Los dioses fueron hechos a nuestra imagen y semejanza, no al revés. De ahí que en las mitologías desplazadas por las religiones judeocristianas o que influyeron en estas, las deidades compartieran rasgos antropomórficos que no se limitaban a su forma física, sino que se extendían a sus conflictos y sistemas jerárquicos. Como entre los humanos, por ejemplo, la base de la estructura social divina era la familia. Buena parte de las antiguas mitologías occidentales son grandes y complejos dramas familiares, como el de los Buendía, solo que más místicos y extensos, al punto de abarcar no un siglo, sino eras. Cada dios, héroe o monstruo pertenece a un único árbol genealógico, de manera que rivales y aliados comparten la misma sangre. Dado que el hogar de estas figuras legendarias era el universo mismo, sus conflictos resultaban para sus fieles los puntos de inflexión de la Historia. Un amor no correspondido, una traición o una venganza entre hermanos, padres e hijos era entonces suficiente para reestructurar el orden cósmico o extinguir todo el mundo conocido.
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Aunque hay conflictos que se repiten en mitos de diversas religiones, existen panteones donde la idea de la familia es un tanto singular. Tal es el caso de los æsir, las principales deidades del panteón nórdico que vivían en el maravilloso reino de Asgard. Entre Odín, Freya y los vástagos de ambos apenas hubo disputas relevantes, lo cual dice mucho del concepto de familia que poseían los vikingos y de los fundamentos de sus creencias.
A diferencia de otras culturas, los nórdicos no se preocuparon nunca por la dualidad del bien y el mal. Hasta la llegada del cristianismo a sus reinos, la moral no fue un tema filosófico que realmente les interesara, puesto que la base de toda su religión era el enfrentamiento entre el orden y el caos. Para un pueblo organizado en estructuras tribales muy bien definidas, la familia/comunidad representaba el orden, y todo aquello fuera de esta (los otros), el caos.
La idea anterior se refleja muy bien en sus mitos. Para los vikingos, los dioses surgieron del orden que nació del caos. Con el tiempo, los æsir crearon las leyes naturales y humanas, cosas que, según la tradición, no serán eternas, puesto que el universo es un ciclo infinito donde la creación y la destrucción se suceden constantemente. Los æsir, familia de dioses representantes del orden vigente, aceptan en su reino a un extraño, Loki, una deidad caótica venida del reino de los gigantes de hielo (Jötunheim). La llegada del extranjero termina por romper la armonía familiar el día en que provoca la muerte del dios Balder. Loki es entonces sentenciado a sufrir un castigo que recuerda al mito griego de Prometeo: soportar encadenado las gotas de veneno de una serpiente sobre su rostro. Según las profecías, en algún momento escapará de su martirio y, junto a sus monstruosos hijos (Hela, Fenrir y Jörmungandr), desatará el fin de esta era (Ragnarök).
El extraño, aquel que no pertenece a la familia, es quien provoca el fin de un orden, restableciendo el imperio del caos. No obstante, este último tampoco será eterno. En los mitos nórdicos, el universo resurgirá tras el Ragnarök y un nuevo orden será impuesto por nuevos dioses.
Como se menciona anteriormente, la idea del orden y el caos no incumbe a la moral. El orden no es el bien, puesto que puede responder a intereses mezquinos de quienes lo establecen; de la misma forma que el caos no puede ser entendido como el mal. Loki, encarnación de lo caótico, en varias leyendas ayuda a Thor a salir de aprietos, mientras en otras realiza travesuras o crímenes imperdonables. Los æsir, por su parte, protegen a los nueve reinos, pero también imponen por la fuerza leyes que solo les benefician a ellos. El mal, en la teogonía nórdica, carece de sentido y es tan azaroso y relativo como el bien.
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A inicios del siglo XX, cuando Sigmund Freud desarrolló su modelo psicosexual edípico, medio mundo se escandalizó. Dicho modelo, muy vulgarmente resumido, plantea que los hombres son movidos en sus primeros años por una pulsión hacia el incesto con la madre y el odio al padre. Por entonces, muchos tomaron aquello como algo inverosímil, más digno de animales que de seres humanos, una idea perversa salida de la retorcida imaginación de un charlatán austriaco adicto a un polvo blanco venido de Sudamérica. Los detractores del llamado complejo de Edipo olvidaban que Freud, inspirado en una tragedia de Sófocles, solo había redescubierto y explicado un tópico que se remonta a la cuna de la civilización occidental. Porque sí, en la Antigua Grecia, al menos en sus mitos, eso de tener sexo con las madres y matar al padre parecía cosa de todos los días.
