La convención dicta que un carnaval no puede producirse plenamente si hay miradas ajenas testificando su peregrino acontecer. Todo participante debe comulgar con el magma interno de la festividad. Victor I. Stoichita y Anna María Coderch apuntan en El último carnaval: un ensayo sobre Goya, que los contempladores debilitan el carnaval y lo convierten en un espectáculo. ¿Puede ser que el cine, al intentar capturar el jolgorio, no haga sino corromperlo? ¿O tiene la capacidad de evadirse a sí mismo como observador externo y, por el contrario, involucrarse en cuerpo y alma con el ardor de la celebración? Es un hecho que las películas donde la fiesta funciona como un eje organizador y no como simple telón de fondo invariablemente ponen en juego un tipo de relación respecto a este límite. Como desórdenes finitos circunscritos a coordenadas donde las leyes de la vida sufren transformaciones, la fiesta y el cine poseen similitudes, aun si el segundo aspira a la sistematización formal de la primera, que es aparentemente toda gozo y vivencia. Creemos posible, a cuenta de algunos ejemplos, que el cine también sea impulsor de las fibras y los matices que articulan cualquier experiencia festiva, no necesariamente en calidad de invitado, pero sí en cuanto a sus herramientas para deformar, a través de sus cualidades mediadoras, el flujo común de la cotidianidad. Es el caso de El ángel exterminador (1962), de Luis Buñuel, quien, en la más pura tradición de Quevedo y Goya —aun si renegó hasta el cansancio de este último—, alucinó la realidad con tal esmero y minuciosidad que fue capaz de mostrar sus rasgaduras. En esta obra, realizada tras el éxito de Viridiana (1961), tiene lugar un banquete entre hombres y mujeres adinerados en una mansión de la calle Providencia. Allí llegan para brindar tras una función de ópera a la que asistieron. Entran, se acomodan y no salen más. Lisa y llanamente no pueden, hay algo impalpable que se interpone entre ellos y la acción de abandonar la estancia. Reunidos contra su propia voluntad más tiempo del que quisieran, la dicha de compartir juntos la velada desemboca en la más pura sensación de frustración: los modales y comportamientos pierden todo sentido ante la inexplicable incoherencia a la que tiende la dimensión espaciotemporal. Mientras quedan atrapados de pared a pared, la servidumbre —por obra del instinto— se retira para no volver. Así pues, del grupo de opulentos burgueses adornados para la ocasión con trajes y vestidos no resta más que una cuadrilla de desquiciados armados apenas con uñas y dientes, inútiles en medio de una situación que escapa a su control. La inteligencia de Buñuel estriba en reducir el caos a un escenario bien definido. La puerta que separa a los comensales de la salida es una línea liminar. Cuando uno observa los grabados de Goya, todos ellos denotan cierta teatralidad. Puede que el contenido de la composición no sea una representación dramática como tal, pero la forma en la que unos y otros están distribuidos a partir de una línea divisoria es consistente en su obra. Esto, desde luego, obedece a la lógica del carnaval, donde los términos se invierten una vez cruzado el umbral: lo pequeño engrandece, los jóvenes hacen de viejos y los ángeles portan cola y cuernos. Buñuel procede con esta misma licencia: en El ángel exterminador los ricos pierden su estatus y son sometidos a la puesta en escena de lo otro. Y lo que es más interesante: la nitidez del tiempo y del espacio también es trastocada a su paso por este tamiz. Si el procedimiento resulta eficaz es porque Buñuel no acusa la falsedad de las cosas, antes bien mantiene suspendida en el aire una amalgama de elementos contradictorios. No vale más el disfraz o la naturaleza, sino el extrañamiento de la nueva formación. Con pericia, Buñuel crea un mundo autosuficiente que no obstante se presenta como escenificación: un infinito ambivalente que se alimenta de la confusión entre rostro y máscara. A manera de contrapunto podemos evocar una película tierna, sensible e inofensiva: The Party, dirigida por Blake Edwards y estrenada en 1968. Como en El ángel exterminador, la acción transcurre casi por completo en una mansión y durante una fiesta sofisticada donde se dan cita figuras importantes de Hollywood. El personaje principal es Hrundi V. Bakshi, encarnado por Peter Sellers, un actor sij invitado por equivocación a la celebración. Toda la estructura del filme es, en ese sentido, una progresión desatada por un cúmulo sucesivo de errores que estropean la noche. Sin ahondar en la descripción, la mansión acabará anegada de espuma y con un elefante asustando a los presentes. En este caso, se trata de una película sobre los efectos que tienen las cosas cuando están fuera de lugar. Como queda claro más adelante, estas consecuencias no siempre son negativas: el amor puro que nace entre Hrundi y Michele (una de las