Beatriz González: en busca de la iconización, pasando por la poesía

Enfermedad / crítica / Abril de 2024

Patricia Ruvalcaba

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QUIEN TENGA UN CUERPO, VENGA

Antes de entrar siquiera a la sala de exhibición, se siente una primera sacudida al ver la imagen de dos mujeres vestidas de rojo, dos cuerpos transidos de dolor por la pérdida de un ser amado. Una de ellas seca sus lágrimas con un pañuelo; la otra, doblada hacia delante, se aferra a un celular con la mano derecha. El motivo está plasmado en un cartel, y se repite y se repite, reptando por los bajos del muro exterior de la sala. Con cada repetición, el dolor parece intensificarse y emitir un eco de sollozos.

​ Beatriz González (Bucaramanga, Colombia, 1932) creó este Zócalo del duelo (2018) como una intervención gráfica para un espacio público. En arquitectura, un zócalo es el cuerpo inferior de un edificio o un friso bajo. La idea era remarcar lo que se había convertido en una labor abrumadora para la mayoría de los colombianos ubicados en la base del edificio social: elaborar innumerables duelos, individuales y colectivos, tras siete décadas de conflicto armado —si se cuenta desde el Bogotazo, ocurrido en 1948— y varias tragedias naturales. Con el papel como su humilde soporte y las tremendas proporciones del drama que glosa, la pieza anuncia a una artista de enorme estatura.

​ González es una de las artistas contemporáneas más influyentes de Colombia; es conocida por estremecer la memoria nacional con pinturas, grabados, obras de arte público y dibujos basados en reportajes gráficos. Beatriz González. Guerra y paz: una poética del gesto, en el Museo Universitario Arte Contemporáneo (MUAC), es su primera exhibición monográfica en México. La muestra, enmarcada en la celebración por los quince años de este recinto, es una oportunidad para apreciar ejemplos emblemáticos de su obra y someterse a la conmoción que esta busca infligir.

​ Una vez en la sala, la sensación inicial, la del zócalo, se magnifica. Quien tenga un cuerpo y haya experimentado una pérdida puede percibir una turbación física y emocional ante varias de las 64 piezas que conforman la exposición.

​ Pongamos por caso En familia (1995). Una mujer mayor solloza al tiempo que se cubre los ojos con la mano derecha; tiene arrugas en la frente y su boca permanece abierta. Pareciera que acaban de darle la noticia de un fallecimiento. El óleo capta cinco momentos del gesto en una secuencia cinestésica; los tonos verde y violeta le dan una cualidad nocturna.

​ En Retratos mudos (1990), en cambio, los bustos de tres hombres muestran los rictus de la muerte: la leve torsión de la comisura de unos labios, los hombros enjutos, unos incisivos salientes, un ojo abierto y vacuo. La paleta sanguínea y amarilla recalca la rigidez de los cuerpos.

​ Los bocetos al carboncillo de Auras anónimas (2007) representan siluetas de parejas de personas que cargan un cadáver con ayuda de un palo y una lona o una hamaca. Se trata, en general, de buscadores de desaparecidos.

​ Los escalofríos vienen, no de detalles macabros, pues no los hay, sino de una crudeza y poesía que remueven la empatía o la molestia del espectador desde su propio cuerpo. Por eso resulta lógica la decisión de los curadores de la exposición, Cuauhtémoc Medina y Natalia Gutiérrez, de subrayar las metodologías de la artista para explorar “el poder comunicativo de la figura”, en vez de insistir en la faceta de González como una artista, con cierto linaje pop, dedicada a la violencia colombiana. Ella misma ha rechazado esa etiqueta: “No nací para pintar la guerra, nací para pintar”, declaró a El Espectador en 2022.

​ En su texto curatorial, “Una poética del gesto”, Medina explica que decidieron agrupar “las series de gestos” elegidas para la exhibición “en tres grandes conjuntos: las imágenes —frecuentemente femeninas— de personas en duelo; los gestos corporales del trabajo de portar y enterrar a los muertos y, finalmente, la gestualidad de los cuerpos exánimes”. Una larga y minuciosa investigación sobre el gesto y sus variaciones, escribe, “define la pintura de Beatriz González como una poética de la comunicación entre los cuerpos”.

