Una de las figuras más entrañables de la cultura geek es James Howlett, alias Logan, más comúnmente conocido como Wolverine. Nacido en las páginas de cómics de la compañía Marvel en la segunda mitad del siglo XX, este personaje alcanzó fama mundial a inicios de los 2000 con la saga de películas X-Men, y más tarde con sus proyectos cinematográficos en solitario, todos protagonizados por el actor Hugh Jackman. Identificarlo es fácil: un peinado que recuerda a las orejas puntiagudas de un lobo, un puro siempre entre los dedos, brazos velludos y garras retráctiles cubiertas de un metal ficticio llamado adamantium. Sin embargo, el rasgo más distintivo de este superhéroe es la inmortalidad que le conceden sus genes X.
Hasta hace unos años, se creía que las habilidades de Wolverine solo existían en el universo ficticio de Marvel. Pero experimentos recientes efectuados en algunos animales han demostrado que no es así. La inmortalidad es real, existe, a veces bajo mecanismos biológicos muy similares a los del mutante más famoso de la cultura popular.
Muy pocas cosas pueden detener a Wolverine, pues su cuerpo sana inmediatamente después de recibir un disparo mortal, ser atravesado por una espada o alcanzado por una explosión nuclear. Pero aunque este superhéroe parezca indestructible, sus poderes palidecen ante los de un peculiar grupo de animales microscópicos llamados tardígrados, también conocidos como “osos de agua”.
Estas criaturas, familiares lejanos de los artrópodos, no sobrepasan los 0.5 milímetros de largo y pueden vivir en cualquier lugar del planeta en donde haya líquenes, musgos, suelo u hojarasca y algo de humedad. Incluso, algunos habitan el fondo del mar. Durante la última década, los tardígrados han sorprendido a científicos de todo el mundo por sus increíbles capacidades para sobrevivir bajo casi cualquier circunstancia, incluyendo las que son adversas para la mayoría de los organismos de nuestro planeta. Sus diminutos cuerpos resisten sin problemas temperaturas entre los -200 y los 150 °C, es decir, en entornos más fríos que los polos y más calientes que el agua en ebullición. Además, son capaces de pasar hasta diez años sin alimentos ni agua, lo que consiguen gracias a un mecanismo biológico que les permite entrar en una suerte de estado de animación suspendida en que la actividad de su metabolismo se reduce por debajo del 1 por ciento. Sus cuerpos también resisten salir disparados de un arma de fuego, soportan niveles de radiación ionizante mayores que la generada por el accidente de Chernóbil y cataclismos devastadores, como el impacto del asteroide que aceleró la extinción de los dinosaurios. De hecho, es muy seguro que estos animales hereden la Tierra en caso de que suceda una hecatombe de dimensiones apocalípticas, a no ser que se trate de la muerte del Sol.
Los osos de agua son, en cierta medida, responsables de que los científicos no pierdan la esperanza de encontrar formas de vida en otros planetas, pues no tienen problemas para sobrevivir en el vacío del espacio exterior. Esta característica hizo que en 2019 se enviaran varios especímenes a la Luna en la sonda israelí Beresheet, la cual acabó estrellada en la superficie del satélite natural de la Tierra. Hasta 2021 los científicos confiaban en que los tardígrados se habían ganado oficialmente el mérito de ser los primeros animales en colonizar la Luna. Pero tras una serie de experimentos de laboratorio, descubrieron el talón de Aquiles de esta especie: cuando alcanzan velocidades superiores a 1 km/s, mayor que una bala, se desintegran. Por tanto, es muy probable que no sobrevivieran los enviados en la sonda Beresheet.
Los tardígrados no son los únicos animales que dejan en ridículo los poderes mutantes de Wolverine. Es sabido que el superhéroe regenera su cuerpo a un ritmo tan rápido que apenas envejece, lo que le ha permitido mantener durante siglos la apariencia de una persona de 40 años. Sin embargo, por muy inverosímil que esto parezca, no es nada al lado de lo que pueden hacer las hidras, invertebrados de la clase Hydrozoa (perteneciente al filo Cnidaria, comúnmente denominados “celentéreos”) que viven en agua dulce. Estas poseen un cuerpo alargado y varios tentáculos con células urticantes que pican y les ayudan a atrapar a sus presas, casi siempre crustáceos e invertebrados pequeños, así como gusanos.
Su contraparte mitológica es una sierpe gigante y venenosa de nueve cabezas que aterrorizaba a quienes vivían en Lerna, al sur de Argos y muy cerca de la costa oriental del Peloponeso. En su segundo trabajo, Heracles se enfrentó al monstruo con una espada. Lo decapitó una, dos, tres, cuatro veces, pero de cada corte salía un par de cabezas más fuertes que las anteriores. Casi a punto de desfallecer por el cansancio de la pelea, se le ocurrió una manera de exterminar a la Hidra: quemar los muñones, cauterizarlos para evitar la regeneración. La bestia, finalmente, murió; sin embargo, de haber contado con las habilidades de la hidra real, es muy probable que el semidiós griego no hubiese llegado a realizar un tercer trabajo.
