Tenía 91 años cuando murió y no odiaba la vida. Tampoco se encontraba solo ni amargado con deudas emocionales —según parece— ni con los rencores añejos que cicatrizan en forma de piedras y vuelven los paisajes de un solo color. Mucho menos quería salir huyendo lejos de sus hermanos, sus hijos o su esposa. No manifestaba repudio hacia la humanidad y la vejez. Kjell Askildsen (1929-2021) murió pacíficamente, una semana antes de cumplir años, el jueves 23 de septiembre por la noche, al lado de su esposa Gina Giertsen, en su casa de Oslo. Su primer libro de relatos, Desde ahora te acompañaré a casa,1 vio la luz en 1953, y desde entonces parecía destinado a la búsqueda de un lector que aceptara los “impulsos contradictorios” —así los llamaba Askildsen— de sus personajes. No fue sencillo. La biblioteca rechazó el libro, la librería no podía exhibirlo y su lectura fue prohibida por “inmoral” a causa de un “alto contenido sexual”, hecho que le valió una considerable victoria a manera de ruptura. Su padre, un político y misionero luterano antinazi, prendió fuego a sus páginas. Me cuesta creer que al maestro noruego de la sugerencia se le haya juzgado así. Acaso fueron los breves episodios en que los personajes adolescentes dotan a las historias de texturas corporales los que provocaron el espanto en esos primeros críticos de la época. En el cuento que da título al libro se puede leer:
—Bésame —dijo ella, y él empezó a bajarle la cremallera del pantalón marrón mientras la besaba. Tengo que hacerlo, pensaba, es lo único correcto. Seguía besándola mientras le bajaba los pantalones. Ella se retorcía debajo de él, y él dejó de besarla y la miró a los ojos. —No te haré daño —dijo—. Si quieres, te prometo que solo miraré.
No hay mayor atrevimiento. Sin embargo, Askildsen, nacido en Mandal en 1932, afrontaría a partir de entonces una marea de fracasos, como perder su puesto de director de turismo, con dos hijos pequeños y sin dinero para pagar la renta. La escritura, vista desde este contexto, resultaba un oficio imposible y en el que poco se podía confiar. Pero siguió adelante, aunque se vio obligado a ampliar sus opciones laborales para sobrevivir: fue trabajador del muelle, guía en Bogstad, anfitrión de una pensión, empleado del principal diario de Noruega, entre muchos otros oficios. Desde los 17 años el autor vería en Hemingway una apuesta estilística estimulante, la de decir más con menos; un ideal que procuraría mantener a lo largo de su trayectoria, donde también cabría la prosa de largo aliento. No obstante, sería la brevedad la que, con el tiempo, lo llevaría a crear una poética propia:
Pongo piedra sobre piedra, y a veces no sé cómo concluir. Cuando me encuentro a la mitad no sé más que el lector. Mi problema es que tengo que continuar el relato, poner nuevas piedras, encontrar un final. Esto exige concentración; con el tiempo soy más consciente de que lo que estoy haciendo es crear arte.
La analogía entre un cuento y una construcción no es gratuita. Treinta años después de su debut, en 1983 con Últimas notas de Thomas F. para la humanidad, se revelaría por completo como un artífice de piezas que podrían calificarse estructuralmente de minimalistas. “Al escritor le bastan tres brochazos para describir un clima, un lugar, un personaje”, dijo el autor argentino Elvio Gandolfo al referirse a la escritura de Askildsen. Ese adjetivo —minimalista— lo perseguiría y se convertiría en una suerte de estigma, si bien él nunca estuvo de acuerdo con que a sus relatos les acompañara tal apellido. Pensaba que la esencia se encontraba en la forma, sí, pero no se trataba de reducir ni de sustraer el lenguaje, y tenía que aclararlo con cierto fastidio:
No soy minimalista, […] no soy para nada minimalista, si lo dicen protesto. Nunca escribo menos de lo que tengo que decir. Lo mío es conseguir que el lector muerda el anzuelo y eso es un proyecto artístico. El cometido del autor es hacer leer al lector. […] Mi intención es que el lector en cierta manera sea un sinónimo del pez que llega a tierra y se queda coleando, y que no necesariamente lo pase bien. Yo deseo crear desasosiego. No me gusta un relato que no crea desasosiego.
