dossier Familias FEB.2022

Lo que natura no siempre da

Papús von Saenger

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Tus hijos no son tus hijos son hijos e hijas de la vida deseosa de sí misma. Kahlil Gibran


Hay varias corrientes de pensamiento que proclaman la perfección del cuerpo humano, sin embargo, existen muchos problemas de diseño que la ciencia se empeña en mejorar y que ha mejorado. No soy científico, pero puedo pensar en algunos ajustes que faltan: la gran mayoría de los hombres sufriremos de la próstata después de los sesenta; las endodoncias me siguen pareciendo aberraciones históricas, y de manera am­plia, la reproducción humana presenta grandes retos. No me refiero a problemas de fertilidad —aunque en los últimos cuarenta años el conteo de espermatozoides de los hombres ha disminuido en un 50 por ciento debido a químicos ubicuos— sino a algo más estructural. Después de los 35 años, las mujeres que procrean viven lo que la medicina llama un “embarazo geriátrico” y esto conlleva algunas implicaciones: entre más preparados, más solventes, más deseosos de tener hijos, más difícil es lograrlo para los padres . De forma contraria, parecería que existe un índice de fertilidad que aumenta en padres jóvenes con poca preparación, pocos recursos y poca motivación. Mi abuela materna tenía diez hermanos y mi padre ocho. Estas familias eran superestructuras que proporcionaban mano de obra gratuita en el hogar, y que se conectaban con más familiares para constituir una red de apoyo y paliar las eventualidades de la vida: una hermana mayor podía suplir a una madre muerta, un tío se convertía en padrino en caso de una bancarrota, los hijos de una pareja con poco tiempo libre podían pasar el verano entero con sus primos… juntos se luchaba por lo que el estado de bienestar muchas veces ha incumplido. Pero estas enormes tribus presentaban a su vez grandes desventajas: preveían poco espacio para la intimidad, para la reflexión, para la realización personal, y sobre todo ofrecían poca movilidad social. Entonces las familias se atomizaron. Mis padres pertenecen a ese segmento de postguerra que osciló entre la generación silenciosa y los baby boomers. Cuando miro mis álbumes de infancia todo parecía prometedor: mis padres formaban una pareja bicultural, guapa, que tuvo una niña y un niño (la “parejita”). Mi padre trabajaba para una multinacional que nos hacía mudarnos de país cada dos años, y su salario alcanzaba para que los cuatro viviéramos cómodamente. Fueron épocas doradas para el sindicalismo, las prestaciones sociales, los grandes avances tecnológicos que, en conjunto, debían reforzar la cohesión familiar. Pero la familia nuclear fue víctima de su propio éxito, y en el cuadro de esta felicidad suburbana algo empezó a resquebrajarse. El patriarcado se reforzó, las corporaciones no contrataban a las mujeres, que se vieron confinadas con sus hijos en un hogar lleno de electrodomésticos. Peor aún, la figura de la pareja cobró demasiada relevancia: si antes debía servir a su comunidad, y aspirar a obtener únicamente descendencia y estatus social, la familia nuclear integró a su modelo un mandato de felicidad, e impuso a la pareja la obligación de proporcionarlo todo: estímulo intelectual, compatibilidad sexual, seguridad emocional y financiera. Estos factores, aunados a una proclividad por la coctelería, le revelaron a mi generación que la estructura familiar que tuvimos como ideal cultural durante casi medio siglo había sido un desastre. En este contexto, nunca me interesó tener hijos.
Meghan y yo tenemos una hija de seis meses que se llama Oona. Para Meghan, la idea de convertirse en madre surgió lentamente a partir del nacimiento de sus sobrinos, hace unos diez años, y tras conocer a una amiga que estaba emprendiendo un embarazo asistido. Después estuvo en una relación con un hombre con el que intentó embarazarse sin éxito, pero la relación terminó y, como los tiempos del Tinder rara vez se empalman con los del reloj biológico, tuvo que considerar opciones. Una amiga que tenemos en común afirma que yo dije en una ocasión que me gustaría ser padre —seguramente por lo poco probable de la empresa—, y se encargó de hacer el lobbying entre nosotros dos. (Hace unos días esta amiga cargó a la niña y cariñosamente le dijo que ella, más que su madrina, era su curadora genética). Hablamos entre nosotros, hablamos con otra persona que pasó por el mismo proceso y nos decidimos. Meghan empezó un tratamiento de fertilidad y yo tuve que ir una vez al mes a la clínica a dejar mi “muestra”. En el consultorio había una sala pequeña con un sillón, una pantalla y unos DVD con películas porno viejas y algo vulgares. Me pareció curioso lo obsoleto de la tecnología y lo inadecuado del contenido para hombres con posibles problemas de libido, pero probablemente era un metamensaje de consuelo para algunas masculinidades en acecho, que les aseguraba que seguimos en un mundo heteronormado y patriarcal. Después de varios intentos de inseminación, Meghan se decidió por un in vitro, y nueve meses después nació Oona.