Las hidras tienen la capacidad de regenerar cualquier parte de su cuerpo, y mucho más. De hecho, si se dividiera en muchos pedazos, cada uno crecería hasta crear nuevas hidras. Esta última condición no resulta nada extraña si consideramos que se trata de un mecanismo de reproducción asexual, muy común en plantas y parecido al de otras especies animales como las planarias y algunas estrellas de mar. Los científicos han descubierto que la habilidad de regenerarse indefinidamente responde a que hay células madre en casi todo el cuerpo de la hidra, aunque también se especula que otra razón puede ser la presencia de proteínas FoxO, que se relacionan con el envejecimiento de las células. Todavía la ciencia no ha revelado todos los secretos de este gen, pero se conoce que puede encontrarse en los humanos, y más activamente en aquellos que superan los 100 años de edad.
Si los poderes de Wolverine parecen sorprendentes, ¿qué pensar de un animal que no solo es incapaz de morir, sino que puede hacerse joven y escapar así de la vejez? Este es el caso de la Turritopsis dohrnii, que habita en una franja que abarca desde el Pacífico central hasta el Caribe, pasando por algunos mares de Europa. La también llamada “medusa inmortal” aparenta ser un celentéreo más que se mueve por el agua agitando sus tentáculos, buscando plancton, huevos de peces y pequeños moluscos para alimentarse. Sin embargo, tiene una habilidad única en la naturaleza que la vuelve vulnerable solo a factores externos.
En su etapa juvenil o de pólipo las Turritopsis dohrnii se fijan al lecho marino, tal como lo hacen las anémonas, y solo se liberan al llegar a la juventud para comer y aparearse. Pero si se estresan por algún cambio ambiental que las haga sentirse amenazadas, dan vuelta atrás a su ciclo de vida y vuelven a ser pólipos. En otras palabras, es como si regresaran en el tiempo cada célula de su cuerpo.
Cuando rejuvenece, esta medusa disminuye su tamaño y reestructura todos sus tejidos. Ello es posible gracias a que controla con gran exactitud qué genes activa y cuáles deja de expresar, como si poseyera un interruptor genético. Durante ese proceso ocurre lo que en biología se conoce como transdiferenciación, que básicamente permite que una célula se transforme en otra sin necesidad de ser una célula madre, cambiando también sus funciones —es como si los seres humanos pudiéramos lograr que las células del hígado se volvieran células del corazón—. Aunque otras medusas también hacen esto, ninguna tiene la capacidad de realizar semejante transformación un número indefinido de veces, y mucho menos después de llegar a la madurez sexual.
Los científicos han intentado descifrar la sorprendente genética de la Turritopsis dohrnii pero, a pesar de haber logrado algunos avances, los secretos de su inmortalidad se les siguen resistiendo. Hasta el momento, solo se sabe que esta medusa rejuvenece debido a un complejo y bien coordinado sistema de replicación y reparación del ADN, y también a la longitud de sus telómeros, regiones de ADN no modificantes que, ubicadas en los extremos de los cromosomas, permiten a los genes tener estabilidad estructural y que la célula pueda dividirse. Muchos genetistas les adjudican a los telómeros el papel de temporizador de la célula y, por tanto, de la vida, algo parecido a un reloj que establece cuándo moriremos por causas naturales. Una hipótesis indica que el tamaño de dichas regiones determina la cantidad de veces que una célula puede replicarse antes de morir, lo cual explicaría por qué unas especies son más longevas que otras. Entonces, el misterio de la inmortalidad de la Turritopsis dohrnii podría estar en el tamaño de sus telómeros.
Cuando se dice que la realidad puede superar a la ficción, rara vez se piensa en casos como estos. Lo que eran habilidades únicamente posibles en la imaginación humana, donde el tema de la inmortalidad resulta un lugar común, desde hace millones de años se expresan en la naturaleza de maneras más extremas y sorprendentes. Durante mucho tiempo depositamos la frustración de no poder escapar a la vejez y la muerte en personajes como Wolverine, Drácula y el Judío Errante. Hoy sabemos, sin embargo, que la posibilidad de vivir para siempre está más cerca que nunca, encerrada en los genes de un puñado de animales.
Imagen de portada: Arrecife de coral Trepang o bêche-de-mer, en William Saville-Kent, The Great Barrier Reef of Australia, 1893. Biodiversity Heritage Library