Porque, en efecto, no es que existan pocos elementos en sus tramas, sino que uno termina por reconocer que sólo están los necesarios para desarrollar un conflicto narrativo. En cualquier caso, Askildsen prefiere el término densidad sin que nadie se lo discuta. Las historias de Thomas F., personaje protagonista de su segundo libro de cuentos, surgen de la apreciación del mundo de un viejo misántropo. No será la única ocasión en que aparezca una voz que, de un modo tan natural y orgánico, desprecie el contacto con otros humanos, ya sean de su entorno familiar o amistades perdidas en el tiempo. Esta será una de las marcas de su literatura: el reproche constante, la fragilidad de los años, la vejez puesta como centro de un universo que se niega a la reconciliación afectiva:
El mundo ya no es lo que era. Ahora, por ejemplo, se vive más tiempo. Yo tengo ochenta y muchos, y es poco. Estoy demasiado sano, aunque no tenga razones para estar tan sano. Pero la vida no quiere desprenderse de mí. El que no tiene nada por qué vivir, tampoco tiene nada por qué morir. Tal vez sea ese el motivo.
Así arranca uno de sus cuentos más conocidos, “Ajedrez”, que retrata la interacción de unos hermanos que no se ven desde hace más de tres años y se reencuentran solo para negarse un juego. “Eso lleva tiempo —dijo—, y yo ya no tengo mucho tiempo que perder”. Este tipo de renuencia constante se convierte en un mecanismo de defensa que rara vez cede a las solicitudes de los otros. Reiterativo y cada vez más frágil, el espíritu de Thomas F. recorrerá el resto de las ficciones que Askildsen compilará en adelante. Ya no será la escritura puesta al servicio de la austeridad del estilo, sino una visión ascética con la que el lector se familiariza inevitablemente, dentro de la que se distingue la paciencia al escribir, el ritmo aletargado de la pluma y la constante evasión de la épica:
Soy un escritor muy lento. […] Estoy buscando las primeras dos o tres oraciones, y luego me baso en eso. Debe ser una situación o una imagen que imagino […]. Habrá poca producción, pero estoy más seguro de que habrá mejores historias cortas. Es muy raro que elimine más de dos o tres palabras en la oración que esté trabajando. Es una forma extraña de escribir, sé que nadie más lo hace pero así puedo hacerlo yo, porque entonces siempre tengo esta tensión en mí.
Su padre fue prisionero en dos ocasiones durante la ocupación alemana de Noruega y tuvo la suerte de escapar en ambas. Sus dos hermanos mayores fueron enviados al campo de concentración de Grini. Si pienso en su escritura, pienso también en la huella que dejó la guerra en él y que quizá lo despojó de la necesidad de decir más, aunque en su obra apenas haya unas cuantas referencias bélicas. No creía que hubiera que escribir y después borrar, precepto favorito de los talleres literarios. Más bien tenía la idea de que al cuento se llega de una manera similar que al poema: a través de una progresión pausada. Prueba de ello son Un vasto y desierto paisaje (1991) y Los perros de Tesalónica (1996), que terminarían por otorgarle el estatus de semiclásico europeo y serían la antesala de un prolongado silencio, en parte provocado por la pérdida de la vista. En Latinoamérica tuvo un gran promotor: Fogwill, quien se encargó de editar y prologar la primera colección de sus cuentos reunidos por la editorial española Lengua de Trapo en 2010, cuando el escritor noruego cumplía ochenta años. En ella, Fogwill decidió ordenar los relatos de manera caprichosa, a partir de sus contrapuntos entre “personas narrativas, extensiones relativas e intensidad del conflicto dramático”. Aunque me resulta valioso el ejercicio de curaduría, lo encuentro cuestionable al hacer una comparación con No soy así. Cuentos, 1953–1996 (Nórdica libros, 2018), cuya disposición cronológica descubre la evolución de un estilo y, sobre todo, el diálogo que cada libro propone como proyecto, dos cuestiones que se pierden al prescindir del orden temporal. Si Askildsen identificaba cada palabra con una piedra, cada cuento sería entonces una columna o un muro. Cambiarlos de lugar significa, en otros términos, la posibilidad del derrumbe. Pese a la ceguera —la ironía de Dios, diría Borges—, Askildsen siguió escribiendo y traduciendo a sus autores de culto: Hermann Broch, August Strindberg, Samuel Beckett, Harold Pinter. Tuvieron que pasar diecinueve años para que resurgiera con los cuentos inéditos de El precio de la amistad (Nórdica libros, 2020). Para entonces, sus libros se habían traducido a más de treinta idiomas y en Noruega habían recibido los premios más importantes de la crítica. Se consideraba una persona sin muchos recuerdos, pero alcanzó a trabajar sus memorias con el biógrafo Alf van der Hagen, aún sin traducción al español. Es cierto que casi no daba entrevistas ni hacía declaraciones; lo que hay de él en internet es poco en comparación con otros contemporáneos suyos. Confesó que lo hacía feliz escribir cuentos, y quizás eso explica que su estilo terminara convirtiéndose en una estética en sí: escribir como Askildsen.
Imagen de portada: Ilustración para la camisa de El precio de la amistad de Kjell Askildsen, 2020
Todas las obras de Askildsen publicadas en Lengua de Trapo han sido traducidas por Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo. ↩