​ Si la corporeidad es “el origen de la comunicación y de la primera relación humana”, y si un cuerpo es a la vez físico, emocional, mental, trascendente, cultural, mágico e inconsciente —como mencionan Aída María González Correa y Clara Helena González Correa—, cabría decir que esta vertiente de la obra de González se sitúa en la intersección de esos atributos del cuerpo y sus transmutaciones catalizadas por y alrededor de la muerte.

Vista de exposición de Beatriz González. Imagen, cortesía MUACVista de exposición de Beatriz González. Imagen, cortesía MUAC


POETIZAR, ICONIZAR, REPETIR

La obra que identifica la exposición se titula Empalizada (2001), y es especialmente perturbadora: se trata de un cuerpo femenino, desnudo y azul, apoyado sobre sus codos y sus rodillas, con la cabeza agachada, en una posición abyecta. A través de una empalizada, varias personas han mirado el cuerpo y parecen horrorizadas. “Uno encuentra iconos de la muerte de un hombre, pero no los encuentra de las mujeres… ¿cómo hacer un icono de la muerte de la mujer? […] Ese cuadro tiene que ver con la búsqueda por iconizar”, explicó la autora en una entrevista con El Universal a propósito de su exhibición en el MUAC.

​ Durante los años sesenta y setenta González emergió como una artista provocadora que se apropiaba de obras emblemáticas de la pintura europea y las intervenía socarronamente con manchas de colores brillantes o injertándolas en muebles, papel tapiz y otros objetos ordinarios. Entonces se autodenominaba una pintora “de provincia”.

Naturaleza casi muerta (1970), una cama metálica sobre la cual pintó una de las caídas de Cristo, muestra su actitud desafiante hacia jerarquizaciones como la que separa el arte culto del arte popular. La pieza se puede ver en el MUAC, al igual que la premonitoria Los suicidas del Sisga (1965), un óleo sobre una pareja que se suicidó al arrojarse a la represa del Sisga; previamente, se habían hecho un retrato de estudio en blanco y negro, que fue usado por la prensa. A González le chocaba que las desgracias de los humildes se diluyeran tan rápido de la memoria e hizo una versión de aquel retrato, con colores chillantes.

​ Esa fue la semilla de una de sus estrategias: buscar en la prensa gráfica los gestos y las figuras que reflejan lo que le está pasando al país. Conforme el conflicto armado se complicaba, crecía la colección de recortes de la artista. En 1985 la toma del Palacio de Justicia por miembros del grupo guerrillero M-19 y las violencias que allí confluyeron marcaron un punto de inflexión. “Allí acuñé la frase: ‘ya no puedo reír más’. El narcotráfico, el paramilitarismo, los asesinatos y las masacres se convierten en el tema principal”, escribió González sobre ese momento.

​ Desde entonces aparecen en su obra indígenas desplazados navegando en ríos, madres y padres en luto. Los colores se aplanan para “reforzar la sensibilidad del espectador a través de composiciones de alto contraste entre plano e iluminación”, explica Natalia Gutiérrez en su texto curatorial “Las estrategias de una artista”.

​ Ante la escalada del caos, de la violencia y sus estragos, la sociedad “tiene problemas de memoria”, “la gente olvida muy rápido”, ha dicho González en diferentes ocasiones. Así, su propósito y estrategias también cambiaron. Para “crear memoria”, ella iconiza, poetiza y repite. A las imágenes de prensa que le interesan les saca una fotocopia, las amplía, las recorta y extrae las siluetas; elimina los detalles hasta obtener el gesto o la actitud de cualidad icónica. Además, opta por el color estridente, “de mal gusto”. Para lograr un trance poético se sirve de la veladura, que consiste en aplicar capas finas de pintura sobre una capa ya seca. Esa técnica, dijo al diario El País en 2022, “me ayuda a darle una poesía a las imágenes para que no sean tan crudas”. Un motivo que González logró iconizar —hasta convertirlo en una especie de sello— es el de los “cargueros”, esos dúos que transportan un cadáver.

