Las (des)ventajas de ser una zanahoria
Leer pdfYo no lo sabía de manera formal, pero siempre lo intuí: desde el punto de vista genético, soy rara, freak, una zanahoria humana. Quizá eso explique por qué, desde que tengo uso de razón, o hasta donde me alcanza la memoria, he sentido que no termino de encajar bien en el mundo. Los pelirrojos técnicamente somos mutantes: para que nazca uno se necesita que ambos padres lleven el gen recesivo MC1R. Una aberración evolutiva. Menos del 2 % de la población mundial tiene cabello rojo, y sospecho que en México el porcentaje debe andar en los decimales. Y suele suceder que las cosas raras sean recibidas con recelo, rechazo y, a veces, hasta con miedo. Ni qué decir de las numerosas veces en las que alguien le preguntaba a mi padre (moreno, de cabello negro) si de verdad yo era su hija. Ah, la gente puede ser tan grosera e imprudente. También este tipo de anécdotas me hacían pensar que había algo extraño conmigo.
Sin conocer las estadísticas, era obvio para mí que no había muchos colegas zanahorias. Durante mis años de primaria y secundaria, por el trabajo de mi padre, nos mudamos de ciudad varias veces. En todas y cada una de las escuelas, siempre fui la única pelirroja. Me hubiera encantado encontrar otros gingers para padecer acompañada el destino capilar. En la cultura popular había algunos modelos a seguir, pero se movían en el universo alterno de Estados Unidos, algo así como un planeta distante, conocido apenas por las películas, la música y las caricaturas. Recuerdo a Tiffany, con su one-hit “I think we’re alone now” (1987), o a Molly Ringwald, la actriz en varias películas inolvidables para mí, como Pretty in Pink (1986) o The Breakfast Club (1985), en las que hacía el papel de una rarita que terminaba encontrando el amor del más guapo y rompiéndole el corazón a su mejor amigo, el nerd. Estaba también la pequeña pelirrojita, el amor imposible de Charlie Brown, en las tiras cómicas, un personaje misterioso e invisible: siempre aludido, jamás dibujado. También estaba la puberta Ginger, en Nickelodeon, que llevaba un diario como yo lo llevé muchos años, así como Juliane Moore, en el papel de Clarice Sterling, poderosa y consentida por Lecter en Hannibal (2001). Todas pelirrojas, sí, pero en un lugar donde las cosas funcionaban de manera muy distinta, porque a todas les iba mucho mejor que a mí. Ninguna ayuda en realidad.
Edvard Munch, Mujer con cabello rojo y ojos verdes. El pecado, 1902. Art Institute of Chicago, dominio público.
Ahora que tengo cincuenta años de habitar este mundo desde el rojo de mi cabello, reflexiono que es un hecho que mi tono capilar ha definido varios elementos de mi vida. No sabría decir si mi pelo cobrizo me hizo ser quien soy pero, sin duda, una parte de mi personalidad proviene de ese rasgo. Desde la biología, pasando por las supersticiones, las perversiones y hasta el bullying, la pelirrojez me ha forjado, a veces dolorosamente, tanto que, en algún momento de mi juventud, decidí pintarme el cabello de negro, con resultados desastrosos. He tratado de destruir todas las fotos y evidencias de esa época, pero en mis recuerdos la imagen me persigue. Con todo, no dejaba de ser una pelirroja teñida de negro, porque algo en mi piel, en su tono, gritaba que aquello no era natural, y las burlas, el acoso que antes padecía por pelirroja, llegaron con una nueva excusa y renovados bríos. Me veía fatal, honestamente. ¿Pero qué podía hacer? Ojalá tuviera poderes mágicos verdaderos, como se daba por hecho en el Medievo con las de pelo como el mío.
En fin, que las creencias distorsionadas sobre alguien que nace con cabello rojo son pocas, pero contundentes. Letales, más bien. En Egipto, por ejemplo, las pelirrojas eran enterradas vivas como sacrificio al dios Osiris. Los griegos, por su parte, pensaban que se transformaban en vampiros al morir, y durante los siglos XVI y XVII, en Europa, a las mujeres con cabello de este color las quemaban en la hoguera alegando que eran brujas. En la cultura germánica, el pelo rojo suponía la marca del diablo. Aunque nada de esto sigue vigente, prevalecen sus equivalentes modernos. Por ejemplo, con frecuencia me han dicho que las pelirrojas no tienen alma. No sé si esperan que lo refute o haga algo que lo compruebe, o me quede sintiéndome miserable por ser un cuerpo vacío. ¿Qué esperan los que dicen estas cosas?
