Salvador Hernández Maldonado, director del Hospital Doctor Pedro López, me recibe en su oficina y habla de la revolución que comenzaron los enfermos de Hansen (mejor conocida como lepra) durante el sexenio de Lázaro Cárdenas, encabezados por su protectora y benefactora, la mítica hermana Dolores.
En este lugar llegó a haber hasta 800 pacientes. Todos tenían un lugar, una casita, había cárcel, iglesia, lavandería, un billar y un casino. Les dieron un pedazo de tierra para cultivar y mantenerse de ahí. Así es como comenzó todo en este hospital.
Hoy en día sólo quedan vivos cinco de los pacientes de esta ciudad que crearon para sí mismos. Ninguno de ellos padece la enfermedad, su cuerpo ya no es residencia del bacilo que la provoca, pero las secuelas de haberla padecido permanecen para siempre. El leprocomio de Zoquiapan fue inaugurado el 1 de diciembre de 1939.
Nadie sabe a ciencia cierta si la lepra ya existía en el continente americano antes de la llegada de los europeos. Los antiguos habitantes de la ciudad creían que el cuitlacoche en el maíz era una representación de las enfermedades dermatológicas. Entre 1521 y 1524 la lepra se diseminó por las calles de la Ciudad de México gracias a varios enfermos de origen europeo y africano. Por entonces Hernán Cortés construyó el primer hospital dedicado exclusivamente a esta enfermedad. La Tlaxpana era una hacienda propiedad del conquistador, muy cerca de donde se dice que lloró su derrota ante Cuitláhuac. Los leprosos no tenían un lugar para sí, rondaban apachurrados y solos por la ciudad. Nuño de Guzmán fue un hombre violento y arrebatado que llegó a la Nueva España para contrarrestar el poder que ostentaba Cortés en estas tierras, quien sentía que la Corona no era del todo justa con él y fue personalmente a hablar con el rey de España. En 1528, aprovechando la ausencia del conquistador, Nuño mandó derrumbar el hospital con el pretexto de que los enfermos contaminaban las aguas de Chapultepec.
Se dice que esta enfermedad ataca más a las personas mayores de 25 años, pero puede manifestarse a cualquier edad. Se trata de gente con un vulnerable sistema inmunológico. Realmente en México ya se está erradicando. Sólo el 0.1 por ciento de cada diez mil habitantes la padece. Los estados con más casos son Nayarit, Sinaloa, Jalisco y Guerrero. En 2020 se han detectado sólo cinco casos nuevos, todos en Oaxaca. Es importante hacer un diagnóstico temprano para evitar las secuelas. El tratamiento actual consiste en doce dosis supervisadas de rifampicina al mes, y 324 dosis autoadministradas —una cada día— de clofazimina y dapsona,
nos cuenta Hernández Maldonado mientras nos da un paseo por la lavandería del hospital Pedro López, un lugar que conserva dos máquinas originales, un secador de ropa y una lavadora. La luz del mediodía se cuela por sus ventanales y cae sobre las blancas y altas paredes. Parece que los anaqueles donde reposan las sábanas limpias y dobladas a la perfección son los mismos desde el primer día. Por varios lados se cuela la hermosura en este lugar.
A partir de la pandemia se modificó la rutina de los pacientes con Hansen, pues antes andaban sin restricciones por todo el hospital, que ahora atiende casos de COVID-19, por lo tanto deben permanecer en una zona específica.
La edad de los últimos pacientes oscila entre los ochenta y los noventa años. Algunos de ellos padecen la enfermedad desde los quince o veinte años y dependen totalmente del personal del hospital; ninguno tiene familia, se encuentran bajo cuidado de varias enfermeras. Hay árboles con aspecto de fantasma quieto. Un sol salvaje que cae con todo el peso de su luz sobre el municipio donde dos carreteras se bifurcan, un costado va hacia Puebla y el otro rumbo a Cuautla; medio millón de personas lo habitaban hasta el 2015 y muchos lo conocen por su alto índice de abandono de viviendas de interés social: Ixtapaluca, el lugar donde la sal se moja. En la actualidad ya no reciben casos de Hansen. El bacilo Mycobacterium leprae sólo puede cultivarse en la almohadilla del armadillo. La nariz y las manos son las partes más afectadas del cuerpo. Lepra proviene del griego y quiere decir “escama”, lo mismo se usaba para hablar del Hansen como del vitiligo o la psoriasis.
