La contrasexualidad no es la creación de una nueva naturaleza, sino más bien el fin de la Naturaleza como orden que legitima la sujeción de unos cuerpos a otros. La contrasexualidad es, en primer lugar, un análisis crítico de la diferencia de género y de sexo, producto del contrato social heterocentrado, cuyas performatividades normativas han sido inscritas en los cuerpos como verdades biológicas.1 En segundo lugar: la contrasexualidad apunta a sustituir este contrato social que denominamos Naturaleza por un contrato contrasexual. En el marco del contrato contrasexual, los cuerpos se reconocen a sí mismos no como hombres o mujeres sino como cuerpos hablantes, y reconocen a los otros como cuerpos hablantes. Se reconocen a sí mismos la posibilidad de acceder a todas las prácticas significantes, así como a todas las posiciones de enunciación, en cuanto sujetos, que la historia ha determinado como masculinas, femeninas o perversas. Por consiguiente, renuncian no sólo a una identidad sexual cerrada y determinada naturalmente, sino también a los beneficios que podrían obtener de una naturalización de los efectos sociales, económicos y jurídicos de sus prácticas significantes. La nueva sociedad toma el nombre de sociedad contrasexual al menos por dos razones. Una, y de manera negativa: la sociedad contrasexual se dedica a la deconstrucción sistemática de la naturalización de las prácticas sexuales y del sistema de género. Dos, y de manera positiva: la sociedad contrasexual proclama la equivalencia (y no la igualdad) de todos los cuerpos-sujetos hablantes que se comprometen con los términos del contrato contrasexual dedicado a la búsqueda del placer-saber.
El nombre de contrasexualidad proviene indirectamente de Foucault, para quien la forma más eficaz de resistencia a la producción disciplinaria de la sexualidad en nuestras sociedades liberales no es la lucha contra la prohibición (como la propuesta por los movimientos de liberación sexual antirrepresivos de los años setenta), sino la contraproductividad, es decir, la producción de formas de placer-saber alternativas a la sexualidad moderna. Las prácticas contrasexuales que van a proponerse aquí deben comprenderse como tecnologías de resistencia, dicho de otra manera, como formas de contradisciplina sexual. […]
Artículo 1. La sociedad contrasexual demanda que se borren las denominaciones “masculino” y “femenino” correspondientes a las categorías biológicas (varón/mujer, macho/hembra) del carné de identidad, así como de todos los formularios administrativos y legales de carácter estatal. Los códigos de la masculinidad y de la feminidad se convierten en registros abiertos a disposición de los cuerpos hablantes en el marco de contratos consensuados temporales.
Artículo 2. Para evitar la reapropiación de los cuerpos como femenino o masculino en el sistema social, cada nuevo cuerpo (es decir, cada nuevo contratante) llevará un nuevo nombre que escape a las marcas de género, sea cual fuese la lengua empleada. En un primer momento, y con el fin de desestabilizar el sistema heterocentrado, es posible elegir un nombre del sexo opuesto o utilizar alternativamente un nombre masculino y un nombre femenino. Por ejemplo, alguien que se llame Julio utilizará el correspondiente femenino Julia, y viceversa. Los José Marías podrán utilizar María José, y viceversa. […]
La primera fragmentación del cuerpo o asignación del sexo se lleva a cabo mediante un proceso que llamaré, siguiendo a Judith Butler, invocación performativa. Ninguno de nosotros ha escapado de esta interpelación. Antes del nacimiento, gracias a la ecografía —una tecnología célebre por ser descriptiva, pero que no es sino prescriptiva— o en el momento mismo del nacimiento, se nos ha asignado un sexo femenino o masculino. El ideal científico consiste en evitar cualquier ambigüedad haciendo coincidir, si es posible, nacimiento (quizás en el futuro, incluso fecundación) y asignación de sexo. Todos hemos pasado por esta primera mesa de operaciones performativa: “¡es una niña!” o “¡es un niño!”