​ El MUAC presenta en esta muestra A posteriori (2022), una instalación realizada con enormes lienzos de papel colgadura impresos. Las imágenes simulan los muros de un panteón, llenos de nichos; en cada nicho hay una pareja de cargueros. La pieza es sobrecogedora. En cierta medida, replica la intervención Auras anónimas (2007-2009) en la que González cubrió 8 957 nichos vacíos del Cementerio Central de Bogotá con ocho prototipos de imágenes de cargueros. “Lo que importó desde un principio fue la reiteración por encima del detalle. Cada lápida es una unidad, pero al reiterarla y multiplicarla permite que las figuras se iconicen”, dijo la artista en una conferencia sobre Auras anónimas. Su objetivo fue “rendir un homenaje a los muertos que pasaron por ese lugar y, a la vez, [hacer] un llamado a la memoria para que las nuevas generaciones reflexionen sobre la violencia y la pobreza en Colombia”. También hizo notar que “a diferencia del siglo XIX, en el que los cargueros llevaban a los viajeros por nuestros territorios, en el siglo XXI se llevan muertos en distintos soportes: plástico, telas de lona y hamacas”.

​ En años recientes González iconizó las siluetas de los “excavadores”, campesinos que, por encargo, usan sus instrumentos de labranza no para sembrar, sino para encontrar cuerpos. En el MUAC, cuadros como Cavar: pluscuamperfecto (2021) y Angelus local (2021) ejemplifican esa observación de la artista, quien además es académica, historiadora del arte, crítica cultural, museóloga y autora de varios libros.

Beatriz González, *Empalizada,* 2001. Fotografía de Juan Rodríguez Varón, cortesía MUACBeatriz González, Empalizada, 2001. Fotografía de Juan Rodríguez Varón, cortesía MUAC


LO TRÁGICO Y LO BELLO

En penosa peregrinación, varias personas cargan bultos —televisores, refrigeradores, lavadoras—. El sol cae casi a plomo, y las sombras de los cuerpos parecen agujeros o irregularidades que deben librar. La pieza se titula Zulia Zulia Zulia Cenefa (2015). En Los inundados (2012), una familia trata de salir del agua; ya solo se tienen a sí mismos. Enterradores (2000) muestra varios féretros que en lugar de un cuerpo, contienen una fotografía. La obra hace referencia a un tipo de sepultura ideada por familiares de desaparecidos para resolver su duelo en ausencia del cuerpo.

​ La gesta social de elaborar duelos —recién iniciados, en curso o pendientes— no ha terminado. Los acuerdos de paz se firmaron apenas en 2016. A los estragos del conflicto armado se sumaron otros problemas, como la migración de desplazados venezolanos y los desastres naturales. Es imposible ignorar las semejanzas de Colombia con otros países latinoamericanos, incluido México.

​ A sus 92 años, González sigue examinando los giros y matices del duelo y sus impensadas resoluciones. La sala de cierre de la exposición muestra una visión dual mediante dos piezas de gran formato. Telón Guerra (2022), sobre unas trabajadoras sexuales que fueron asesinadas y abandonadas junto a un río, y Telón Paz (2022), donde un grupo de indígenas kogui celebra con música la restitución de sus tierras. Como resume Natalia Gutiérrez, en la obra de Beatriz González “lo trágico y lo bello conviven de maneras insospechadas”.

La exposición Beatriz González. Guerra y paz: una poética del gesto ocupa las salas 1, 2, y 3, así como la terraza sur del MUAC. Estará en exhibición hasta el 30 de junio de 2024.

Imagen de portada: Beatriz González, Empalizada, 2001. Fotografía de Juan Rodríguez Varón, cortesía MUAC