Desaparece. Y sin embargo aún está frente a ti, todavía de pie y todavía desnuda en el baño vacío. Es joven de nuevo. Cinco, diez, puede que incluso quince años atrás. La ves tal y como era en el momento en que llegaste a la casa —aunque sientes como si no hubiera pasado el tiempo; como si ese primer día no hubiera acabado nunca—. Sigue desnuda, pero ya no está parada en la puerta del aseo. Ni siquiera está ya la puerta. Sólo persiste el vaho de la bañera o algo que parece el vaho de la bañera, penachos de bruma que ascienden de la tierra helada. Y ella está tendida sobre la nieve. Está desnuda y está también, seguramente, muerta. La imaginas así, eternizada en el gesto de abrir la boca, fosilizada por el frío. No está sola. Por todas partes hay otros cuerpos, mujeres desnudas y muertas como ella, apiladas sobre la nieve. De pronto, un ruido. Se acerca un carro, bamboleándose: dos hombres con ropa de presidiario lo empujan con esfuerzo. Se detienen, se miran un instante y caminan hasta el primero de los cuerpos, apoyándose en sus bastones. De sus bocas asciende el calor de la respiración, en vaharadas rápidas que se disipan en el aire. Luego se inclinan y comienzan a cargar los cadáveres. Sólo que no son cadáveres: eso se lo han enseñado. Hay que llamarlos mierda, muñecos, basura, espantapájaros. Cuando alguien se equivoca y pronuncia la palabra “muerto”, la palabra “víctima”, los soldados lo azotan con sus fustas. Así que eso hacen ahora: recogen espantapájaros. Más tarde beberán un pocillo de fango y lo llamarán agua: masticarán una torta de arcilla negra y la llamarán pan. Porque han aprendido que sobrevivir significa sobre todo conocer el nombre apropiado de las cosas. Saben, por ejemplo, que organizar una camisa quiere decir robarla; que hay que evitar a los prisioneros con un triángulo verde cosido al uniforme y en cambio es fácil aprovecharse de aquellos que llevan un triángulo rosa o una estrella amarilla; que ser elegido en las selecciones significa convertirse uno mismo en espantapájaros; que hay que dormir encima de la escudilla y la cuchara para evitar que otros las organicen durante la noche; que trabajar en el comando Kanada alarga tu vida y palear carbón te la acorta. Lo que están haciendo ahora también tiene un nombre. Se llama limpiar el campo, y hay que hacerlo rápido, antes de que el kapo se acerque. La palabra kapo también han tenido tiempo de aprenderla.
Los presos —porque llevar un uniforme a rayas quiere decir estar preso, en este y en todos los lenguajes de la tierra— comienzan a arrastrar la basura hasta el carro. Cada uno lleva su propia porción, tal y como los soldados les han enseñado: basta disponer la contera de sus bastones por debajo de la barbilla —la barbilla de un espantapájaros— y tirar, tirar muy fuerte. Los talones van abriendo surcos poco profundos en la nieve, que a veces se tiñe de rosa. Los muñecos parecen levemente azules cuando aún están acostados sobre la nieve y blancos cuando los van cargando uno a uno sobre la carreta. Lo hacen con cuidado, con algo que parece consideración o respeto, y que quizá es simplemente cansancio. Cinco, diez, doce, veinte espantapájaros dispuestos como se amontonan las traviesas: una madera en un sentido y la siguiente en el opuesto. Para aprovechar el espacio. Esos hombres saben lo que hacen y la carga parece ligerísima en sus manos, cuarenta, tal vez treinta y cinco kilos cada una. Como si verdaderamente estuvieran rellenas de paja. No es un hermoso espectáculo: las muñecas están sucias y rotas, y los hombres procuran no mirarlas. Hay una que parece una anciana —la piel rugosa, de trapo— y otra que parece una niña y una tercera preñada como una matrioshka rusa, y también una muñeca a la que parecen faltarle o sobrarle piezas: en la piel blanca le brillan grumos como de sangre solidificada. Todas son feas. Todas están veteadas por costras de barro y de hielo y tienen las cabezas peladas. Los hombres las cargan lo más aprisa que pueden y al alzarlas en el aire los brazos raquíticos les cuelgan pesadamente, con el abandono de una marioneta descoyuntada.
