En la página cincuenta de Punto de cruz, la narradora que ha aprendido a leer y escribir al mismo tiempo que aprendió el punto de cruz, confiesa que nunca ha leído ni leería un manual para escribir novelas. Pero advierte que —por qué no— se podría escribir a partir de las instrucciones de los manuales de bordados. “Tomar esas pautas como si fueran sabios consejos desinteresados”, dice. Acaso pensar en esas indicaciones no de manera literal, sino en sus alcances simbólicos. Y uno de los ejemplos que menciona y que podría corresponder al Manual de costura para damas de 1886, que ha heredado de su abuela yucateca, es el siguiente: “No aprietes mucho la puntada, ya que, si lo haces, la cadena se cierra y pierde el efecto”. Eso practica, exactamente, Jazmina Barrera en este laborioso y erudito tapiz de 198 páginas publicado por las editoriales Tránsito, en España, y Almadía, en México, que a fin de cuentas es una novela. Una novela ensayística y fragmentaria, muy acorde con los anteriores libros de la escritora mexicana. Puntada tras puntada, el texto va dejando abierta una cadena de imágenes, retazos, rumores, cuchicheos, apuntes, reflexiones, “recaditos de adolescencia” y rescoldos de una trama cruzada que va y viene en el tiempo, la historia del bordado desde sus expresiones más antiguas y la historia de una amistad entre mujeres. Hay, como médula del libro, tres amigas (la narradora Mila, Citlali y Dalia) que fueron inseparables en la adolescencia, que se imaginan a sí mismas como una criatura de dos o tres cabezas, con el mismo léxico, las mismas frases recurrentes, una entonación similar, una frescura común; tres amigas a quienes el correr de los años ha distanciado. Tres amigas que bordan todo el tiempo y que se reencuentran, al morir una de ellas, en la tela de la memoria. Como haría la araña y tal como lo plantea la filósofa, bióloga y ecofeminista Donna Haraway, la narradora de Punto de cruz va estableciendo relaciones tentaculares. Aguja y lápiz, hilo y palabra, puntada y párrafo se entremezclan para enlazar aprendizajes de cuerpos femeninos que mutan e ir desplegando el relato por asuntos como el deseo recién inaugurado; la voracidad lectora y el influjo del arte; la violencia que asimilamos desde la infancia, a veces soterrada, a veces explícita, a veces proyectada en un mundo paralelo; los viajes de iniciación y los que permiten tomar conciencia del privilegio; las miradas divergentes sobre la maternidad; las pérdidas afectivas o la inagotable riqueza del bordado como labor y raigambre, como confinamiento doméstico pero también como técnica artística de resistencia y trabajo colectivo. La palabra tentáculo, dice Haraway, viene del latín tentaculum, que es “antena”, y de tentare, que en una de sus acepciones es “sentir”. Antenas como agujas en punta que permiten tantear y sentir lo que se aproxima, pero también el eco de una tradición. Vemos en esta novela una genealogía tendida en decenas de fragmentos, al modo de ensayos bonsái, que van cruzando el relato central y alumbran, por ejemplo, historias como la de Filomela, relatada por Ovidio en sus Metamorfosis, que resuena con un eco nuevo en estas páginas: la mujer es violada por el esposo de su hermana, quien la encierra en una cabaña y le corta la lengua. Sin habla pero con las manos libres y dispuestas a la tarea de sobrevivir, Filomela teje un tapiz en el que narra lo ocurrido y lo envía a su hermana a través de un guardia. Barrera convoca otros episodios novelados, como los de Margaret Atwood en El cuento de la criada o Los testamentos, donde las mujeres de la clase alta reciben lecciones de bordado pero no de lectura, aunque habrá excepciones y descubrimientos que abrirán los ojos a las demás y harán ver que “escribir es como bordar, cada letra es como una imagen o una fila de puntadas, una vez que aprendes las letras solo tienes que aprender a coserlas todas juntas”. Y quedará resonando en Los testamentos la frase que la reina María I de Escocia bordó antes de ser decapitada: In my end is my beginning. Pero vemos también en Punto de cruz la referencia a las arpilleras de Violeta Parra, que fueron expuestas en el Louvre en 1964, y su continuación en el tiempo con las pobladoras chilenas que siguieron bordando tapices en los que aludían a los detenidos desaparecidos y los crímenes de la dictadura. O el uso contemporáneo del bordado en artistas que han intervenido su piel, como la inglesa Eliza Bennett, que cose su mano con aguja e hilo para replantear el “trabajo de mujer”, o la brasileña Letícia Parente, que en 1975 zurció en la planta de su pie la frase Made in Brazil y dejó registro de la acción en un video para denunciar la tortura del régimen militar en su país. Hay un momento que tal vez encierra el sentido completo del libro y que establece vínculos sutiles y oportunos con el presente: Mila y Citlali conversan sobre vacunas, virus y bacterias. Citlali ha leído, ya no recuerda dónde, una frase que le hace pensar en la multiplicidad de seres que habitan nuestros cuerpos y en el modo en que los organismos de esos seres vivos están ligados entre sí: “Somos jardines en la selva”, dice. Consciente de que las palabras texto y tejido comparten la raíz latina texere, que significa tejer, trenzar, enlazar, Mila escucha la frase en boca de su amiga y piensa que la quiere bordar. Bordar las cinco palabras, las veintidós letras. Citlali le aconseja que lo haga con punto de cruz, justamente, porque esa técnica representa muy bien el sentido de la frase: “Son figuras, cruces que parecen individuales pero que en realidad son una cadena y un solo hilo. La misma cosa”. Jazmina Barrera hace notar la distancia del bordado con la idea de originalidad que impera en el canon masculino del arte occidental. El hecho de haber sido considerado prejuiciosamente como un oficio menor, una “manualidad” más que un arte, ha dado aliento a una red plural, silenciosa y colaborativa de bordadoras y tejedoras cuyos tentáculos integran un cuerpo común, alejado de la exclusividad. Criaturas de dos o tres o cien cabezas. “En el bordado se reproducen, se comparten y se enseñan patrones y puntadas. Podemos rastrear hasta el antiguo Egipto algunos patrones que se siguen usando hoy en día”, apunta la narradora, tras citar un fragmento del ensayo “La modernidad empieza con la aguja”, de Margo Glantz, en el que la autora de Las genealogías apuesta a que “si la historia la hiciesen las mujeres, se registraría el descubrimiento de la aguja y del hilo como el inicio de la Edad Moderna” o a que “tejer o bordar son actos definitivos, mucho más definitivos que producir una bomba atómica”. Y la narradora de Punto de cruz concluye: “Transcribo las palabras de Margo y es como si estuviera bordando, copiando un patrón”. Es lo que ocurre también al escribir esta reseña. Transcribo las palabras de Jazmina y es como si estuviera bordando, copiando un patrón muy antiguo. Entrando a un jardín con fondo de selva, identificando su trama y su urdimbre, leyendo una tradición, dejando que el silencio se cuele y acudiendo otra vez al antiguo manual de costura: “Cuando se deja de bordar, hay que soltar la labor del bastidor para que la tela respire”.
Imagen de portada: ©Mariana Rivera, Libertad sobre ruedas en 1950, 2020. Cortesía de la artista