Ya no sé cómo llegué a Mary Wigman (1886-1973). En algún momento me habré topado su nombre mientras leía sobre alguien más: una nota al pie o una mención entre paréntesis que reclamaba mi atención, que me guiñaba el ojo. Algunos personajes se me imponen así: por casualidad, pero de manera inexorable. Al buscarla en Google, lo primero que vi fue un fragmento de su Hexentanz en YouTube. La primera versión de la pieza es de 1914, aunque el video corresponde a una versión posterior, de 1926. La Hexentanz o “Danza de la bruja” fue la primera pieza coreográfica de Mary Wigman, quien llegó a la danza tardíamente en su vida (a los veinticinco años). Pese a la mala recepción crítica en sus primeras presentaciones públicas (su estilo, finalmente, rechazaba la belleza y se permitía incursionar en lo grotesco), pronto se estableció como una de las máximas expositoras del expresionismo alemán y de la vanguardia dancística. En su libro El lenguaje de la danza (una mezcla de autobiografía y declaración de convicciones teóricas), Wigman recuerda la experiencia que dio origen a la Hexentanz:
Una noche, al regresar toda agitada a mi habitación, miré al espejo por causalidad. Lo que vi fue la imagen de una mujer poseída, salvaje y disoluta, repelente y fascinante. El cabello revuelto, los ojos sumidos en sus cuencas, el camisón torcido —lo que le daba al cuerpo una apariencia casi informe—: allí estaba ella, la bruja, la criatura ligada a la tierra, con sus instintos irrestrictos y desnudos, con su insaciable lujuria por la vida, bestia y mujer al mismo tiempo.
Lo único que se oye durante la pieza son platillos y percusiones (Wigman era una entusiasta de los gongs orientales, a los que recurría como una técnica de meditación); a veces los golpes que da la ejecutante contra la madera del escenario se confunden con esa música primitiva. Wigman está sola, sentada en el piso, allí transcurre toda la pieza. Se arrastra hacia el proscenio, pero es difícil entender cómo se propulsa; hay algo mágico e inexplicable en su desplazamiento. Aquella pieza hizo célebre a Mary Wigman y le valió un lugar en la historia de la danza moderna. A pesar de que siguió bailando hasta mediados de los años cincuenta, es ese primer chispazo de oscura genialidad lo que más se recuerda y se discute de su legado (junto con sus principios en torno a la danza terapéutica, quizás). Cuando Wigman presentó su Hexentanz en Nueva York en 1931, un crítico especulaba que tal vez había un ayudante escondido bajo las tablas, y que ese ayudante iba moviendo a la bailarina hacia el frente. Era la única explicación posible, además de la posesión demoniaca (pero hubiera sido mal visto avanzar esa hipótesis en las páginas del New Yorker). Por momentos parece que Wigman está sufriendo algún tipo de ataque, de convulsiones. Sus muñecas se doblan hacia adentro; su cara, aunque la calidad de la imagen no permite verla bien, se tuerce grotescamente (y esto es imposible, aunque suceda: Wigman utilizaba una máscara rígida para esa pieza; ¿cómo es que la vemos gesticular, entonces —la madera convertida de pronto en una segunda piel?—)
Durante la Primera Guerra Mundial, Wigman encontró refugio en Monte Verità, una comunidad utópica —anarquista, vegetariana y nudista— en el cantón suizo de Ticino, donde coincidió con personajes de la cultura europea como su amiga Sophie Taeuber (que trabajaba por entonces en sus tapices abstractos), Hugo Ball, Piotr Kropotkin, Rainer Maria Rilke y el rosicruciano Theodor Reuss, discípulo de Aleister Crowley y fundador de una secta de inspiración masónica, la Ordo Templi Orientis —a la que, por cierto, pertenecía la pareja de Wigman en aquel entonces, el coreógrafo Rudolf von Laban—. Wigman se hizo amiga de Reuss, quien la inició en el hermetismo y le encargó la composición de una coreografía ritual para acompañar un “Festival del Sol” que funcionaría como un congreso de su secta. En Monte Verità se hablaba esperanto, se practicaba el psicoanálisis y se redactaban furibundos manifiestos. Dentro de aquel paréntesis de libertad creativa, mientras Europa se aniquilaba entre gases y trincheras, Wigman se empapó del espíritu del Cabaret Voltaire, pero manteniéndose fiel a sus intereses místicos y a su curiosidad por lo sobrenatural. En 1918, al terminar la Gran Guerra, la coreógrafa