. El nombre propio, y su carácter de moneda de cambio, harán efectiva la reiteración constante de esta interpelación performativa. Pero el proceso no se detiene ahí. Sus efectos delimitan los órganos y sus funciones, su utilización “normal” o “perversa”. La interpelación no es sólo performativa. Sus efectos son prostéticos: hace cuerpos. Este momento prostético que, insisto, tiene lugar siempre y en cada caso, aparece más claro en las operaciones de la transexualidad: una vez que la asignación de sexo se ha producido, cualquier cambio de denominación exige, literalmente, el recorte físico del cuerpo. Esta “segunda reasignación” sitúa el cuerpo en un nuevo orden de clasificación y rediseña literalmente los órganos (hemos visto ya hasta qué punto la obsesión de la cirugía es la de encontrar un órgano dentro de otro) sin dejar nada al azar, de tal manera que se produzca una segunda coherencia, que debe ser tan sistemática, es decir, tan heterosexual como la primera. La mesa de asignación de la masculinidad y de la feminidad designa los órganos sexuales como zonas generativas de la totalidad del cuerpo, siendo los órganos no sexuales meras zonas periféricas. Es decir, a partir de un órgano sexual preciso, este marco abstracto de construcción del “humano” nos permite reconstruir la totalidad del cuerpo. Sólo como sexuado el cuerpo tiene sentido, un cuerpo sin sexo es monstruoso. Según esta lógica, a partir de un órgano periférico (la nariz, la lengua, o bien los dedos, por ejemplo) es imposible reconstruir la totalidad del cuerpo como sexuado. Así pues, los órganos sexuales no son solamente “órganos reproductores”, en el sentido de que permiten la reproducción sexual de la especie, sino que son también, y sobre todo, “órganos productores” de la coherencia del cuerpo como propiamente “humano”. Los llamados cuerpos “intersexuales” comprometen el trabajo mecánico de la mesa de asignación de los sexos, minan secretamente la sintaxis según la cual la máquina sexual produce y reproduce los cuerpos. Los bebés intersexuales representan una amenaza, alteran la frontera más allá de la cual hay diferencia, y más acá de la cual hay identidad. Ponen en tela de juicio el automatismo performativo de la mesa de operaciones. Ponen de manifiesto la arbitrariedad de las categorías (identidad y diferencia, macho/hembra) y la complicidad que establece esta categorización con la heterodesignación de los cuerpos. ¿Pero dónde se encuentran y cuáles son realmente las partes genitales y generativas? ¿Cómo nombrar lo que se ve? ¿Cómo hacer un órgano a partir de un nombre? Curiosamente las tecnologías puestas en marcha para la asignación del sexo en el caso de los niños intersexuales responden a la misma lógica que las que se utilizan en el caso de las personas transexuales. Ante una incompletitud (cuerpos sin vagina o sin pene visualmente reconocibles) o un exceso (cuerpos que combinan las características sexuales supuestamente femeninas o masculinas) la mesa de asignación del sexo va a funcionar de nuevo, pero esta vez como una verdadera mesa de operaciones, por medio de implantaciones, injertos, mutilaciones que pueden sucederse hasta la adolescencia. De este modo, lo que he llamado el centro generativo de la identidad sexual se construye de manera exclusiva y excluyente: es necesario elegir, obligatoria y únicamente, entre dos variables, masculina o femenina. No es extraño que una de las narraciones más frecuentes en torno al nacimiento y asignación de sexo en el caso de un bebé intersexual sea una ficción en la que el cuerpo del bebé hermafrodita se desdobla en dos cuerpos gemelos pero de distinto sexo que se resuelve con la muerte trágica, pero tranquilizadora, de uno de ellos. Sex making = Sex killing. Suzanne Kessler, que ha estudiado el proceso de toma de decisión en casos en los que la asignación de sexo resulta “problemática”, habla de esta narración: “Los padres de un niño hermafrodita contaban a todo el mundo que habían tenido gemelos, uno de cada género. Una vez asignado el género, difundían la noticia de que el otro niño había muerto”.2
