Un cenzontle vuela en círculos por encima de las aguas del Canal de la Viga. Se detiene y canta como lo hacen las calandrias. Su canto se confunde con las cuerdas de los instrumentos y las voces ebrias de los que viajan sobre las canoas y los saludos de quienes ya van rumbo a la Acequia Mayor con su mercancía. Apenas va amaneciendo. El aire huele a ocote, carbón, ajolote, carnero y pato cocinados. Sentados en el borde de esta balsa van cuatro músicos. Uno toca un arpa que parece un caballo, una bestia vieja y cansada, pero entusiasta. Al que toca la guitarra le falta un ojo. El que toca el bandolón es un hombre que vino a buscar riquezas a la Nueva España y la fiesta fue toda la fortuna que encontró. Un negro fuma mota, es un horro, va vestido con un herrulero verde y mugroso del que no se desprende, lleva unas calzas de gamuza roídas. Ríe todo el tiempo, tiene una cicatriz vertical que comienza en la ceja y termina en el pómulo, en la mano lleva anillos grandes y dorados. Le rola el churro a un español que vende cosas robadas en el tianguis del Baratillo. Los otros españoles lo llaman “zaramullo” para ofenderlo. Pasa el cigarro para la derecha y ahora fuma un indio mecapalero que vive en Tepito y no viste otra cosa que una manta que le cruza el cuerpo y un sombrero. Se escuchan las aguas, el barullo festivo que proviene de otras naves.
Hoy han cantado varios bailes que la Santa Inquisición tiene prohibidos: el Jarabe gatuno, El Animal, El Chuchumbé, La Cuchillada. Esa mujer española de caderas anchas, a la que llaman la Panera, escandaliza a todos cuando baila: señala sus tetas, el vientre y el sexo, al terminar abraza a su pareja y se le restriega con movimientos parecidos a las olas. Ahora mismo está cantando y su canto es bravo, cínico: “Esta sí que es panadera / que no se sabe chiquear / quítese usted los calzones / que me quiero festejar”.
Es domingo y la noche arde. Las calles huelen a peligro. Los juegos mecánicos que rodean la iglesia resplandecen a lo lejos como nido de pequeños astros. El señor Pablo Perea hijo, la voz que le da vida a Sonido Arcoiris, su esposa y yo entramos a un callejón de la colonia Azcapotzalco. A cada costado hay unidades habitacionales que sirven de muro. Cuando estas terminan, el callejón lo forman pequeñas casas. Chavos de jeans ajustados y rotos, el cabello cortado a máquina, tenis, hoodies, gorra, motoneta, pistolas en la cintura y mona en la mano. Sobre la cajuela de un auto descansan una botella grande de Kosako y algunos vasos. Huele a mota. Los chavos discuten algo, alardean, gritan. Nosotros seguimos caminando. Ya hay cumbias en el viento pero nadie baila todavía. La pista se encuentra limitada por una carpa blanca dentro de una casa, en un patio extenso, donde se cobra la entrada. Por ahora las autoridades tienen prohibidos los bailes en la calle. No están dando chance. Es lo que se murmura entre los que están aquí. El sonido se escucha desde lejos, pero en las esquinas hay banda que tira 18 para que no caiga la tirana. Sobre las paredes se recargan parejas que parecen aburridas, beben micheladas y pitufos. Esperan a que la pista arda. De las ventanas de los departamentos que nos rodean cuelgan prendas mojadas. Algunas familias regresan con las bolsas del súper. Otras bajan de un taxi rosa con blanco, como provenientes de una visita lejana, con topers de comida y pastel. Una guaracha explota como si fuera un cuete o el envase de una bebida embriagante. La primera pareja sale a bailar. El hombre detrás de Sonido Arcoiris me cuenta de sus experiencias en batallas campales durante tocadas callejeras:
Ellos te muestran sus salidas. En eso es en lo que tienes que poner mucha atención, cómo te meten y cómo te sacan. Si se arman los golpes, tú tienes la salida. Hay que tener la vista y el oído para todos lados. ¿Y las patas para qué son? No porque tú seas el del sonido, te van a reconocer. “Ah, es el Pablo, es el del sonido, déjalo, déjalo”. Nel, ni madres. Aquí va parejo.