Charles Hubbard Wright, póster de The New York Sunday Herald, 26 de abril de 1896. The New York Public Library, dominio público.
Recuerdo que cuando vivía en Aguascalientes, todavía en la primaria, perfectos desconocidos, mientras caminaba por la acera, me pellizcaban sin decir “agua va”. Nada sutil, pellizcos fuertes, dolorosos. No sé si apretujar con saña mi carne les daba buena suerte (o no hacerlo era de mala suerte). Desconozco si esta práctica absurda también sucede en otros estados, pero debo decir que en Aguascalientes hay quien cree que las mariposas negras, a las que llaman “ratones viejos”, pueden producir calvicie si el polvo de sus alas cae sobre alguna cabellera, así que no me extrañaría que lo de pellizcar niñas pelirrojas fuera algo muy local. En cualquier caso, era doloroso y bastante cruel, ahora que lo veo en retrospectiva. En su momento, era mi cotidianeidad y no me lo cuestionaba mucho.
En lo familiar, una forma retorcida de superstición llegó a mí a través de libros antiguos y un tío sádico que, estoy segura, es un viejo (ahora) psicópata, pero eso es harina de otro costal. Mientras mi mamá terminaba de estudiar su carrera, a veces nos dejaba a mi hermano y a mí en casa de sus padres, que era donde vivía el tío en cuestión. Llamémosle Bobby, no para salvaguardar su privacidad, sino porque es su apelativo real. Yo tendría unos tres o cuatro años, y no sé en dónde estarían los otros adultos de la casa cuando esto sucedía, pero el tío Bobby iba a la biblioteca de mi abuelo, y traía un libro de cuero marrón con pinta de muy antiguo. Ignoro si en verdad leía o si inventaba sobre la marcha, pero me preguntaba si yo sabía que las pelirrojas eran brujas, y luego empezaba a leer y explicarme cómo las quemaban vivas por hacer hechizos y por oler a orines. Habría que hacer algo contigo porque también eres una bruja, me decía, y luego remataba: mira, ya te convertiste en rana. Mi instinto era alejarme de él, que me seguía por toda la casa repitiendo “Liliana rana, Liliana rana, Liliana rana” sin parar, en un tono burlón, hasta que yo me soltaba a llorar. Nadie, nadie llegaba en mi ayuda, pero para entonces el tío me dejaba en paz y se encerraba en su cuarto, supongo que satisfecho con su logro. Y como en los casos de las profecías autocumplidas o “efecto Pigmaleón”, un buen día la bruja en mí dijo: basta. Como nunca había nadie cerca para salvarme del acoso del tío, aproveché esa ausencia cómplice para hacer mi primer hechizo, que era bastante sencillo en realidad. El tío tenía una pecera totalmente equipada y llena de peces de todo tipo, con piedritas de colores, plantas artificiales, su máquina de burbujitas, cofre del tesoro y buzo: una maravilla de mirar. Aquella vez, tras una sesión de lectura del libro sobre las brujas quemadas, la persecución repetitiva de “Liliana rana” y mi llanto de impotencia, acomodé un banquito que encontré en la alacena y con él alcancé la parte superior de la pecera. Metí mi brazo e hice un movimiento como de licuadora durante muchos minutos. Tiré gran parte del agua, empapándome en el proceso, y no paré hasta que mi brazo no tuvo más fuerzas. Cuando lo saqué, los peces estaban muertos, flotando en la superficie. No recuerdo mucho más de ese día, pero mi madre comenzó a encargarnos con una tía abuela durante un buen tiempo después de eso.
Friedman-Abeles, Redhead, producción original de Broadway, 1959. New York Public Library, dominio público.