sufrió una “crisis nerviosa”. Su hermano había resultado herido en batalla y había regresado a casa amputado. El hambre y la desesperación cundían en Alemania. Wigman se separó de Von Laban y, destrozada, se internó en un hospital psiquiátrico. No me extraña que haya sido precisamente durante esa crisis que empezó a componer su primera suite de coreografías grupales, Las siete danzas de la vida. Quiero pensar que advirtió, en el sanatorio, la afinidad profunda entre los raptos místicos y la posesión histérica de otras internas; algo de su obsesión demónica, fáustica, le hizo comprender que también en la enfermedad y la locura latía ese fondo inarticulable de impulsos primitivos y ruido bruto que ella buscaba canalizar a través del arte. Me la imagino observando los movimientos obsesivos de las pacientes, las series de repeticiones rituales y los accesos de furia que cualquier interrupción desataba. Me la imagino en una esquina, dibujando con trazos frenéticos el movimiento de los veteranos de guerra perseguidos por alucinaciones; disfrutando, como nadie más podría disfrutarlo, el modo en que esos cuerpos encerrados interactuaban, creando una danza secreta de la que sólo ella tomaba nota. Tras recuperarse de su crisis, Mary Wigman se enamoró de Hans Prinzhorn, un psiquiatra e historiador del arte varios años mayor que ella, con quien mantuvo una relación de maestro-discípula. Prinzhorn se había dedicado, durante los años de la Gran Guerra, a amasar la mayor colección de arte realizado por enfermos mentales. No sé cómo se conocieron. Me gusta imaginar que Prinzhorn visitó, por curiosidad profesional, el sanatorio donde Wigman estuvo internada, pero probablemente no fue así. En cualquier caso, se enamoraron, vivieron juntos un tiempo y Prinzhorn siguió animando a sus pacientes a pintar, a hacer esculturas y bordados. Hasta ese momento, a nadie se le había ocurrido que el arte podía servir como auxilio en el tratamiento de las enfermedades mentales. Su colección tuvo una profunda influencia en el pintor francés Jean Dubuffet, que algunas décadas después comenzó también a coleccionar arte producido por locos. Su colección le sirvió a Prinzhorn para escribir El arte de los enfermos mentales: una contribución a la psicología y la psicopatología de la configuración (1922), en donde el psiquiatra alemán presenta y analiza el trabajo de diez pintores esquizofrénicos. El enfoque humanista de Prinzhorn, como era de esperarse, no corrió con buena suerte tras el ascenso del nazismo. Los nazis decidieron que era mejor asesinar a los locos en vez de ponerlos a pintar cuadros, y emprendieron el programa de eugenesia que les sirvió de modelo para el exterminio de los judíos. Prinzhorn, que murió de tifus en 1933, no vivió para ver este cambio de paradigma, aunque tal vez alcanzó a intuir lo que venía. Se había separado de Mary Wigman algunos años antes, pero seguían siendo muy buenos amigos. Algunas de las obras de su colección fueron incluidas en la célebre exposición de Arte Degenerado, organizada por el nazismo con fines propagandísticos en 1938. Mary Wigman tomó algunas de las ideas de Prinzhorn y las aplicó a la danza. Particularmente, las relativas al valor terapéutico del arte, y también la noción de que todos pueden hacer arte —y danza—, sin importar su condición o estado. Abrió una escuela en Dresden que los nazis clausuraron, aunque siguió enseñando en Leipzig durante la Segunda Guerra Mundial (se le criticó por colaboracionista) y, al término de ésta, bajo el comunismo. Después huyó a la Alemania occidental, donde pasó el resto de su vida.
No sólo en la Hexentanz, sino también en piezas posteriores (en el poema escénico Totenmal o “El llamado de los muertos”, en colaboración con Albert Talhoff, por ejemplo), Wigman aborda arquetipos de lo nefando —la bruja, el demonio, el médium— desde una perspectiva absolutamente original y vitalista, rehuyendo la convencionalidad de la belleza y rebuscando, en las aguas más revueltas del espíritu, la materia de su arte. Personaje casi olvidado, no exento de contradicciones, Wigman es una de tantas pioneras obliteradas de las artes contemporáneas que vale la pena revisitar, para leer desde otro lado el siglo XX y sus secuelas.
Imagen de portada: Ernst Ludwig Kirchner, Die Tanzende Mary Wigman, 1933