Si pudiera, elegiría ser un lepidóptero. Mariposa o polilla (no pondría objeción en el tipo), siempre y cuando tuviera el rasgo inequívoco entre los de mi orden: dos magníficos pares de alas membranosas en mi fase adulta, cubiertas por escamas aterciopeladas de colores vibrantes —si es que prefiero el día— u opacos —si lo mío es fundirme con la oscuridad de la noche—.
Estaría orgullosa de mi grupo de insectos, el segundo más diverso después de los acorazados coleópteros, comúnmente llamados “escarabajos”. En mi entorno, llevaría a cabo las funciones ecológicas más indispensables y a lo largo de mi faena aprovecharía para presumir leyendas como la que narran los mazahuas en Michoacán y el Estado de México acerca de mis parientes:
Cada año, al cambiar el viento en otoño, llegan a los bosques de oyamel las Xepje o mariposas monarca. Son hijas del sol. Anuncian la temporada de cosecha y traen en sus alas las almas de los difuntos. La persona afortunada que se cruza con alguna durante la celebración del Día de Muertos podrá escuchar en su aleteo, como un susurro, el mensaje del ser querido.
Sin mí, la reproducción sexual resultaría casi imposible para muchas especies de Gimnospermas, pues ¿quién sino yo acarrearía el polen de flor en flor para asegurarles un buen intercambio de genes? Además, los biólogos verían mi ausencia como un indicador de que algo “anda mal” en el ambiente —quizá a causa de la deforestación o la contaminación— y encenderían las alarmas.
Como todo lepidóptero, mi ciclo de vida empezaría en forma de huevo. Mediría unos cuantos milímetros de diámetro y “mi madre” me colocaría en el envés de una hoja, lejos de la intemperie, los depredadores y los ojos curiosos. Al cabo de unos días, me habría convertido en una oruga o larva, tan famélica que arrasaría con los restos de mi cascarón y con la hoja que me sirvió de techo. Comer sería mi único trabajo. Sin riesgo a indigestarme, me tragaría las mudas de piel que voy soltando conforme las hormonas juvenil y ecdisona me hacen crecer hasta aumentar cien o mil veces mi tamaño original.
Científicos descubrieron que ese poder digestivo se debe a que el intestino de las larvas de lepidópteros presenta un pH extremadamente alcalino, casi como el de la sosa cáustica que se utiliza en plomería para destapar caños. Según el profesor en fisiología animal Dennis Kolosov, su capacidad de crecimiento tiene que ver con unos riñones tan eficientes que eliminan a gran velocidad los desechos, lo que permite que una oruga pueda seguir comiendo.
En caso de que me tocara ser un chinicuil —es decir, una larva de la especie de polilla Comadia redtenbacheri—, caminaría con mis patas diminutas de la penca de un agave al tallo para barrenar su interior y devorarlo. Con suerte, evitaría acabar en el fondo de una botella de mezcal, como sugiere un reciente estudio realizado por entomólogos del Museo de Historia Natural de Florida.
Solo hasta quedar saciada me detendría, lista para que mi metabolismo rompa con toda lógica. Dependiendo de mi especie, me enterraría en el suelo, migraría a una rama o regresaría a una hoja como la que me vio nacer y, tras colgarme de cabeza, iniciaría mi etapa de pupa. Es entonces cuando las orugas de mariposa endurecen su última muda de piel para formar una crisálida —cuyas características la hacen camuflarse con su entorno— y las larvas de polilla tejen una cubierta extra o capullo de seda a partir de una secreción líquida que se solidifica al contacto con el aire.
Me tomaría con calma ese estadio porque, aunque por fuera parecería que solo estoy descansando, por dentro estaría pasando por una cascada de cambios que hasta hace poco eran desconocidos para los humanos. Antes, las personas interesadas no tenían otra opción que cortarme a la mitad y encontrarse con un inexplicable ser. Ahí se hubiera truncado mi historia. Sin embargo, gracias al avance de la ciencia, hoy me es posible compartirla de principio a fin. Puedo contarles cómo libero unas proteínas enzimáticas denominadas “caspasas”, que disuelven mis entrañas en una “sopa celular” para luego reconfigurarla en nuevos ojos, patas, boca, genitales y, por supuesto, nuevas alas.