Tres mujeres se acercan a la pista improvisada, visten conjuntos deportivos y tenis. El pelo teñido y el rostro muy maquillado. Fuman cigarros de sabor y beben cervezas en latas embarradas de chamoy. Un grupo de cabrones juega a picarse el culo y agarrarse la pinga. Un güey viste una chamarra de cuero de un club de fans de Pink Floyd ubicado en Azcapotzalco. En un puesto improvisado venden papas en vasos de unicel, jochos, nachos, sopas Maruchan y chicharrones preparados. Mientras más noche es, más gente llega. Pablo Perea espera su momento para tocar.
Pablo Perea hijo viste una sudadera oscura y pantalones de mezclilla, su bigote y el pelo ya dejan ver canas, pero él es jovial, juguetón con las palabras. En el barrio lo definirían como cábula. Me cuenta que el sonidero siempre corre riesgos. Él va a donde lo inviten y le paguen. Me habla de la generosidad que han tenido con él fuera de la ciudad, sobre todo en fiestas de pueblo: “Allá desde que llegas la gente te invita. Y son generosos con el trago y la comida”, dice. Hoy venimos a un festejo patronal en la colonia Azcapotzalco, hay feria cerca de la iglesia. No nos acercamos. Pablo Perea dice que él no planea la música que tocará. Que va calando a la banda. Y según los ve, va soltando, para que sigan prendidos o para que se enciendan. Sobre la pista dos parejas se adueñan de toda la atención. Bailan cumbia entre los cuatro. Van, vienen, forman flores, hacen las mismas piruetas y luego cada pareja hace sus propios pasos para volverse a unir e intercambiar, como swingers. El líder es un travesti de sienes encanecidas y larga cabellera teñida de rubio. Pablo Perea recuerda los bailes del mercado de la Merced como los más bravos:
Ahí si no hay madriza no es baile. Si no hay muerto no estuvo chido. Aunque ya no se comparan los bailes de hoy con los de antes, hoy ya estamos más vigilados.
Suena un guaguancó y un compa bien choncho baila con su rostro lleno de breves cicatrices y sin dientes en la parte baja, con su espalda de ropero. Canoso y sonriente, manos gruesas. Tiene ritmo y un estilo cadenciosos para bailar, no tiene prisa por moverse. La voz de Perea entra como espadazos en la carne blanda de la música:
Saludos a Atizapán de Zaragoza, donde se vive y se goza y se fuma la mota más sabrosa. ¡Sabor! ¡Siguen! Ajá… ¿Quién viene llegando? Quihubole, pinche Chiquidrácula. ¿Cómo dice? Inolvidable la Sonora Santanera, la señora Celia Cruz… Disfrute y baile sin pena. Sin pena se baila. Venimos con temas sabrosos para que agarre a la pareja que tiene al lado, sí. Olvídate de las cosas malas, quítate ese cansancio que te cargas hoy. Sonríe. Esta noche vienes a bailar con Pablito Perea. Queremos que toda la gente se ponga a bailar bien sabrosito. Saludos a esa bandota. ¡Qué rico huele de este lado! Venimos a probar los pastizales de esta zona. Neta, ¿eh? Ponte a bailar, carnal. Se viene a chupar, a bailar y a cotorrear.
La pista se encuentra atiborrada, la noche avanza, ya tiene ritmo.
Es domingo en la Alameda y la música suena cerca de las fuentes. Las notas provienen de una bocina portátil: le conectan una memoria USB y listo. A la pista se suma quien vaya pasando. No hay costo, es de acceso libre. Nosotros venimos de echarnos unas caguamas en el Fiuma Cocodrilo. Caminamos como extraños entre el enjambre de parejas. A veces me toma la mano, me suelta. Es la primera vez que salimos. Observamos. Pasamos entre las vueltas y piruetas. Ante la falta de salones de baile la concurrencia es elevada. Vestidos largos y zapatos con tacón, peinados sofisticados y también atuendos improvisados o más humildes. Cuando miramos a una pareja que baila chido nos hacemos señas. Le cuento que a finales del porfiriato el Kiosko Morisco estaba aquí, justo donde hoy se encuentra el Hemiciclo a Juárez. Se armaban los bailes con buenas orquestas y se celebraba el sorteo de la Lotería. Y un poco antes, a esta altura se encontraba la casita del alamedero, el hombre que con ayuda de un indio cuidaba este lugar, que era de acceso restringido para las clases pudientes. También le cuento que la tradición de tener música el día domingo proviene de la época del virrey Bucareli.
“¿Me vas a invitar a bailar?”, me pregunta, y yo mirando esos ojos no puedo decir que no. Aunque soy el peor bailarín que ha pasado por la Alameda. Lo intento, damos vueltas, es generosa y tierna e intenta fingir que medio sé hacer algo en la pista. La neta es que no. No sé bailar. Supongo que es la última tarde que saldrá conmigo.
