Hace unos años, durante una de mis excursiones etnográficas en Oceanía, pude conversar con un viejo isleño melanesio que conoció al capitán James Cook. Con candor y lucidez me relató, en primera persona, el momento en que había estrechado la mano del explorador británico, y de cómo se habían establecido relaciones significativas entre los ingleses y la gente de su linaje, habitantes del archipiélago que hoy conocemos como Vanuatu. La fecha del encuentro había sido julio de 1774. El tiempo en la cosmología occidental se suele entender como la medida del desplazamiento de las cosas. Así, la Real Academia Española enuncia que el tiempo es la “duración de las cosas sujetas a mudanza”, pero también una “magnitud física que permite ordenar la secuencia de los sucesos, estableciendo un pasado, un presente y un futuro…” Por su parte, el Oxford English Dictionary define el tiempo como “el progreso indefinido y continuo de la existencia y de los eventos en el pasado, el presente y el futuro entendidos como un todo…” Otras lenguas europeas arrojan definiciones semejantes: Zeit, “secuencia, sucesión, sucesión de momentos”; temps, “movimiento ininterrumpido por el cual el presente deviene en pasado”, etcétera. Esta manera de conceptualizar el tiempo es ambigua, pues deja abierta la posibilidad de que el tiempo pueda ser entendido como una medida de duración, pero también como un fenómeno fundamental, una fuerza, un campo, algo concreto con referencia a lo cual medimos la sucesión del movimiento. Estas definiciones emergen de la física moderna, cuya preocupación se concentra en la generación de datos sobre la realidad a partir de medidas de precisión. Pero casi todas las definiciones convencionales del tiempo arriba citadas nos refieren al pasado, presente y futuro, es decir, al tiempo histórico, como ejemplo del fenómeno de la mudanza de las cosas. Este salto lógico, mediante el cual el tiempo abstracto de la física se vuelve indistinguible de un concepto cultural particular de la temporalidad, resulta problemático, pero no es de sorprenderse. Se trata de una manifestación de aquello que el historiador Michel-Rolph Trouillot denominó “ficciones analíticas del mundo noratlántico”, las cuales descansan en la convicción modernista de que la historia humana es una historia compartida, una historia universal susceptible de estudio a partir de ciertas pautas elementales, de las que la más básica es un tipo de temporalidad aplicable a toda la humanidad. Esta convicción da por hecho que las leyes de lo social y de lo natural son equiparables, inseparables incluso, y por lo tanto se aplican a cualquier contexto cultural dado. El pasado, el presente y el futuro constituyen así periodos fijos, precisables sobre una línea progresiva sobre la cual se ubican el antes, durante y después del devenir humano. El salto lógico crucial se da en la certeza de que el tiempo histórico lineal es una forma universal de medir la duración y una condición fundamental del cosmos. De esto se deriva que la naturaleza de la historia es secuencial y no permite superposiciones e inversiones. En consecuencia, se afirma que existe un método correcto para ordenar y registrar el pasado, la memoria, el desarrollo de los acontecimientos de toda la humanidad —el método de la disciplina de la historia, según el canon euroamericano—. No se equivocaba Trouillot al definir estos principios como ficciones analíticas, puesto que en el fondo sirven para constatar que la idea correcta de la historia está reservada para la sociedad que así la define, o sea la nuestra.
Bajo este paradigma resulta imposible entender la multiplicidad de formas que toma el tiempo en diferentes culturas. Imposible, por ejemplo, tomarse en serio la simultaneidad cronológica que subyace al relato del viejo melanesio que conoció al capitán Cook. Desde hace tiempo la antropología social ha reconocido que son esos momentos de equivocación intercultural los que ofrecen oportunidades valiosas para repensar nuestras convicciones más fundamentales, para admitir que las formas de producción y entendimiento del mundo son tan incontables como la multitud de comunidades humanas que las generan. En las líneas que siguen ofrezco una discusión