La mitología griega llevó el antropomorfismo de su panteón a un nivel que ninguna otra civilización logró, dotando a sus dioses de rasgos morales humanos, desde los más sublimes hasta los más despreciables. De tal forma, no hay conflicto entre mortales que no encuentre su reflejo en leyendas y mitos protagonizados por dioses, monstruos y héroes. Volviendo a Freud, es posible que los antiguos griegos no se hubiesen espantado con el modelo psicosexual edípico. De hecho, le hubiesen dado la razón sin dudar, pues la lógica del relato de Edipo es una constante en su religión, incluyendo el conjunto de historias que conforman su teogonía. Aquello que une estos mitos parricidas es la inevitabilidad del destino, una metáfora del proceso natural por medio del enfrentamiento del hijo varón con la figura paterna. La relevancia de este tópico fue tal en la Grecia Clásica, que su mito del origen (también el primer crimen relatado) lo refiere. Se trata de la castración de Urano (el Cielo) a manos de uno de sus hijos, el titán Cronos. Este hecho sucede inmediatamente a la formación del universo: tras el fin de Caos surge Gea (la Tierra), quien por un embarazo espontáneo da a luz a Urano, su esposo/hijo, y junto a él alumbra a la estirpe de los titanes. Luego de la castración, Cronos, debido a una maldición de su padre, caerá también al enfrentarse al menor de sus vástagos, Zeus. Más tarde, otras historias volverían sobre el tema del parricidio, como la de Edipo y Perseo, aunque este último, a falta de un padre mortal, terminara por matar a su abuelo. Las leyendas parricidas griegas parten siempre de profecías o maldiciones, cuyos implicados, mientras más se esfuerzan por evitarlas, más ayudan a acelerar los resortes de su fatal destino. En estos mitos, las figuras paternas son las que primero actúan en contra de sus hijos para burlar los presagios de los oráculos. Así, el mal que hacen les es devuelto siempre años después. Historias como la de Edipo, Urano, Cronos y Perseo dan cuenta de la importancia de la moral para los antiguos griegos, así como de sus creencias en lo infranqueable de la justicia divina. Basta recordar que, al igual que los hebreos, los pueblos de la Hélade concibieron un inframundo que distinguía a las buenas personas (destinadas a los Campos Elíseos) de las malas (condenadas al Tártaro).
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En las culturas antiguas, y en especial en la griega, los padres y los hijos no siempre andaban de malas. El propio Zeus, señor de los Olímpicos, logró romper el ciclo parricida de su familia gracias a un insospechado as que guardaba bajo la manga, una estrategia divina jamás usada hasta entonces: amar a sus descendientes. Hasta aquellos que tuvo fuera de su matrimonio con Hera (la mayoría) contaron con el apoyo incondicional del dios en los momentos más difíciles. Zeus, además, castigaba con especial ferocidad los infanticidios cometidos por los padres, en especial si incluían canibalismo. Al parecer, el monarca del panteón griego cargaba con una suerte de trauma de la infancia.
Sin embargo, a veces una buena relación familiar no bastaba para sortear la tragedia, pues la venganza de los hijos ante la muerte de un padre amado es otro de los temas más recurrentes en los mitos. En estas historias, generalmente, son los tíos los villanos, casi siempre hermanos inconformes con la herencia y envidiosos del patrimonio del primogénito.
La mitología egipcia incluye este modelo narrativo en una de sus primeras historias: la muerte y resurrección de Osiris. Este dios, que enseñó a los humanos la agricultura y la cerámica, tenía por hermano a Seth, deidad de los desiertos infértiles. Seth se las arregló para ahogar a Osiris en las aguas del Nilo y luego descuartizarlo, pero no contó con que Isis, esposa del fallecido, lograra unir los trozos y revivirlo en otro mundo, el de los muertos, donde el resucitado pasó a gobernar. Horus, hijo de Osiris e Isis, terminaría por vengar la muerte de su padre y regir sobre el reino de los vivos, inaugurando así el puesto de faraón.
La mitología griega, por su parte, tiene en las aventuras y desventuras de Jasón el mejor ejemplo de este arquetipo narrativo del padre muerto, el tío malvado y el hijo vengador. La increíble epopeya de Jasón en busca del vellocino de oro —que en el mundo antiguo fue un equivalente a las películas actuales del Universo Cinematográfico de Marvel— no es otra cosa que la trama de un tío malvado que se hace con el trono de su hermano y envía a su sobrino a una muerte segura, para luego ser asesinado a manos de este.
Un milenio después de que nacieran estas historias, William Shakespeare rescataría dicho molde para escribir una de sus más populares obras: Hamlet. Sin embargo, es probable que la tragedia del príncipe danés tenga un final mucho más terrible que todos los relatos anteriores juntos, o al menos con más muertos.
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La mayoría de las culturas antiguas concebían a la mujer como encargada de la casa y la familia. Aquellas que eran madres debían cuidar el hogar como si de un templo se tratase, mientras los hombres se iban a las guerras. Hay muchos ejemplos de “madres ejemplares”, como Freya, la mujer de Odín, que recorrió los nueve reinos para salvar la vida de su hijo Balder. Este dios, según una profecía, estaba próximo a morir, por lo que Freya hizo prometer a cada forma de la materia existente que no lo lastimaría. Solo se olvidó de una pequeña rama de muérdago, que luego aprovecharía Loki para sembrar el caos en Asgard.