© Rafael Rodríguez, _Intercambio_, 2019. Cortesía del artista © Rafael Rodríguez, Intercambio, 2019. Cortesía del artista

Mi madre sigue haciendo malabares en su mente con el hecho de ser abuela. Tengo 51, nunca me he regido por ejes heteronormativos y hace más de diez años que no he estado en pareja. Pero mi abuelo tuvo a mi padre a los sesenta y mi padre tuvo a mi hermana a esa edad. Por eso bromeo con que, dentro de esta configuración, soy un padre joven. He sido increpado varias veces sobre la validez y la viabilidad de mi paternidad, curiosamente por personas que consideraba progresistas. “¿Cuál es el trato entre ustedes?”, me han preguntado en repetidas ocasiones. Respondo que nuestro acuerdo tácito es solo buscar el bienestar de la niña, lo que supongo no alcanza a cubrir el derecho de piso, sobre todo cuando quienes preguntan practicaron el harakiri social de jurarse amor eterno frente a quinientos testigos. También he encontrado cierta reticencia entre mi círculo yogui-ecologista, en donde algunos esperan que el fin de sus días venga acompañado de un cataclismo planetario. Justamente la semana pasada me recordaron que antes que la textil y la cárnica, tener hijos es la industria más contaminante del mundo. Pero más allá de las posibilidades pedagógicas para los terraplanistas de la reproducción y de las configuraciones familiares, las nuevas tecnologías superan muchas veces la diligencia y el entendimiento de los aparatos legales y administrativos. Mi amigo Guillermo es mexicano y estudió una maestría en arquitectura en Holanda. Allá conoció a Phillip en 2008, un estudiante de Namibia, y empezaron una relación sentimental. Al final de sus estudios decidieron mudarse a Namibia, donde les habían ofrecido trabajar en la apertura de la primera facultad de arquitectura del país. Siempre habían querido ser padres. Primero pensaron en adoptar, pero Namibia no reconoce las uniones entre personas del mismo sexo, lo que los descartaba como candidatos. En cambio, la vecina Sudáfrica sí reconoce el matrimonio homosexual (allá se casaron en 2014), y la paternidad subrogada no solo es legal, sino que cuenta con mecanismos muy bien establecidos. Existen muchas clínicas privadas que ofrecen ese servicio; la donación del óvulo es anónima y la madre subrogada debe tener al menos un hijo y ser económicamente independiente pues no puede recibir compensación alguna. La clínica con la que comenzaron el proceso hizo un enlace informal para que fueran a tomarse un café con Angie, una mujer blanca, casada, con tres hijos. En Sudáfrica ser vientre de “préstamo” es un acto altruista, las madres portadoras lo hacen con el afán de ayudar porque tienen un familiar o una amistad cercana que vivió la infertilidad como un trauma, porque disfrutan el estado del embarazo pero no quieren tener más hijos y, en el caso de Angie, porque llevaba una vida bastante ordinaria, y ser portadora la empoderó, la distinguió de su círculo social. Conectaron con ella y en 2017 nació Yona.