de algunas de estas formas. Para ello me he inspirado en un esquema sencillo, propuesto por Janet Hoskins, que en su magistral etnografía del tiempo en las islas de Indonesia plantea que la multiplicidad de formas que toma la temporalidad se derivan de la yuxtaposición cambiante de varios fenómenos, a saber, la conciencia del pasado (es decir, el entendimiento colectivo del significado del pasado, lo que llamaríamos “conciencia histórica”), las prácticas de remembranza (el proceso selectivo de recuerdo y olvido, la producción de paisajes con un sentido de sucesión temporal), y las dimensiones temporales emanadas del concepto de la persona (experiencias, negociaciones de sucesiones de eventos en el tiempo). Hoskins elaboró su propuesta con base en las ideas de Bakhtin, Ricœur y Dilthey para argumentar que lo que entendemos por conciencia histórica toma muchas diferentes formas en diferentes sociedades. Afirma que el sentido del tiempo nunca es estático, sino que está en constante proceso de reinvención debido a que dialoga con otros regímenes culturales e innovaciones sociales. Visto que mi interés en este texto se centra sobre la percepción social del tiempo, resulta útil agregar a la reflexión de Hoskins el concepto de regímenes de historicidad que ofrece François Hartog. Motivado por la diversidad de formas que pueden adquirir los sentidos del tiempo y del pasado, Hartog ha trabajado en un marco analítico que permite a los historiadores explorar otras formas de entender y hacer historia. La obra de Hartog ha generado enorme interés, pero sigue estando pendiente la tarea de que la disciplina histórica incorpore de manera plena este giro en su manera de producir el conocimiento del pasado humano en toda su diversidad. Enfrentados a la amplitud de formas que puede tomar el pasado, conviene recordar que ningún régimen de temporalidad subsiste en aislamiento: así, la simultaneidad de pasado y presente en la narración biográfica de algunos melanesios no es incompatible con su experiencia del tiempo medido por los relojes o los calendarios seculares del Estado nacional. En otras palabras, los regímenes culturales del tiempo nunca son monolíticos. Las comunidades humanas generan distintas maneras de manifestar su sentido de temporalidad. Ésta puede arraigarse en narrativas, objetos, sitios, personas y acciones, lo cual significa que lo histórico no está codificado únicamente en “textos” o “fuentes primarias”, entendidas en sentido estrecho, sino que se hace presente, se evoca y se percibe a través de afectos, geografías, formas de remembranza multiformes y complejas. El caso que me concierne es una de las maneras en que se manifiesta la temporalidad de la persona según los habitantes de los grandes archipiélagos del Pacífico occidental. Se puede definir como un sentido del tiempo que pone el énfasis en la persona en tanto representante vivo de quienes lo precedieron. Busca subrayar el hecho de que cada uno de nosotros, sobre todo los primogénitos (a veces hombres, a veces mujeres, puesto que la transmisión de sustancia es matrilineal en esta región), constituimos el producto actual de nuestro árbol genealógico. Acaso el principio más importante que rige los conceptos austronesios del pasado es que éste únicamente existe en relación activa con el presente. Esta percepción no tiene por qué entenderse como especialmente radical, ni exótica. Sólo dirige nuestra atención hacia la relevancia de la cadena de seres ancestrales que nos preceden, con base en la trascendencia de sus actos y sus efectos. Es doble el propósito de esta preocupación. Primero, nos obliga a percatarnos del esfuerzo colectivo a partir del cual sobrevive y se reproduce nuestro linaje. En este sentido, es un recordatorio de los lazos generativos y las fuerzas vitales que han sido movilizadas, generación tras generación, para dar cuerpo a la totalidad de nuestra cadena de seres, y por extensión a la comunidad humana a la que pertenecemos. Es un recordatorio de que a los vivos nos toca dar continuidad a esos esfuerzos generativos a través del trabajo productivo: en el huerto, en el mar, en el bosque, en el hogar, a través de secuencias de intercambios y relaciones con otros linajes