dossier Drogas ABR.2020

Un invierno bajo tierra

Daniel Saldaña París

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Será como dejar un vicio… Cesare Pavese


Ana durmió bien esa noche y a la mañana siguiente el ardor de la quemada había remitido casi por completo, así que se fue a la universidad a seguir trabajando. Yo me quedé, como de costumbre, a trabajar en el sillón, viendo la nieve por la ventana. Tomé algunas notas en mi cuaderno, intenté leer un rato. Me dolía todo el cuerpo: por el esfuerzo de cargar muebles, por la caída en el hielo y porque mis articulaciones —los hombros, los codos— estaban inflamadas de nuevo. En Montreal no sería fácil conseguir cortisona sin una receta. Se me ocurrió que tomar una pastilla de Statex ayudaría. Me tragué una con mi segundo café del día y pasé casi toda la mañana durmiendo, mientras afuera caía una tormenta de nieve. Durante los días siguientes intenté regresar a mi abúlica rutina. Me esforcé por salir del departamento al menos una vez cada veinticuatro horas, para conocer el nuevo barrio. Todas las personas que veía en la calle eran jasídicos rigurosos, ataviados con largos abrigos negros y shtreimels o pelucas o kipás, según fuera el caso. Desde la tarde del viernes hasta el domingo por la mañana se cerraban todas las tiendas del vecindario y se escuchaban los cantos en las sinagogas. Era mi primer invierno de verdad, a temperaturas de −30 grados centígrados, con tormentas de nieve que emborronaban la ciudad casi por completo. La novela que pretendía escribir se había descarrilado, oficialmente: llevaba ochenta páginas de sinsentido, de una prosa abigarrada e imprecisa, engolada y mediocre. Aunque estaba en negación, algo dentro de mí, muy al fondo, sabía que tendría que empezar de nuevo. Una mañana me encontré con que se me había terminado el alcohol y la marihuana; hacía un frío del carajo y yo no tenía la más mínima intención de salir de casa, pero la ansiedad empezó a treparme por las piernas, por la espalda, en dirección a la nuca. Para colmo, los dolores y la inflamación de las articulaciones habían regresado con todo en las últimas semanas: tuve una rodilla inutilizada durante cuatro o cinco días, y después un hombro jodido durante tanto tiempo que dejé de contar los días. El alprazolam me había estado jugando chueco: el estado de placidez que inducía me duraba cada vez menos y la inquietud subsecuente cada vez más. Recordé el bote de 50 pastillas de Statex que había guardado en el botiquín y una lucecita se encendió en mi cabeza. Dolor y sulfato de morfina: a match made in heaven. Nada podía salir mal.

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La descripción clínica más exacta del tipo de dolor que sufría (y que sigo sufriendo) es, pese a ser también la más antigua, la de Aulo Cornelio Celso, que en el siglo I de nuestra era definió la inflamación articular aguda con un sonoro octosílabo latino: rubor calor dolor tumor. Quizás me hubiera convenido saber que ya el propio Celso desaconsejaba el uso médico del jugo de amapola, señalando que induce sueños muy dulces, pero que “cuanto más dulces los sueños, más amargo el despertar”. Por otra parte, podría haber confiado en Ibn Sina (o Avicena), médico y filósofo persa del siglo XI, quien decía que la poción perfecta debe aliviar el dolor físico, el dolor espiritual e inducir el sueño: la morfina cumple sobradamente con esos tres principios.

Nieve en Montreal, 2018. Fotografía de Guy Mayer.

Pero todo eso lo he sabido después. En ese momento, lejos de consultar tratados medicinales de la antigüedad, pasé unos minutos leyendo, en un foro de internet dedicado a las drogas recreativas, sobre la manera más conveniente de consumir el sulfato de morfina. Calculé la dosis con respecto a mi peso, raspé la capa superficial —roja— de unas cuantas tabletas con un cuchillo, machaqué las píldoras, las dividí en dos largas rayas de polvo y las inhalé en dos golpes. Burroughs lo describe con precisión experta:

La morfina pega primero en la parte de atrás de las piernas, luego en la nuca, y después se extiende una gran relajación que despega los músculos de los huesos y parece que uno flota sin límites, como si estuviera tendido sobre agua salada caliente.