Fue el biólogo estadounidense Richard Stringer quien comenzó a develar dicho fenómeno a finales de los años noventa. Su intención era mirar el interior de la crisálida: primero probó con el ultrasonido de un colega obstetra, pero falló. Más tarde recurrió a la tecnología de rayos X de las mastografías e igual fracasó. Por último, convenció al Center for In Vivo Microscopy de la Universidad de Duke para usar un equipo de resonancia magnética. Juntos hicieron hasta doscientas tomas transversales diarias de la pupación de varias Danaus plexippus (mariposa monarca) desde distintos ángulos y notaron hechos tan impresionantes como la transformación del intestino de la oruga en el órgano reproductivo de la mariposa.
Mi dramático cambio respondería a una serie de señales moleculares halladas recientemente. La hormona juvenil volvería a entrar en acción pero, contrario a lo sucedido en mi fase de larva, esta vez se presentaría en bajas cantidades para indicarle a la ecdisona que ha llegado la hora de moldear un imago o un lepidóptero adulto.
Los expertos saben eso porque han emprendido dos clases de experimentos. Por un lado, a orugas recién nacidas les han retirado las glándulas que producen la hormona juvenil, lo cual adelanta su pupación, dando pie a un adulto prematuro. Por otro, las mismas estructuras han sido trasplantadas a larvas que están a punto de pasar a crisálida y, aunque siguen creciendo, nunca se vuelven imagos sino que su desarrollo se detiene.
Lejos del bisturí y los laboratorios, en condiciones normales como las que imagino para mí, la ecdisona funcionaría a modo de centro de control de dos grupos de genes clave en mi devenir. Uno de los conjuntos es responsable de la apoptosis o muerte celular programada, la estrategia con la que los organismos se desentienden de las células innecesarias o las que están dañadas.
El segundo conjunto de genes codifica la autofagia —que significa “comerse a sí mismo”—. La investigadora de la Universidad de Viena, Verena Baumann, la describe como un mecanismo fascinante que asegura el bienestar de la célula al ayudarla a repararse y procesar sus residuos. En este caso, la célula no muere, sino que recicla sus componentes. Los lepidópteros son los campeones de la autofagia en el reino animal y entenderlos puede dar pistas acerca de padecimientos humanos donde ese proceso tiene algún defecto, como el Alzheimer y el Parkinson.
No todo en mí se desintegraría por apoptosis y autofagia. Ciertas partes de mi antiguo cuerpo quedarían prácticamente intactas dentro del capullo o la crisálida. Me refiero a mis discos imaginales, puñados de células altamente organizadas que conservaría desde la época en la que era un simple huevecillo. Estas unidades poseen la peculiaridad de ser determinadas y no diferenciadas, lo que significa que traen consigo un destino irrevocable de pata, ojo o ala que se manifiesta en el instante correcto.
Mi cerebro tampoco se alteraría demasiado. De hacerlo, ¿cómo podría guardar recuerdos de mis días como larva? Esta fue la hipótesis con la que trabajó un equipo de la Universidad de Georgetown, y para demostrarla sometieron a gusanos del tabaco (Manduca sexta) a shocks eléctricos condicionados por cierto olor. Las orugas “aprendieron” que cada vez que percibían ese aroma recibían una descarga, por lo que desarrollaron una memoria asociativa de aversión a la sustancia. Según el equipo de trabajo, ya convertidas en adultas, las ahora polillas evitaron exponerse a dicho estímulo debido a que recordaban la experiencia previa.
Algo que yo intentaría no olvidar jamás es la manera en que recubro de escamas mis portentosas alas. Esto era también un misterio, pero un conjunto de ingenieros del Massachusetts Institute of Technology dio a conocer en 2021 la visualización más detallada del proceso hasta la fecha. Retiraron una pequeña porción de la crisálida de Vanessa cardui (o “vanesa de los cardos”), la sustituyeron con un material para no perder de vista el interior y grabaron todo en video. Así descubrieron que el arreglo de las escamas es superpuesto, semejante al de un techo de tejas, y que cuando estas alcanzan su tamaño máximo desarrollan finas prolongaciones que influyen en el color del lepidóptero y en su capacidad de repeler la lluvia. Se trata de una arquitectura tan hermosa como útil, pues podría servir de modelo para el diseño de textiles impermeables.
Ese sería mi último legado antes de culminar lo que los estudiosos llaman “metamorfosis completa”, un truco evolutivo que me permitiría cambiar drásticamente no solo de morfología, sino de estilo de vida. Tras romper mi envoltura y secarme al sol, saldría a buscar el néctar un aleteo a la vez.
Imagen de portada: Theo van Hoytema, Flores y mariposas, 1910. Rijksmuseum