También Deméter, diosa de la agricultura, recorrió a pie toda la Tierra cuando perdió a su hija. El tiempo que duró su búsqueda fue terrible para los mortales pues, al encontrarse triste la deidad, el suelo se volvió infértil y fueron muchos los que murieron por hambre. Deméter terminaría por descubrir que su hija, Perséfone, fue raptada por Hades, soberano del Inframundo. La diosa y su hermano se disputaron a la doncella durante un tiempo, hasta que Zeus optó por dictar una sentencia salomónica que pusiera fin al conflicto: Perséfone pasaría seis meses con su madre y seis con su tío, que ahora sería también su esposo. Mediante este mito, los antiguos griegos encontraron una explicación a las estaciones del año y su influencia en las cosechas.
Si bien existían en estos mitos figuras representativas de lo que significa una “madre ejemplar”, también había muchas otras cuya relación con sus hijos dejaba mucho que desear. Una de ellas fue Hera, la hermana y esposa oficial de Zeus. Esta deidad es conocida como una mujer celosa y vengativa, sobre todo con las amantes de su marido, a quienes hacía matar o convertir en animales. A los hijos bastardos de Zeus, incluyendo al afamado Heracles, también los intentó asesinar en múltiples ocasiones.
Hera fue famosa, además, por su vanidad y soberbia. Estos dos rasgos le llevaron a desobedecer a su esposo e involucrarse en la guerra de Troya en favor de los aqueos, solo porque el príncipe Paris no la escogió como la diosa más bella. Tampoco soportaba la fealdad en la familia, por lo cual, al dar a luz a Hefesto y ver su rostro deforme, lanzó al pequeño del Olimpo. Hefesto rodó nueve días y nueve noches hasta los pies del monte, lo que le provocó una cojera que le acompañaría toda la eternidad. Ya entre mortales, se convirtió en el herrero y orfebre más diestro del universo. Esos conocimientos le ayudaron a planear su venganza.
Cierta vez, Hera recibió de un desconocido un trono de oro como regalo. Al sentarse en él quedó sujeta al asiento sin que ninguna deidad pudiese socorrerla. Como condición para liberarla, Hefesto hizo prometer a su madre que lo aceptaría de nuevo en la familia, además de darle como esposa a Afrodita. Con el tiempo, el dios cojo se convirtió en el herrero del Olimpo y mandamás en la fragua mágica donde se producían los rayos de Zeus a escala casi industrial.
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Los mitos, creía Carl Gustav Jung, son una manifestación de los arquetipos, que, a su vez, constituyen el inconsciente colectivo. En otras palabras, estas historias son la expresión de nuestro patrimonio más preciado como especie: la experiencia. Como resúmenes de experiencias acumuladas por la humanidad, relatos sueltos y aplicables a cualquier circunstancia, son modificados y constreñidos al ámbito familiar, un espacio más cerrado y didáctico que nos es común a todos. De tal forma, los mitos que se desarrollan al interior de una familia pueden ser metáforas de otro tipo de conflictos de mayor alcance.
En la Antigüedad, estos mitos eran parte de un corpus religioso determinado. Sin embargo, su influencia llegaba por otras vías además de la fe. La mayoría de ellos tienen una carga aleccionadora ante circunstancias específicas o constituyen en sí mismos brújulas morales abarcadoras. Desde el siglo XIX, los psicoanalistas han echado mano de estos relatos para dar forma clínica a varias conductas humanas, lo cual no se aleja de lo que hacían sabios, aedos y hasta simples padres y madres con sus hijos a la hora de dormir. Mientras los antiguos entendían a Cronos como símbolo del tirano aferrado a su trono, los psicoanalistas lo usaron para nombrar el síndrome que describe el miedo patológico a ser desplazado del poder. Así ocurre con Ícaro, cuya historia en la Hélade aleccionaba sobre la desobediencia a los padres, y ahora bautiza al complejo casi suicida que exige a las personas empeñarse en cuestiones que las sobrepasan. Penélope, que durante siglos fue ejemplo de paciencia y fidelidad marital, es hoy en las consultas de terapia el nombre que se le da al conjunto de daños psicológicos padecidos por mujeres separadas de sus parejas a causa de la migración. A nuestros antepasados poco les importaba si los dioses vivían en lo alto de una montaña o en reinos astrales imposibles de alcanzar, o si tenían cuerpos completamente humanos o alas o cabezas de halcón y chacal. Al final, hicieron a todos a su imagen y semejanza: capaces de envidiar, amar, matar, mentir y, sobre todo, de reunirse alrededor de un hogar y constituirse como familia.
Imagen de portada: John Bauer, Freja, 1905