El martirio consiste en la repetición: abrir los ojos cada mañana con la misma música del despertador, recorrer el camino de siempre rumbo al trabajo, saludar con estribillos, regar y podar el pasto infinitamente verde. Polo no soporta un día más de una vida circular en la que carece de espacio propio, tampoco su eterna condición de desposeído. Incluso la fantasía de libertad que asocia con su primo Milton y la posibilidad de sumarse a las filas de aquellos implica renunciar a su voluntad y servir a una agrupación donde no cabe la individualidad. En su más reciente novela, Fernanda Melchor alterna el flujo de conciencia del relato entre Polo, el chalán del fraccionamiento residencial Paradise, y Franco, residente temporal de la casa de sus abuelos en el mismo condominio. Si el primero es un Sísifo moderno condenado por su entorno, el segundo lo está por su mundo interior: Franco vive obsesionado con la idea de tener sexo con una de las vecinas, la señora Marián. En ese sentido, ambos son dualidades complementarias en comunión mediante las borracheras que se ponen en una casona abandonada a un costado del río Jamapa, en el corazón del manglar. Cuando están juntos, Polo y Franco representan al hombre esclavizado sin posibilidad de redención: no existe la libertad humana afuera ni adentro, y mucho menos en el mundo prístino del condominio familiar, con su alberca de azules imposibles y sus paredes de un blanco inmaculado. Si acaso la única opción está más allá, en la espesura; el lugar donde los límites son irregulares, en el que reside la oscuridad y el sonido de las cigarras se puede confundir con la risa de un fantasma maldito. Los muchachos fraguan su promesa de liberación precisamente en la casona abandonada donde, se dice, habita el fantasma de la Condesa Ensangrentada. Uno de ellos planea liberarse por medio de la carne, ofrecerle sudor y pelo a la fantasía mental; el otro desea confirmar su existencia en su capacidad de tener cosas, recuperar el dominio de sí extendiéndolo a la posesión de objetos. Polo, al contrario de Franco, necesita desprenderse lo mejor posible de su cuerpo, como mano de obra y como ser sexuado. ¿Y qué pasa con las mujeres? La mamá y Zorayda, la prima de Polo, representan a las guardianas de su prisión. Mientras la matriarca administra el sueldo de su hijo, la otra mujer seduce a Polo y gesta a su primogénito como resultado. Sin embargo, para él ese embarazo es agencia de alguien más, uno de los tantos hombres con los que imagina a su prima. Su relación, que según él consistía en abusar de ella a manera de castigo por sus actitudes promiscuas, se descubre en sus cabilaciones más profundas como un incesto guiado por ella, casi en un gesto de castración. Las mujeres son, de esta manera, percibidas como seres libres, dueñas de los bienes materiales y de sus cuerpos. De forma similar se caracteriza a Marián, el objeto de deseo de Franco. Prototipo digno de una ilustración de Norman Rockwell, la señora Maroño lleva y trae a sus vástagos en una camioneta blanca, se encarga de mantener el funcionamiento de su casa y de cuidar su apariencia; parece, en resumen, dueña de sí. El conjunto de estas valquirias alcanza también a la jefa de Milton, capo de las filas del narco en Veracruz con quien se cuadran incluso los tipos que son capaces de matar a alguien sin dejar de sostenerle la mirada. Páradais podría leerse como un mito crepuscular de la masculinidad en declive porque muestra la decadencia de un sistema de valores patriarcales que muy recientemente ha comenzado a dar señas de caducidad.
Polo daba puras vueltas en balde y al final terminaba sentado sobre un tronco pálido en el playón de la casa de Milton, tirando piedras al río y pensando qué carajos iba a hacer, porque parecía que ya no le quedaban amigos en Progreso, ni siquiera conocidos, como si toda la gente de su edad y la gente de la edad de Milton se hubieran largado a Boca para siempre, o anduvieran huidos por culpa de aquellos.
La primera clave de este deterioro en la narrativa hegemónica está en el marco de la narración, que se plantea desde el arranque como una explicación posible que Polo prepara en su cabeza, por si se da el caso de que tenga que testimoniar sobre lo que pasó la noche nefasta: “Todo fue culpa del gordo, eso iba a decirles. Todo fue culpa de Franco Andrade”, que al ser un intento de justificación de la inocencia señala ya como reprobable lo que se narra a continuación. La segunda clave del desgaste está en la circularidad del conflicto, que tiene su correspondencia —y ahí uno de los rasgos geniales de Melchor— en la estructura del relato. Las fechorías fantasiosas de los personajes no conllevan el regusto de la victoria o siquiera de la afirmación masculina, sino todo lo contrario. Se viven, aun en el terreno de la conciencia, como desencuentros terribles cuando los sujetos regresan a su realidad material. El coro de la mamá de Leopoldo, “¿Quién te crees que eres?”, se repite muchas veces, como pauta de la pregunta actual más acuciante para el género masculino. La tercera clave y, a mi parecer la más contundente, es que la catarsis no llega ni en el crepúsculo fatal en la novela, no hay paz para los hombres, ni siquiera el pasado muerto ofrece alivio y los patriarcas no dejaron herencia.
Si su abuelo hubiera cumplido la promesa de enseñarle a construir un bote, si se hubiera tomado en serio aquel sueño que a menudo acariciaba cuando pescaban juntos en el puente, Polo ni siquiera tendría que volver a ese pinche fraccionamiento
En el momento más desesperado, Polo regresa a la casa materna cruzando a nado y como puede el río Jamapa, símbolo de la corriente imparable que desemboca en el mar. Así como no hay forma de alterar su dirección, tampoco la hay de recuperar el tesoro robado de una hombría que ha perdido sus antiguos pilares en el trabajo, el sexo y el ejercicio de la violencia. Ya desde sus novelas previas, Falsa liebre y Temporada de huracanes, Melchor había dejado claro que su escritura nombra de forma explícita el horror y que no le tiemblan las manos al transformar en literatura las historias que pueden leerse en cualquier periódico del quiosco, pero en Páradais la autora decidió dar un paso más y hacer una oda al derrumbe de la masculinidad ortodoxa. Lo que podría ser una historia moralina sobre el castigo del crimen, se presenta aquí como una exposición quirúrgica de la inoperancia de ese modelo. En un panorama más amplio, con esta obra Melchor toma la estafeta de las estéticas de Juan Rulfo y José Revueltas, los mejores narradores mexicanos del siglo XX, para reanimarla en una prosa indolente que, sin embargo, captura a la lectora de modo que una vez abierto el libro no lo puede cerrar hasta llegar a la última página. Subrayo el trazo de continuidad entre la obra de esos dos narradores y la de Melchor porque no es la única en apuntar esa genealogía; las últimas dos obras de Cristina Rivera Garza —Había mucha neblina o humo o no sé qué y Autobiografía del algodón— señalan hacia ese mismo pasado, aunque su propuesta va más por la hibridez genérica del discurso y la añadidura confesa del material de archivo en la narrativa.
Imagen de portada: Santiago Solís, Anónima en Tomita Beach, 2020