Es domingo y estamos debajo de un cielo azul caminando por las calles de Tepito. Acalorados como lagartijas, nos detenemos en el primer enjambre que vemos. Micheladas Lupillo. Un grupo de chavos nos ofrecen perico, mota, piedra, tachas, hongos, monas. “¿Qué quieres, papi? ¿Qué andas buscando?”, nos preguntan. Aquí las calles son de todos y solo sirven para hacer tu santa voluntad. Caminamos sobre Tenochtitlan con ganas de encontrar otro bar rasposo e improvisado. Nos detenemos en donde hay otra bola. Banda más local. Cervecería Los Tocayos. La guaracha suena a todo lo que da. Un güey de lentes oscuros usa un periódico como charola para forjar un toque. Hay tipos notoriamente intoxicados. La rueda del baile es grande y solo es interrumpida por el flujo de las bicis y las motonetas. Un par de gays muestra la colección de pasos más extravagantes. Un chaca con los costados de la cabeza rapados baila con una chava fresa de piel blanquísima, a la que el sonidero saluda: “¡Niña fifí en Tepito!” Estamos debajo del mismo cielo que sirvió para resguardar a los mecapaleros del mercado de Tlatelolco, arrieros y tortilleras vivían en estas calles. El chaca sostiene en los labios un cigarro encendido y trae los lentes puestos como diadema. Dobla las rodillas como si se derritiera y hace que la chava lo imite. Giran. “¡Échale, güera!”, vuelve a gritar el sonidero. Un güey andrajoso y con mona va buscando en el suelo alguna moneda o algo de valor. La güera y el chaca siguen bailando. La tarde pidiendo amor.
Llegamos a las nueve al Peñón y ya estaba la tira bien plantada. Nos lanzamos por unos tacos de suadero. Regresamos y los azules ya se habían ablandado; los sonideros prueban el audio. Estamos en Emiliano Zapata y Hermosillo, celebramos al San Judas guarecido en el altar urbano que se encuentra en estas esquinas. Sonido La Conga, de Pedro Perea toca hoy. Aunque la tira diga que no. “Aquí estos putos se la pelan”, me dice Mario mientras me ofrece su caguama. Hay un camión de granaderos, cuatro camionetas y dos patrullas. Las luces de las torretas y las del sonidero se mezclan en el asfalto. Hay tensión en el aire pero nadie deja de ponchar ni de prender toques. Tampoco nadie guarda sus caguamas ni los pomos. Cada vez llega más banda. “Mandaron granaderos, pero son puras chavas, porque saben que el barrio no les pega. Si pendejos no son. Si fueran cabrones ya les hubiéramos roto su madre,” me dice Mario, que es nativo de la colonia Guerrero pero lleva 25 viviendo en la cuna del movimiento sonidero en México. Sobre la calle de Hermosillo hay un grafiti y la placa con las dos fechas de vida de un compa que se chingaron hace como ocho meses, allá por el mercado. Luis me cuenta de los pleitos de bandas:
Son una mamada; mira, acá hay un callejón, y todos son familia, pero pertenecen a dos bandas diferentes, y ya por eso se andan dando en la madre, matándose. ¿Tú crees?
Dicen que los de esta casa tienen broncas con unos de allá abajo, que igual al rato se dejan venir. Y sigue Luis:
Ya usan estos bailes, ya los esperan para hacer sus travesuras. No te creas, cada que se acerca una motoneta me da culo. Siento que van a caer de pronto a rafaguear.
Mi compa Carlos me dice: “Qué bueno que ya no bebo, ya estaría allá en medio de la pista haciendo el ridículo, baile y baile.” Otro compa me pide mi encendedor y me encarga su botella con el líquido con el que mojan las estopas que jalan con tanto entusiasmo. Colocan cuetes de vara larga en una estructura metálica a la que le caben catorce explosivos que saldrán disparados uno detrás de otro. Los pagan entre todos los vecinos y no faltan hasta el amanecer. Explotan veloces, el efecto del fuego efímero sobre el manto estelar me sigue conmoviendo. Las granaderas contemplan todo sonriendo. Pequeñas cenizas ardientes caen del cielo y parecen moverse al ritmo de la cumbia. Pienso en la mujer hermosa con la que el otro día fui a la Alameda. Sonido La Conga está tocando.
Imagen de portada: © Livia Radwanski, de la serie Sonideros, 2009. Cortesía de la artista