El efecto fue inmediato. Sentí los músculos de mi cara distendiéndose, la sonrisa que se formaba como por relajación, las extremidades súbitamente más ligeras. Era como estar en una cápsula de deprivación sensorial como las que inventara John C. Lilly. El dolor del hombro se me olvidó y la molestia que me había quedado en la rodilla se disipó al instante. La sensación me recordó un poco al sonido que hace una cafetera italiana cuando el café está listo: algo que se colma, una ebullición que culmina y satisface. Bienvenido a casa.

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El uso clínico de la morfina en el tratamiento del dolor se generalizó a partir de la segunda mitad del siglo XIX. Se creía que, al ser más potente que el opio, la morfina generaría menos adicción, pues se requería menos cantidad para que surtiera efecto. Para cuando se comprobó que esta hipótesis estaba del todo equivocada, ya había una potente industria farmacéutica alrededor de la morfina y una multitud de mujeres adictas a ella en varios países. Una de las ideas tradicionales y más nocivas de la masculinidad es que es incompatible con el dolor físico. Los hombres “se aguantan”. En el siglo XIX, si una mujer y un hombre acudían a la consulta de un médico y describían dolores similares, lo más probable era que la mujer saliera de allí con una receta de morfina y el hombre con una palmada en la espalda y la recomendación de bañarse con agua fría. Quizá la cosa no sea tan distinta en el siglo XXI. A causa de mis dolores, visité tres reumatólogos y dos médicos internistas a lo largo de cinco años, y cada vez salí de la consulta con la recomendación de aprender a manejar el estrés: una palmada en la espalda. A la postre resultó que tengo una modalidad particularmente agresiva de artritis reumatoide —enfermedad autoinmune— desde los 29 años. Ana, en cambio, se quemó la mano con agua hirviendo y salió de Urgencias con suficiente morfina para matar a dos San Bernardos adultos. Pero en nuestra casa yo era el que tenía propensión al consumo recreativo, además de un dolor crónico. Thomas de Quincey, en sus Confesiones de un inglés comedor de opio, asegura haber pasado diecisiete años consumiendo opio una vez por semana, y al menos ocho años consumiéndolo a diario, antes de que el lado oscuro de la droga, sus tormentos, se le hicieran insoportables. William Burroughs afirma, respecto a la heroína, que es necesario inyectarse dos veces al día durante al menos tres meses para adquirir el hábito. El autor anónimo de Les rêveries du toxicomane solitaire pasó siete años enganchado a la heroína y a la morfina antes de empezar su paulatina desintoxicación. En mi caso, aunque mi farmacodependencia llevaba varios años trazando una leve curva sigmoide, no llegué jamás a los extremos miserables de esos predecesores literarios. Sospecho que el cuerpo no me lo habría permitido: siempre he sido de complexión endeble y enfermiza, y mi tolerancia a cualquier droga suele estar por debajo del promedio.

Persona en la nieve, 2018. Fotografía de Guy Mayer.

No sé cuánto duró mi idilio morfinómano. Sucede que soy muy malo para calcular los plazos de mi propia vida. A veces me pongo a contar anécdotas o etapas de mi pasado y alguien me hace notar que lo que digo es imposible: en mi relato hay más años de los que llevo vivo, o hay años que tienen dos veranos, o meses que se extienden más de la cuenta. Por eso, entre otras cosas, escribo ahora un diario: para cotejar en el futuro y que me salgan mejor las cuentas. Pero en Montreal no llevaba todavía un diario, y las notas que tomé durante mi etapa morfinómana son bastante confusas. En cualquier caso, consumí morfina con cierta frecuencia durante algunos meses, y cuando decidí dejar de consumirla ya era otra vez otoño, como si la primavera y el verano jamás hubieran existido. Pero me estoy adelantando. Antes de narrar el periplo de mi desintoxicación quisiera consignar, aunque sea de pasada, lo que el periodo de consumo me enseñó sobre mis propios límites.