asistentes), por ejemplo, es uno de los enredos más hermosos y ocurrentes. Y sin embargo, para que todo esto adquiera solidez ante la mirada de los espectadores, hace falta algo más que dejarlo a la improvisación; Edwards se encarga de que cada desaliño esté milimétricamente coreografiado, al grado de que los gestos, los movimientos y las miradas son modeladas como ecuaciones matemáticas. Esto permite revalorar los errores, las imperfecciones y el azar. Mientras Buñuel lleva al límite la humanidad de sus personajes, Edwards se la devuelve. En ambos casos, la fiesta es el rito de paso que conduce a resultados distintos: en uno genera roces y en otro complicidad. A diferencia de las películas donde la fiesta constituye el tablero que, por sus características, suscita fricciones o, como se dice en términos narrativos, “conflicto”, Maine-Océan (Jacques Rozier, 1986) es de principio a fin una deriva continua que sigue la cadencia de las olas del mar. A decir de Rodrigo Moreno y Alejo Moguillansky, Rozier “logra hacer del cine un estado salvaje”, en parte por su negativa a echar mano de la figura del antagonista. Los personajes y las geografías, que no tienen nada en común, comparten únicamente el movimiento del trayecto. Es en los barcos, los trenes, las islas y la playa donde los extraños, que en circunstancias ordinarias serían poco más que eso, confluyen excepcionalmente. El grado de mayor intensidad y convergencia ocurre en la fiesta, hacia la parte final, donde la música y el baile son suficientes para reunir a una abogada, una turista, un empresario y alguno que otro despistado. Todos los personajes, de nacionalidades, estratos e ideologías discordantes, se unen en un caudal de placer y ritmo. Para quien ve la cinta sin mayor información, será una sorpresa encontrar a Pedro Armendáriz Jr. hablando francés con dificultad y entonando un par de mexicanismos que son bienvenidos en el reino del paroxismo. Pocas cosas en la película tienen lógica, y en ello radica su belleza: antes que un lenguaje en común que borra las diferencias, la fiesta prevalece como el singular lapso babélico donde el sinsentido, la incompatibilidad y la falta de entendimiento tienen cabida. Seríamos ingenuos si asociáramos las ceremonias de celebración estrictamente a una búsqueda de alevosía y desenfreno. En la corriente central del cine estadounidense, las festividades son aquellos rituales donde la colectividad se conforma como tal. La algarabía está irrestrictamente ligada con la afinidad a una causa, una bandera o un país. El interés de algunos cineastas norteamericanos en estos acontecimientos nace de su vocación para releer su propia historia. Todo en ella parte de la elección y, sobre todo, de las fronteras. Y como indicamos al inicio, los confines delimitan los lugares de lo posible: identifican y ordenan lo íntimo, el espacio público, la cultura, el amor. Es decir, son definitorios respecto a lo que queda fuera y dentro. De entre la amplia baraja, destaca el trabajo de Michael Cimino, el infravalorado realizador de lo monumental. Dos de sus películas: The Deer Hunter (1978) y Heaven‘s Gate (1980), ambas con producciones descomunales, desarrollan aspectos clave durante las fiestas. La primera gira en torno a un grupo de hombres de Clairton, Pensilvania, que son enviados a la Guerra de Vietnam; la segunda es un western heterodoxo sobre la conquista del Oeste. Algunas de las secuencias más extraordinarias ocurren en momentos donde un grupo de gente —sean los amigos o toda una comunidad— se entrega a la bebida y al baile. No sería loable si no fuera por la forma en que Cimino registra esos eventos: las escenas tienen una duración prolongada, como círculos concéntricos que no cesan su intensidad. Todo lo que allí se permite implica que fuera no lo está. Lo que hace Cimino, por tanto, es acentuar esa discontinuidad, situar a los personajes como criaturas ceñidas a reglas inhumanas en nombre de algo más grande que ellos. ¿Qué hace que los sujetos permanezcan en el mundo a pesar de las atrocidades que los sojuzgan? Cimino no da una respuesta, pero vaya que muestra un lado profundo de esa paradoja en la persistencia con que filma la festividad. En conclusión, no es por su postura ajena que el cine rompe con la efusividad del carnaval, sino que gracias a esta extranjería puede poner a prueba un doble extrañamiento y estirar todavía más las categorías que rigen el mundo de la normalidad. O bien, señalar la linde exacta donde se cruzan lo expresado y lo oculto, la luz y la sombra; y muy particularmente, donde se ejerce la acción de franquear. ¿Qué mejor facultad tiene el cine que hacernos viajar de un puerto a otro y ponernos en contacto con la alteridad? Finalmente, si algo comparte con la fiesta, es la preciosa posibilidad de estar al otro lado de la vida.
Imagen de portada: Fotograma de la película Heaven’s Gate de Michael Cimino, 1980