Sí, aquello fue despiadado y los peces no lo merecían, pero me salvó del tío. Todos hemos visto algún documental sobre lo cruel que puede ser la naturaleza. Siempre hay un depredador terrible para un pequeño y tierno mamífero, la víbora que se enrosca y engulle un venadito de ojos hermosos. Pues bien, además de los parientes sádicos, las pelirrojas tenemos un gran depredador: el gran Helios. Como no podemos producir melanina, la estrategia natural de la piel para protegerse de los rayos del sol, vivimos con el cáncer de piel pisándonos los talones y las arrugas nos azotan con más brutalidad y desde más temprana edad que al resto de la población, excepto, tal vez, por los albinos. No sólo eso, siempre hay buenos samaritanos que tienen a bien mandar a los pelirrojos a tomar un poco de sol, con el argumento de que “estás más blanca que el papel”, o “pareces un fantasma”, en particular cuando nos ven con falda, short o bermudas, mostrando nuestras extremidades blancuzcas. No entienden que tomar solecito sin producir melanina resulta en una piel color langosta, quemada de manera literal, tanto que salen ampollas que luego revientan y, tras un tiempo, la piel se desprende como la de un reptil, dando lugar a una epidermis igual de blanca que la anterior. Eso sí, con el ADN alterado y listo para convertirse, en el futuro, en cáncer. La cereza en el pastel es que, por alguna razón que nadie entiende, cuando los pelirrojos nos sometemos a una cirugía, necesitamos más anestesia que alguien de cabello oscuro. Si el anestesista no está al tanto de esto, bueno, se entiende lo que nos puede pasar cuando entramos a quirófano.
Si estos beneficios no fuesen suficientes, también están los pervertidos que se sienten con derecho de vertir la porquería de sus cerebros a través de su boca y que, por alguna razón, piensan que una está ansiosa de escuchar. Desde luego, como la mayoría de mujeres, lamentablemente, he tenido mi dosis de acoso sexual e historias nauseabundas con estos tipos pero, con relación al color de mi cabello, no puede faltar su colaboración especial. A lo largo de los años me he topado con varios rabos verdes que me dijeron haber escuchado que “las pelirrojas son muy apasionadas en la cama”, comentario seguido de una expresión en sus caras entre juguetona y enferma. O bien, el vulgar que en redes, mustio, quiere saber si puede hacerme una pregunta, y cuando le digo que sí, resulta que tiene la duda sobre si “la alfombra combina con las cortinas”, en una burda traducción del inglés, o bien, los poco creativos que quieren saber si de verdad soy “pelirroja natural”, y luego el emoji con un solo ojo cerrado con la implicación de: “ya sabes lo que quiero decir”.
Nishiyama Hōen, álbum con veinticinco pinturas en acuarela, siglo XIX. Metropolitan Museum of Art, dominio público.
Si estos patanes no bastaran, también estaba el bullying. ¿Por qué fui el objetivo de tanta gente agresiva en distintas etapas de mi vida, siempre en relación al color de mi cabello? Quizá por alguna razón primitiva: lo extraño, lo raro, causa miedo y el instinto más básico supone atacarlo; aunque no me decanto por ninguna teoría porque creo que los “buleadores” son simplemente gente mala en busca de víctimas débiles que les garanticen que no habrá consecuencia para sus actos. Bajo esta premisa, cualquier excusa es válida para atacar al otro: si es muy alto, si es muy bajo, si es delgado, si es obeso, si es moreno, si es pelirrojo… Durante la primaria tenía el cabello largo y mi mamá me hacía dos trenzas. Siempre que salía al recreo, terminaba hecha bolita en algún rincón, porque niñas de otros grados me jalaban de las trenzas con fuerza y, una vez que me tenían en esa posición, mientras me pateaban, se reían diciéndome Anita la huerfanita, zanahoria o cabeza de cerillo. No paró hasta que me gradué y pude por fin irme a otra escuela.
Lo curioso es cuando uno se da cuenta de que los refranes están llenos de verdad y, como dicen, “no hay mal que dure cien años”. Ahora, con la edad, he dejado de lidiar con los pervertidos (he salido de su rango de interés), las buleadoras, el tío psicópata, y al sol lo enfrento bastante bien con un sombrerito y un buen protector solar. No sólo eso, sino que al parecer se puso de moda el tinte rojo, desde el color flor de jamaica hasta los cobrizos más naturales, sobre todo entre señoras de cierta edad en adelante, y como yo tengo ya una cantidad importante de canas, de vez en cuando me las cubro y nadie se entera de que soy una pelirroja real. Ahora soy una cincuentona más con el cabello pintado de rojo, mis pecas apenas son visibles, nadie quiere quemarme en una hoguera ni saber detalles de mi anatomía. Así que puedo decir que ser pelirroja no está tan mal, si sobrevives a la primera mitad de la vida.
Escucha el Bonus track de Liliana Blum, con Fernando Clavijo M.
Imagen de portada: Charles Hubbard Wright, póster de The New York Sunday Herald, 26 de abril de 1896. The New York Public Library, dominio público.