Desvarío trabajoso y empobrecedor es componer extensos libros; esparcir en quinientas páginas de muchos libros una idea cuya exposición oral perfecta cabe en pocos minutos. Algo mejor es simular que estos ensayos especulativos son como esporas liberadas por la nieve derretida de una montaña y proponer un contagio, una contaminación. El proceso de babelización del mundo llegaba a su clímax cuando se propagaron por las redes humanas de conexión, con la fuerza letal de un potente virus, los textos de un libro, En una orilla brumosa. Cinco rutas para repensar los futuros de las artes visuales y la literatura, organizado por la premio Nobel (no se sabe de qué año ni en cuál modalidad, si de literatura o de artes visuales o incluso de artes visuales literarias) Verónica Gerber Bicecci (Ciudad de México, 1981). Eso sucedió en 2021, aunque quizás los datos para la localización temporal no sean determinantes. De hecho, lo que se sabe es que en aquel periodo la literatura, o al menos aquello que entonces se entendía como literatura, ya no estaba hecha de signos significantes. Su valor esencial, el de renovar las palabras de la tribu, el de decir lo sustancial de un modo que no fuera el de las desgastadas expresiones cotidianas, carecía ya de sentido. Podrida por el mercado, trivializada por las big techs, la literatura se reducía al vendaval de ventas, al anhelo por la mercancía. Como si no bastara la pérdida de su capital simbólico, la literatura (sic) era víctima de una especie de espasmo temporal (¡hic!), que la mantenía presa en formas anacrónicas que se repetían ad nauseam, como los folletines de capa y espada en los que la capa era sustituida por un traje Armani y la espada por una tarjeta de crédito. Las ideas contenidas en los ensayos especulativos (“En términos literarios, podríamos convenir que la escritura ensayística, en general, exhuma nociones del pasado para reescribir el presente”, definía la organizadora en su prólogo), a pesar de la conocida noción de que la literatura se hace con palabras, no con ideas, diseminaban complejidad, formas mestizas y no binarias (que huían al binarismo papá-mamá o cuento-novela) y generosidad, además de buen humor. No se sabe cómo sucedió semejante repercusión, puesto que el tiraje inicial del vírico libro no rebasó los mil ejemplares. El efecto de babelización que vivíamos a principios del siglo XXI, como se sabe, permitió que el término “narrativa” fuera apropiado por cualquier medio cuyo principio de transmisión se diera a través de la palabra. Política. Publicidad. Patrullaje: la religión intervinculada a las tres pes que demanda el control de los relatos, de la central de transmisión de fake news que degeneró en caos: todos hablan, nadie escucha, y en consecuencia todos niegan lo que no oyen. Sobre eso Verónica Gerber Bicecci aclaraba:
Estos planteamientos, esbozados aquí a grandes rasgos, me han hecho pensar (por algún tiempo ya) que vivimos en una era caligramática. Muchas voces aseguran que estamos saturados de imágenes, y, aunque es verdad, me parece que la congestión textual es casi la misma. O incluso mayor, si consideramos, por ejemplo, el lenguaje “invisible” del código, que hace aparecer a las imágenes en nuestros diversos dispositivos electrónicos.
