esposa. La pareja recibe al ciego con manteles largos, whisky, tabaco y mota. El narrador no sabe cómo tratar a su invitado hasta que enciende la televisión y ambos escuchan un programa nocturno sobre catedrales; entonces dibuja una catedral, con la mano del ciego sobre la suya, para que él la imagine; lo acompaña con sus propios ojos cerrados mientras traza. Al fin comprende la mirada del ciego y descubre una nueva y vigorosa sensibilidad: “Mis ojos seguían cerrados. Estaba en mi casa, lo sabía. Pero no sentía que estuviera en ningún lado”. El homenaje al cuento de Carver está presente en el título y en varios pasajes de la novela de Piñeiro. También palpita en el tono subyacente a las voces de Lía, Alfredo y Mateo: el anhelo desesperado por una conexión significativa y tierna, por reconciliarse con la familia elemental y con la ausencia divina. Catedrales es una obra sobre el parentesco traumático o las batallas que estallan al interior del núcleo, pero la autora, como Carver, frena en seco antes de cometer una transgresión severa; no desecha la posibilidad del vínculo ni la de erigir, cada quien, lo sagrado.
Imagen de portada: Catedral de Wells, ca (detalle). 1851. Wellcome Collection