y comunidades. El valor de la persona se finca en los procesos de crianza y cuidado colectivos, trátese de la producción de cultivos, de animales o de personas. Segundo, nos obliga a reconocer que algunos de los actos de esos antecesores fueron tan poderosos que sus efectos se siguen sintiendo en el momento actual. En muchas partes del mundo austronesio del Indo-Pacífico se entiende que esos actos pudieron ser eventos poderosos, de generatividad y destrucción a escala cósmica, del tipo que dejan rastro en la faz misma de la geografía que nos rodea. Así, cada brecha, cada acantilado, cada piedra o roca de arrecife sobresaliente suelen llevar un topónimo que evoca los actos poderosos de los antepasados, a veces humanos, otras no humanos, que incidieron en su formación. El paisaje constituye un enorme registro histórico del pasado creativo y destructivo. Tratándose de ancestros directos, la trascendencia de sus actos genealógicos descansa en la necesidad de hacerlos presentes, de manera calculada y negociada, en el aquí y el ahora. Una de las maneras más efectivas de “presentar” este pasado ancestral es dándole cuerpo y presencia. La manifestación corpórea del ancestro y la evocación de su palabra suelen corresponder al representante vivo más reciente de la cadena de seres que los une. Parte clave de esa evocación del ancestro se pone de manifiesto mediante narrativas en primera persona que dan cuenta de que el vivo es una extensión personal del muerto. El saludo al capitán Cook constituyó un acto de extrema importancia para el establecimiento de lazos de responsabilidad mutua, de reciprocidad y generatividad que se dieron entre el linaje del explorador inglés y el linaje del melanesio que lo recibió en la playa. Al relatarlo en primera persona mi interlocutor constataba que las consecuencias de esa responsabilidad no murieron con su ancestro ni con Cook. Ellos únicamente constituían los representantes originarios de cadenas más largas de reciprocidad y efecto, cuya continuidad descansa en las evocaciones y actos de sus descendientes. En sentido estricto, mi interlocutor estaba actualizando las obligaciones y el potencial de su ancestro con respecto a los ingleses. Estas formas de “hacer historia” no se cifran en nuestra particular preocupación con mantener estrictas barreras de distancia entre el pasado y el presente. Por el contrario, su evocación descansa en atender a las consecuencias generativas de los lazos que se suscitaron entre una y otra partes hace más de dos siglos. No hay cabida en este sentido para un concepto abstracto, universalista y neutral de tiempo en tanto medida de duración que separa en lugar de reunir. Sería un error pensar en la evocación de estas cadenas de obligación transgeneracional como un mero recurso narrativo, o un golpe de efecto metafórico. De hecho, se trata de asuntos de profunda gravedad, de vida, muerte y continuidad. Más aún, se trata sólo de una de las maneras en que llegan a dar forma a su conciencia del pasado y el presente los isleños del Pacífico occidental. Otra de las maneras en que se producen sentidos de temporalidad, en el Pacífico tanto como en otras regiones del mundo, es a través del registro de ciclos estacionales y ciclos rituales. Esto nos refiere a la figura idiosincrática del calendario. Es un lugar común que casi todas las sociedades del mundo poseen calendarios de mayor o menor complejidad. El mínimo común denominador que atribuimos a un esquema calendárico es que ofrece un marco sencillo para organizar los cambios climatológicos a lo largo de un ciclo dado, casi siempre solar o lunar, o una combinación de ambos. En este sentido, el calendario tiene la función de organizar el esfuerzo de una comunidad dada con relación a ciclos temporales. En otras palabras, independientemente del contexto social y los pormenores climáticos y productivos que los caractericen, damos por hecho que el calendario representa una herramienta para medir el tiempo. De nuevo, en esta definición se asoma la noción moderna del tiempo en tanto estándar de experiencia universal. Es verdad que muchos esquemas calendáricos pueden cumplir las funciones de instrumento útil para medir secuencias de saberes y prácticas