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Tengo el tabique nasal desviado desde la adolescencia y una rinitis alérgica que renace cada pocos meses, inmune a todo tratamiento. Por lo mismo, las drogas inhaladas nunca han sido mi fuerte. Ya con el Adderall, unos meses atrás, había tenido problemas: un derrame en el ojo que se veía alarmante y que tardó varios días en desaparecer del todo. Los síntomas oculares de la artritis reumatoide empeoraban la cosa. Con la morfina me empezó a pasar lo mismo. Las fosas nasales me ardían espantosamente y pronto me empezó a doler toda la cara, como me duele cuando atravieso una gripe importante. Tenía los ojos secos e inyectados en todo momento, y no había lágrimas artificiales que lo remediaran. Regresé a los foros de internet sobre consumo recreativo, en busca de alternativas menos molestas. Ingerir la morfina oralmente es una mala idea: el porcentaje de biodisponibilidad de la droga es muy bajo y el efecto eufórico apenas se siente, además de que provoca un estreñimiento agudo. En el otro extremo, los expertos aseguraban que inyectarse era la opción más económica, pero sentí que era un paso demasiado grande, y no quería que Ana empezara a notar las marcas de las agujas en mi brazo al volver de la universidad por las tardes.

Invierno tardío en Montreal, 2017. Fotografía de Carl Campbell.

La única opción que me quedaba era la vía rectal, que según pude leer presentaba una mayor biodisponibilidad que la nasal y la oral, aunque menor que la intravenosa. Cuatro pastillas de Statex metidas por el ojo del culo podían ponerme en un estado equivalente al de seis o siete tabletas inhaladas. El procedimiento era medio tedioso, pero consideré que valía la pena: tenía que machacar las pastillas y disolverlas en agua, después aplicarme un enema con la solución y quedarme acostado una media hora, en lo que se absorbía. Como de todas formas pasaba casi todo el tiempo acostado, no me pareció tan grave. Claro: tenía que vencer el ridículo pudor anal, pero debo decir que no me costó tanto como esperaba. Los enemas de morfina se convirtieron en parte de mi rutina; primero cada quince días, luego una vez por semana. A veces machacaba una sola pastilla y la esnifaba al paso, sin tanto ritual, sólo para controlar el dolor de las articulaciones. Dejé por completo la marihuana, el alcohol y el alprazolam, y me dio un alivio tremendo no sentir la ansiedad de abandonar este último sin ir bajando la dosis a lo largo de varios meses. La morfina había obrado un milagro. Sedado, eufórico, sonriente, desnudo de la cintura para abajo, mientras afuera caía la enésima nevada y los jasídicos de mi barrio se preparaban para celebrar Pesaj —o quizás era ya Purim—, empecé a concebir una nueva novela que me salvaría del escollo en que había caído la otra. Una novela más directa, más acotada, más “sincera”, si es que eso significa algo. Desde luego, no escribía nada: me limitaba a pensar en el personaje, a recordar acontecimientos de mi infancia que me servirían en algún momento. Dice De Quincey que el opio provoca ciertas ensoñaciones en las que se reviven, con claridad meridiana, algunos episodios del pasado remoto de los que no tenemos memoria. Supongo que algo así me pasó con la morfina durante esos meses de postración y dicha: recordaba detalles de mi vida hasta entonces obliterados como si los viviera por segunda vez. Pero el frasco de pastillas disminuía con una velocidad pasmosa y muy pronto entendí que tendría que empezar a racionarlo si quería mantener durante más tiempo el hábito. Así que decidí salir de mi encierro y empecé a acudir a la biblioteca. No calculé que allí me vería obligado a convivir muy de cerca con mis colegas de hábito, y que la caja para jeringas que tienen los baños de la planta baja de la Grande Bibliothèque, o la luz negra que instalaron en los escusados para que los yonquis no se encuentren las venas, serían un recordatorio constante de que la ciudad entera estaba inundada de sustancias, perfectamente asequibles, con las que podría reemplazar el botecito de Statex cuando se me acabaran las pastillas.

Imagen de portada: Ventana nevada, 2012. Fotografía de Abi.