© Ai Hasegawa, fotograma del video _Quiero dar a luz un delfín_, 2013. Cortesía de la artista © Ai Hasegawa, fotograma del video Quiero dar a luz un delfín, 2013. Cortesía de la artista

Guillermo y Phillip están registrados como padres en el certificado de nacimiento, pero mantuvieron el contacto con Angie, con quien forjaron una amistad y, teniendo embriones congelados, decidieron entre los tres darle a Yona un@ herman@. Así, en marzo de 2021 nacieron en Sudáfrica las gemelas Paula y Maya. Sin embargo, esta vez el gobierno de Namibia decidió negar a las niñas el salvoconducto para para entrar al país, a la vez que exigía una prueba de ADN a Phillip a pesar de figurar como padre en los papeles. Así, Phillip quedó atrapado unos meses en Sudáfrica con unas hijas apátridas, mientras Guillermo permanecía en Namibia con Yona sin poder salir pues estaba a la espera de los papeles de la ciudadanía de su hijo. Namibia, lugar muy discreto por lo general, se vio arrastrado en un imbroglio internacional que involucraba a tres países, y de pronto apareció en las redes como una nación homofóbica que separaba familias, que denegaba a niños derechos básicos como el de circular y, gracias a la presión de grupos LGBTI y de derechos humanos, el gobierno concedió a sus hijas el permiso de entrada al país. En octubre de 2021 la ciudadanía le fue otorgada a Yona, si bien el caso de las gemelas (que tienen ahora la nacionalidad mexicana y escuchan español, alemán, inglés y khoekhoegowab en su casa) sigue activo en la Suprema Corte. Estamos todavía lejos de los tiempos vaticinados por Donna Haraway en su manifiesto cyborg, donde sostiene que debemos abrazar la tecnofilia y aceptar la unión de nuestro cuerpo con las máquinas para acceder por fin a un mundo postgenérico. Un cyborg es un híbrido de máquina y organismo, una criatura tanto de realidad social como de ficción, el nuevo eje de un mundo que ya no depende del género y que no tiene un origen, en el sentido de unidad, que divide al resto de seres. Los dualismos han cimentado la cultura occidental (yo/otro, hombre/mujer, cultura/naturaleza, bien/mal) y es cierto que los avances biológicos ayudan hoy en día a matizarlos y a redefinir el sexo y la reproducción. En los años por venir veremos grandes cambios en la composición de las familias, pues la proliferación cada vez mayor de vientres de alquiler, de embarazos diseñados, la profesionalización del personal de la obstetricia, revelan también una postura poco generosa de nuestra sociedad al constituir sus marcos ideológicos y legales (soy funcionario público en Querétaro y tuve derecho a cinco días de permiso de paternidad y una ayuda de 800 pesos). La ciencia ofrece la posibilidad de que la relación con los hijos se emancipe de la normatividad reproductiva y de enriquecer el modelo heteronuclear; de todas formas, en el Sur global se han mantenido modelos más expansivos de familia que involucran mucha participación no genealógica. “El embarazo tiene que ver con interacciones, o con la emergencia de entidades en prácticas simultáneas de diferenciación y conexión”, afirma Rebecca Yoshizawa, especialista en bioética y reproducción. En mi corta experiencia, la paternidad aparece como un organismo que muta, un andamiaje donde mi pasado cambia, se reconstruye porque de una manera ella lo justifica. Es una operación donde el mundo mejora simplemente porque uno enlista las cosas que le gustan para compartirlas: las canciones que uno canta, los libros que uno lee, los viajes que haremos juntos. Amo la atención que su mera presencia solicita y que anticipo, y que hará que recuerde siempre ese peso cuando se durmió sobre mi pecho. Otras memorias se activan únicamente porque existe Oona: recuerdo la voz de mi madre joven, la caída de un diente porque a ella le están saliendo; o tal vez lo estoy inventando, pero no importa porque, como afirma Haraway, ya somos seres con una mitad hecha de ficción.

Imagen de portada: © Rafael Rodríguez, Modales en la mesa, 2018. Cortesía del artista