Los protocolos de gestión de los niños intersexuales reposan sobre la teoría desarrollada en 1955 por John Money (profesor de psicopediatría del hospital universitario Johns Hopkins de Baltimore) y por el matrimonio Hampson, y puesta en práctica poco después por el propio Money y por Ehrhardt. Curiosamente, la misma teoría que defiende la diferencia sexual como normal y natural descansa sobre una hipótesis puramente constructivista (y ello antes de que el constructivismo fuera utilizado en las argumentaciones feministas). La conclusión a la que llegaba Money en 1955 no podía ser, aparentemente, más revolucionaria: el género y la identidad sexual son modificables hasta la edad de dieciocho meses. […]
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Comprender el sexo y el género al modo de tecnologías permite zanjar la falsa contradicción entre esencialismo y constructivismo. No es posible aislar los cuerpos (como materiales pasivos o resistentes) de las fuerzas sociales de construcción de la diferencia sexual. Si prestamos atención a las prácticas contemporáneas de la tecnociencia veremos que su trabajo ignora las diferencias entre lo orgánico y lo mecánico, interviniendo directamente en la modificación y la fijación de determinadas estructuras del viviente. Foucault, en el último período de su vida, llamó “biopolítica” precisamente a esta nueva fase de las sociedades contemporáneas en la que el objetivo es la producción y el control de la vida misma. La nueva biotecnología está anclada, trabaja simultáneamente sobre los cuerpos y sobre las estructuras sociales que controlan y regulan la variabilidad cultural.3 De hecho, es imposible establecer dónde terminan “los cuerpos naturales” y dónde comienzan las “tecnologías artificiales”; los ciberimplantes, las hormonas, los trasplantes de órganos, la gestión del sistema inmunológico humano en el VIH, la web, etc., no son sino algunos ejemplos.
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La invención de la máquina de vapor en 1765 y el taylorismo que le siguió se tradujeron por una aprehensión de los cuerpos como instrumentos de trabajo al servicio de la máquina. La industrialización del trabajo, en el transcurso del siglo xix, invirtió los términos de la metáfora mecánica: la máquina se convierte en sujeto y en organismo. Los obreros pasan a ser simples órganos conscientes que se ajustan a los órganos inconscientes del mecanismo.4 El trabajo resulta de este empalme de miembros naturales y mecánicos.
El robot es, entonces, el lugar de una transferencia de doble vía entre el cuerpo humano y la máquina: algunas veces el cuerpo utiliza el instrumento como una parte de su estructura orgánica (→ prótesis), otras veces la máquina integra el cuerpo como una pieza de su mecanismo. De la imagen del hombre-máquina del siglo XVIII, donde el cuerpo (masculino) se pensaba como una totalidad mecánica, se pasa en el XIX a la imagen amenazadora de una “máquina viva” (como en Metrópolis de Fritz Lang) que se representará como una mujer o como un monstruo. La mujer, el monstruo y la máquina que desean la consciencia anticipan el ciborg.
Mientras tanto, durante el siglo XX, la masculinidad se volverá progresivamente prostética. Marie Louise Roberts y Roxanne Panchasi han estudiado la reconstrucción de la “masculinidad” en el caso preciso de la readaptación de los soldados mutilados en el período de entreguerras.5 Esta rehabilitación del cuerpo masculino se inspira en el modelo mecánico del “robot” según el cual el “cuerpo masculino reconstruido”, considerado “fuerza de trabajo”, debería reintegrarse en la cadena de producción industrial. Jules Amar, director del “laboratorio militar de prótesis del trabajo” durante los años veinte, diseñará una serie de prótesis de brazo y de pierna cuyo objetivo, por primera vez, no será precisamente estético: se trataba de reparar el cuerpo inválido para que se convirtiera en uno de los engranajes esenciales de la máquina industrial posterior a la guerra, como había podido ser un engranaje esencial de la máquina de guerra. En su obra de 1916 La prothèse et le Travail des Mutilés, Jules Amar propone explicar y curar el llamado fenómeno de Weir Mitchell (el hecho de percibir sensaciones en el miembro perdido, lo que Merleau-Ponty llamará más tarde “el miembro fantasma”) reconstruyendo el cuerpo como una totalidad trabajadora con la ayuda de prótesis mecánicas.