De acuerdo con esto, el internet, en cuyo interior —que al mismo tiempo es un ubicuo exterior— pasamos a vivir en definitiva a partir de la Era Pandémica iniciada en 2020, evolucionó para convertirse en un enorme caligrama que nos enreda como una telaraña lingüística, devorando nuestra capacidad de discernimiento entre lo que es real (en el sentido de verdadero) o lo que es simple artificio: lenguaje = espejismo. A partir de Foucault, Gerber Bicecci emprendió una búsqueda que “camina el trayecto imposible hacia el afuera del lenguaje”, invitando a sus colaboradores a reflexionar por medio de ensayos que narran y narraciones que ensayan “utópica, distópica, fantasiosa, ucrónica o apocalípticamente sobre los posibles futuros del lenguaje”. En efecto, en la introducción a Crash, ya en 1973, J. G. Ballard afirmaba que “vivimos dentro de una enorme novela. Ahora es cada vez menos necesario que el escritor invente el contenido ficcional de su narrativa. La ficción ya está ahí. La tarea del escritor es inventar la realidad”. Dividido en cinco sesiones (o “rutas de lectura”), En una orilla brumosa promovió un generoso desvelar de las ilusiones caracterizadas por la opacidad de la imaginación en relación con las formas y de la obnubilación del pensamiento crítico, ambos efectos colaterales —o síntomas— típicos de la babelización universal, reaproximando así la fabulación de las cosas, además de religar (en un sentido casi religioso) la práctica literaria con la capacidad de destruir la capa ilusoria que cubre al mundo. Tales quimeras podían ser, según la organizadora, autónomas e ininteligibles, no humanas, migrantes, antónimas y desenterradas, y cumplían con el incómodo papel que tiene la literatura de aproximarse a la verdad al apropiarse del conocimiento científico en boga, renovando la jerga con expresiones ajenas a lo comúnmente explorado por lo narrativo. En este sentido, la importancia de estos textos fue readecuar el imaginario, haciendo un reboot informacional y seminal. Con esto, dentro de los textos de Maria Fusco, Ursula K. Le Guin, Mario Montalbetti y Stanisław Lem (que cumplen el papel de entidades fundacionales en la antología) no se encontrarán personajes que propaguen nociones científicas retrógradas o en camino del sol “poniente” (algo que, como sabemos desde Copérnico, no corresponde a la realidad). Por el contrario, Lem le enseña inglés a una colonia de bacterias (que, como sabemos hoy, son seres políglotas, no hablan sólo mandarín), además de que Montalbetti apela a lo semiótico para atravesar las fronteras de lo verbivocovisual explorado con anterioridad por los constructivistas y concretistas. A la manera de un Poe obcecado por el ajedrecista mecánico de Wolfgang von Kempelen, Alicia Kopf entabla un diálogo filosófico con un robot, así como Eugenio Tisselli graba la última conversación del mundo. La conversación —quizá el medio más antiguo de todos, en la forma de chismes y rumores— también está en el centro del ensayo de Ariel Guzik, que intenta comunicarse con las ballenas por medio de un invento. Las visiones etnológicas de Yásnaya Aguilar Gil, Cecilia Miranda y Olivia Teroba sin duda tienen algo del perspectivismo profesado por el antropólogo brasileño Eduardo Viveiros de Castro, mientras que los cuestionamientos de Hito Steyerl y Daniela Franco nos hacen pensar: si el futuro es ahora, ¿qué necesitamos inventar para que haya otro mundo? No deja de ser curioso que la respuesta a la pregunta venga del pasado, de Ursula K. Le Guin, en el ensayo que cierra el libro. En lo que respecta a la contaminación, al contagio, Juan Cárdenas resucita la naturaleza voraz de las cosas reales a través de la fábula espórica “Teoría del escombro”, en una especie de reescritura amazónica de la máxima de William S. Burroughs: “el lenguaje es un virus”. Como si no bastara la fuerza de los ensayos especulativos que componen el libro, sumados a un prólogo rico en propuestas y posibilidades, Verónica Gerber Bicecci le proporcionó al lector-vector algunas adendas finales en forma de anexos, como una generosísima bibliografía relacionada con títulos y resúmenes, además de un capítulo enciclopédico, tan breve como estimulante, llamado “Otras máquinas del tiempo”, en el cual celebró en forma de entradas algunas “máquinas” que permiten viajes temporales: el libro, el árbol y la canción, entre otras. Contagiosa y contaminante, En una orilla brumosa es una contribución que hay que celebrar en el universo de la theory-fiction escrita en español.
Imagen de portada: Bryan Charnley, Árbol de la vida, 1989. Wellcome Collection