Hasta agosto de 1571 se volvió a construir un lugar para los desterrados con lepra. El responsable fue el doctor Pedro López, quien luego de muchos traspiés consiguió un terreno en el oriente de la ciudad, donde se encontraban las atarazanas, esas torres que servían de fortaleza, bodega y puesto para vigilar que los mexicas no se sublevaran y, si lo hacían, los trece bergantines que asediaron Tlatelolco se encontraban listos para la huida. San Lázaro era el fin de la ciudad, lo marginal. El terreno de lo no deseado. En ese lugar, donde se encontraba la hoguera de los sodomitas y más tarde una de las garitas que rodeaban la urbe, se construyó el leprosario. No sólo se conocía con ese nombre a los asilos para enfermos de Hansen; también se llamaban galerías, malaterías, leprocomios, lazaretos. Las personas que han padecido este mal han sido segregadas milenariamente, estigmatizadas y despojadas de derechos y protección. Pedro López fue un filántropo natural, a quien no le importó pedir limosna con tal de abrir un lugar digno para esas almas que caminaban torturadas por las calles de la ciudad novohispana. La Santa Inquisición levantó un proceso en su contra, del cual fue absuelto en 1571. En el templo que se abrió en San Lázaro, Pedro colocó una imagen de San Roque, el abogado de las pestes. El leprosario debía hacerse cargo de los gastos del cirujano y del personal que atendiera a aquellos enfermos de escasos recursos. Los pacientes vivían de la caridad. Lo mismo comían caballos que borregos; aprovechaban los retazos de cabeza y extremidades de venado para hacer una especie de sopa. Muchas veces, ante la escasez de alimentos, salían a pedir limosna a las calles sin importar el riesgo de contagio. La orden religiosa a la que se le encargó la administración y el cuidado del leprosario fue la de los juaninos. Era normal que los enfermos escaparan aburridos del aislamiento. Debido al estado de deterioro en el que se encontraba el hospital en 1784, Matías de Gálvez decidió retirar a los religiosos para responsabilizar a las autoridades civiles y restarle espacios y poder a la Iglesia, pero tan sólo diez años más tarde el recinto volvió a manos de los juaninos, debido al clima político y social que se vivía en España.
Antes había canchas de beisbol y futbol. Hoy queda una grada desvencijada, derruida, con las bancas carcomidas. Las mieses del trigo y la avena se agitan con el viento bajo un sol tibio. Camino por una cárcel pequeña, con acaso diez celdas que ahora funcionan como refugio de los trabajadores intendentes del hospital y que son también bodegas y cuartos de convivencia, de resguardo para los archivos muertos. Lucía Moncayo, trabajadora social del nosocomio, conoce este lugar desde que tenía diez años. Ahora es una de las empleadas más entusiastas y comprometidas.
En general, los internos son dependientes, pero para muchas cosas no. Deambulaban más antes. Están conscientes de que este hospital se creó específicamente para ellos, para los enfermos de Hansen. Siempre se mueven acompañados de algún profesional de la salud. Algunos llevan más de treinta años trabajando aquí, entonces les resultamos familiares.
María Cárdenas, Rosita Vázquez, Carmen, Lucío y Soledad —quien vive fuera de la institución pero recibe todos los tratamientos y consultas en este lugar—: ellos son los últimos sobrevivientes del aislamiento. Todos los días del año reciben sus tres alimentos. En algún momento llegaron muchos hombres dedicados a la milicia. Había tiendas, comercio, intercambio, cría de animales, comedor comunitario, pero también violencia, como en cualquier lado donde existan los humanos. Había pabellones de mujeres solas, madres solteras, y también pabellones de hombres solos; para las parejas que se formaban dentro de estas paredes había casas de matrimonio con tres habitaciones, una para cada pareja. Algunas de estas casas están abandonadas, sin vidrios ni puertas, con mucha yerba a su alrededor. A los niños que llegaron a nacer en el sitio los enviaban a una casa cuna en la ciudad para evitar el contagio. A veces se iban a resguardo con algún familiar, algunos visitaban los fines de semana, unos más decidían darlos en adopción. Moncayo recuerda que en su infancia los vecinos de esta población llamaban “monstruos” a los pacientes. No recomendaban tener contacto con ellos y los estigmatizaban, a pesar de que muchos de los enfermos iban a vender productos a los vecinos para sobrevivir: animales, queso, huevo, alfalfa para alimentar bestias. Sin embargo, la presencia del hospital trajo beneficios a la población abierta, que desde los ochenta comenzó a recibir consultas de medicina general y dental.
Muchas de las tumbas del camposanto ya no tienen datos. En algunas acaso permanece una cruz, un adorno, una placa ya sin fechas ni nombre. Es el trabajo del tiempo y la intemperie. Sólo existe la certeza de que las personas que yacen aquí estuvieron enfermas de Hansen, por eso se encuentran enterradas en este camposanto. A pesar de eso, casi ninguna falleció por ese padecimiento, no desde la década de los noventa, cuando se encontró una cura más efectiva para este mal. Moncayo me explicó que los contagiados pueden morir de enfermedades relacionadas con la edad, como la diabetes o la hipertensión, pero no de Hansen. El pasto y la yerba están crecidos en algunas zonas, hay tumbas ocultas por ramas. Cruces oxidadas con flores púrpuras y yerba larga. Un nopal, gigante como un monstruo, parece proteger una cruz. Otra más crece casi incrustada a la corteza de un árbol. Un perro ladra trepado desde la barda que colinda con la calle. Un muro grueso y chaparro, cualquiera podría saltarlo.
Imagen de portada: Una mujer alimentando a una persona con lepra, ca. 1275. The J. Paul Getty Museum. Imagen de dominio público