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El estatuto borderline de la prótesis expresa la imposibilidad de trazar límites nítidos entre lo “natural” y lo “artificial”, entre el “cuerpo” y la “máquina”. La prótesis muestra que la relación cuerpo/máquina no puede comprenderse simplemente como un ensamblaje de partes anodinas y articuladas conjuntamente que cumplen una labor específica. En lo que concierne a la modificación de las actividades vivas del cuerpo orgánico, la prótesis sobrepasa el orden mecánico. La prótesis alucinatoria ya es un ciborg.
Como Marshall McLuhan había previsto en Understanding Media: The Extensions of Man (1964), las tecnologías del siglo XX se caracterizarán por actuar como suplementos prostéticos de una función natural. La prótesis, pensada como una sustitución artificial en caso de mutilación, una copia mecánica imperfecta de un órgano vivo, ha transformado la estructura de la sensibilidad humana en algo que el nuevo siglo ha bautizado con el nombre de “poshumano”. Porque la prótesis no reemplaza solamente un órgano ausente; es también la modificación y el desarrollo de un órgano vivo con la ayuda de un suplemento tecnológico. Como prótesis del oído, el teléfono permite a dos interlocutores distantes intercambiar una comunicación. La televisión es una prótesis del ojo y del oído que permite a un número indefinido de espectadores compartir una experiencia al mismo tiempo comunitaria y desencarnada. El cine podría pensarse retroactivamente como una prótesis del sueño. Las nuevas cibertecnologías sugieren el desarrollo de formas de sensibilidad virtual e híbrida del tacto y de la visión, como en el tacto virtual gracias a los ciberguantes… La arquitectura, los automóviles y otros medios de transporte son también prótesis complejas sobre las cuales otras prótesis-de-la-sensibilidad, con sus sistemas y redes de comunicación, desde el teléfono hasta el ordenador, pueden conectarse. En esta lógica de creciente conexión, el cuerpo parece fundirse con sus órganos prostéticos dando lugar a un nuevo nivel de organización y generando una continuidad (¿individual?, ¿transpersonal?) orgánica-inorgánica.
Fragmentos de Manifiesto contrasexual, trad. de Julio Díaz y Carolina Meloni, Anagrama, Barcelona, 2011. Se reproduce con autorización de la editorial y de Casanovas & Lynch Agencia Literaria.
Imagen de portada: María Conejo, Nueva piel, 2017.
Judith Butler, El género en disputa. El feminismo y la subversión de la identidad, Paidós-Universidad Nacional Autónoma de México, México, 2001. ↩
Suzanne J. Kessler, “The Medical Construction of Gender: Case Management of Intersexual Infants” en Sex/Machine. Readings in Culture, Gender, and Technology, Patrick D. Hopkins (ed.), Indiana University Press, Indiana, 1998, p. 42. ↩
Tal hibridación está clara en los discursos médicos sobre el cáncer, el sida, etc. Véase Donna J. Haraway, Ciencia, cyborgs y mujeres. La reinvención de la naturaleza, Cátedra, Madrid, 1995. ↩
Christoph Asendorf, Batteries of Life. On the History of Things and their Perception in Modernity, University of California Press, Berkeley, 1993, pp. 42-43. ↩
Marie Louise Roberts, Civilization without Sexes: Reconstructing Gender in Postwar France 1917-1927, University of Chicago Press, Chicago, 1994, p. 27. Roxanne Panchasi, “Reconstructions: Prosthetics and the Rehabilitation of the Male Body in the World War in France”, Differences: A Journal of Feminist Cultural Studies, 7, 3, Indiana University Press, 1995, pp. 109-140. ↩