intercaladas en el tiempo. Pero esta manera de entender los calendarios supone varias cosas, incluyendo la idea de un principio y fin de ciclo, llámese año nuevo, solsticio, etcétera. La necesidad de marcar el principio y el fin de un ciclo dado responde a la idea de que la función calendárica es medir el tiempo. Pero existen numerosos ejemplos de calendarios incompletos, calendarios que dejan de contar días e incluso semanas o meses durante diferentes momentos de un año solar o lunar. Así el caso, por ejemplo, de numerosos calendarios estacionales en Indonesia o en el África subsahariana, en donde las temporadas de menor actividad agrícola, pesquera o trashumante sencillamente se dejan de contar a partir de un esquema totalizador de tiempo. En esos casos, el inicio y el fin de las cuentas se suelen marcar en relación con toda una gama posible de indicadores ambientales: la llegada de ciertas especies de aves migratorias (como en los calendarios de varios archipiélagos oceánicos), o bien el surgimiento de enormes cantidades de insectos en una o dos noches dadas del año, o más común todavía la fase de la luna después de un número determinado de ciclos. Más que instrumentos de medición temporal cabría considerar que los esquemas calendáricos constituyen esquemas informales, las más de las veces producto de las relaciones cotidianas con el medio circundante. La intensidad y cualidad de las relaciones socioambientales se organizan en secuencias y procesos de diversos tipos, las cuales dan lugar a prácticas rituales, agrícolas, e incluso, en versiones más complejas de ciclos calendáricos, a prácticas predictivas y manejo de patrones de abstracción (como es el caso, en parte, del calendario mexica, descrito por Ana Díaz en este número). Así, a un nivel generalizado existe una abundancia de marcos calendáricos que se conforman en torno a ciclos anuales (lunisolares), o estacionales. Algunos ejemplos clásicos del segundo tipo son los calendarios de zonas intertropicales organizados en torno a las temporadas de lluvias y secas, o de vientos ciclónicos y anticiclónicos. Casi todos los calendarios del oceáno Pacífico siguen una estructura determinada por los vientos alisios y contra-alisios, lo cual resulta consistente con el hecho de que son los vientos y sus cualidades, más que la luna o el año térmico, los determinantes de los nexos que comunican a cadenas extensas de islas entre sí. Existen, sin embargo, calendarios que van sumando niveles adicionales de información y secuencias, hasta trascender sus marcos estacionales y convertirse en verdaderos instrumentos de cómputo con cuentas intercaladas que se determinan con base en fenómenos muy diversos. Es el caso de los calendarios de la India y China antiguas, los cuales se convirtieron en instrumentos de diagnóstico cósmico y microcósmico; específicamente, se volvieron parte inseparable de la utilería de los médicos tradicionales. Esta variante de calendario predictivo/diagnosticador llegó a su mayor sofisticación con la combinación de marcos calendáricos indios y chinos en el Tíbet antiguo. Hasta el día de hoy, el lotho, o calendario clásico tibetano, se calcula, determina e imprime cada año (tibetano) en la Mentsikhang (Escuela de Medicina Tradicional) en Lhasa, la capital del Tíbet.
Un buen ejemplo de calendarios estacionales y rituales separados pero intercalables se observa en la isla de Bali, en el sureste asiático insular. Por un lado, los balineses guardan un tipo de cuenta denominada saka, que consiste en un calendario lunar separado en doce meses, o sasih, de treinta días, con días y meses adicionales intercalados para compensar la sincronización de la cuenta saka con el año lunar que varía de 354 a 355 días. En general, el calendario saka se utiliza para determinar secuencias de actividad agrícola, pero también incorpora la determinación, mediante la exégesis particular de especialistas calendáricos, de días auspiciosos y nefastos así como de algunas de las fiestas importantes del año en Bali. Por otra parte, existe también en Bali otro calendario de 210 días conocido como el pawukon. Éste tiene su origen en un esquema calendárico de India que comprende diez semanas de uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, y diez días cada una, las cuales transcurren en esa secuencia. Debido a que 210 no es divisible por 4, 8 y 9, se añaden días adicionales a las semanas con esa longitud de duración. El pawukon representa un instrumento de cálculo matemático complejo, una de cuyas funciones principales es atribuir valores rituales a diferentes días de distintas semanas. Tal y como es el caso para el saka, su función no descansa en una serie de cualidades abstractas dadas, sino en una serie de ciclos y ecuaciones que necesitan activarse mediante la intervención de especialistas rituales para poder ofrecer distintas configuraciones de valor a momentos específicos del ciclo ritual. Uno de los resultados de los cálculos básicos acumulados del pawukon es la determinación, año con año, de los cinco días de mayor gravedad y valor ritual de este ciclo. Para amenizar aún más las cosas, el saka y el pawukon son susceptibles de cálculos contrastados y resultados intercalados. El resultado panorámico de tantas operaciones, que varían entre especialistas, es un espectro amplísimo de cualidades, valores, marcadores rituales y estacionales, y en general de momentos, sitios y actos cargados de significado. Desde luego, ningún año, ni lunar ni ritual, es igual que otro. Esto nos habla de que aun en los casos de cuentas y marcos calendáricos de la mayor sofisticación matemática, no es la abstracción y la regularidad periódica, sino la evocación concreta y contingente de fuerzas cósmicas y mundanas, de las cualidades geográficas, biográficas, afectivas, del presente, el pasado y el futuro intercalados en distintas configuraciones, espaciales tanto como temporales, lo que está en juego. La diversidad de formas que adquiere el tiempo en distintos contextos culturales no es un problema trivial. Enfrentados a ella, la respuesta de generaciones de pensadores modernos se ha concentrado en subordinarla a una visión del mundo que propone la existencia de sistemas “simbólicos” o de “creencias”, debidamente sujetos a nuestra noción de lo real. El mensaje era que mientras nosotros tenemos ciencia, los otros tienen creencia. El pasado medio siglo ha visto la erosión de las certidumbres filosóficas y culturales que sustentan esa percepción monotemporal de la modernidad euroamericana. Conviene recordar que el tiempo de esa modernidad no resulta tan distinto del de otros periodos y sociedades. Baste con citar los ciclos rituales, las fiestas y las cualidades que se atribuyen a diferentes días, momentos y estaciones en los esquemas calendáricos religiosos y seculares propios de los marcos calendáricos judeocristianos. A su vez, las cuentas de cronómetros y ciclos gregorianos no excluyen otras formas que toman el sentido del tiempo. En efecto, los modernos también poseen sentidos de la temporalidad que se arraigan y manifiestan en sitios, objetos y sentimientos cargados de memoria y de olvido. Hace ya casi cuarenta años que el antropólogo Johannes Fabian reflexionó sobre la manera en que la construcción ilustrada de la otredad depende de la idea de una temporalidad alterna, subordinada y contrapuesta a la nuestra. Bajo esa lente, el tiempo de la historia universal refleja una extensión de los procesos mediante los cuales se produce la alteridad en contextos coloniales de dominación política, económica y cultural. La “historia universal” se desplaza sobre una línea teleológica de desarrollo y progreso reservada para la civilización global, mientras que la temporalidad de sociedades no modernas es vista como estática, aldeana, efímera y olvidable. En esa temporalidad fuera del tiempo no existe el cambio social, sino un “presente etnográfico” que se sitúa en un espacio fuera de la historia, un espacio sin tiempo. El nuestro es un momento en el cual las certidumbres de la modernidad y sus formas de conocimiento están siendo trascendidas por una visión más sensible, abierta y múltiple sobre la producción de diferentes mundos humanos. Nos toca entender esta apertura, y con ella aprender a incorporar otras maneras de percibir el tiempo y producir la historia.
Imagen de portada: Theo Mercier, Ventana 1, 2017. [Foto: Camila Cossío, cortesía del artista y Galería Marso]