Sólo el cuerpo de la Esposa parece intacto. Sólo el suyo parece, de hecho, un cuerpo, y uno de los presos se detiene en el mismo momento en que llega su turno. También ella tiene la cabeza afeitada y está iluminada por el resplandor del yeso, pero no parece una muñeca. Es una mujer. Una mujer hermosa, del modo contradictorio e insoportable en que puede ser hermoso un muerto. Parece una actriz, una modelo, una bailarina, con las piernas largas y torneadas colgando en el aire: una joven novia entregada a los brazos de su esposo, y el esposo que todavía no se decide a cruzar el umbral. Su cuerpo es pulposo, acogedor, sin heridas en los pies ni salpicaduras de lodo. Sobre la carne blanca sólo resaltan los pezones, muy rojos y muy duros, como bayas brillando en la escarcha. Vista de cerca resulta que no es la Esposa. No puede serlo, claro, pero a pesar de todo es fácil confundirlas. Se diría que es la Esposa si el tiempo pudiera marchar hacia atrás. La Esposa si en lugar de darse un baño hubiera preferido morirse sobre la nieve. Tampoco ella parece haber llevado zuecos de madera, ni alzado una pala, ni soportado un solo varazo en la espalda. Simplemente está muerta, y el preso la sujeta todavía indeciso en el aire. Tal vez piensa que es demasiado bonita para ser un muñeco, un trozo de basura, un espantapájaros. Tal vez está sopesando si puede cargarla sobre las demás o si al hacerlo la montaña se vendrá abajo. Su duda es casi conmovedora. Y ella es casi una niña, con las manos sin llagas hechas para bordar tapetes o sujetar estilográficas.
Fue joven y hermosa en algún lugar muy lejano, en Grecia o en Noruega, en España o en Yugoslavia, en Francia o en Rusia o en Italia, y ahora está allí, acunada en los brazos de un desconocido, como si esperara continuar su viaje. Seguramente era todavía virgen. Y es inevitable imaginar el inmenso trabajo que ha implicado cuidar y alimentar ese cuerpo durante tantos años, toda la vida cubriéndolo de vestidos y frazadas, de camisones de noche, de faldas, de medias, pañuelos, ligas, pulseras, enaguas; baños calientes en la tina de la casa y domingos de colorete y perfume. Su madre envolviendo día tras día a su hija para regalo; para que algún día encuentre un buen esposo que desabroche la lazada de su sostén, como algunos niños tiran del cordel de las piñatas. Y luego descubrir que lo único que los hombres querían era sacarla de su aldea —y tal vez ése era su primer viaje— y amontonarla en una carreta demasiado pequeña igual que se amontonan los leños. La suya es una historia que no se puede contar, que no se debería contar, porque deja de tener sentido. Cómo podrían comprenderla los chicos anónimos que se hicieron hombres soñando con desnudarla con sus manos; que una noche se escondieron al pie de su ventana para espiarla en la oscuridad y atisbar un pecho, un muslo, un tobillo, cualquier minúscula porción de su carne al descubierto. Ahora está allí, sujeta en el aire con desgano, con el secreto de su belleza por fin revelado y después de todo inútil. Esa desnudez guardada tanto tiempo para nadie, convertida ahora en basura que todos evitan mirar o tocar. Una cosa inútil hecha para dar quebraderos de cabeza al preso que no sabe si apretar la carga un poco más o hacer otro viaje. También él es muy joven. Dieciséis, como mucho diecisiete años; cuarenta y cinco, todo lo más cincuenta kilos. Quizá él también es virgen. Ésta podría ser la primera vez que toca a una mujer desnuda. A lo mejor siente asco o a lo mejor se excita: quién puede saberlo. Porque es la primera vez que toca a una mujer desnuda y quizá también la primera vez que toca a un muerto. O tal vez no piense, no sienta nada. Un momento de duda y luego una decisión súbita: han de caber en la misma carreta, las veintitrés. Apretémoslas tanto como sea necesario o si no el kapo nos castigará por la demora.
[…] A veces, al vaciar las maletas, dais con artículos que no es fácil asignar a una pirámide concreta. Entonces tenéis que deteneros un momento para pensar. Los recién llegados saben que sólo deben traer consigo el equipaje esencial, sus bienes más valiosos, los más preciados, pero cada familia entiende cosas muy distintas por valioso o esencial. Así, junto con la ropa, los víveres y los objetos de lujo, encuentras una colección de soldados de plomo. Una botella de Burdeos cosecha de 1889, con su corcho ya mohoso y el vino picado. Un paquete de fósiles marinos. Un álbum de sellos. El borrador de una novela de ciencia-ficción. Un fajo de postalitas pornográficas. En una maleta particularmente ligera encuentras el cuerpo de un bebé, con los dedos sin uñas ensangrentados de escarbar el cartón. Los padres intentaron que burlara el control y a su modo lo lograron. El kapo mira el cuerpecito por encima de sus gafas —el cuerpo inflándose allí dentro, rígido y arriñonado; la piel enrojecida y como acecinada por el calor; la boca hinchada en un grito que nadie escucha—.
Quién puede saber lo que piensa entonces. Sólo cierra la maleta y se la lleva colgada del brazo en silencio, como un ejecutivo de cuentas o un vendedor de muestras a domicilio. Ríete. Hay que reírse. Lo deposita en el montón que le corresponde, junto a su familia y sus compañeros de viaje, que a estas alturas ya están desnudos y muertos, componiendo su propia pirámide. Porque los muertos también levantan pirámides: al menos eso es lo que cuenta uno de los presos, que conoce a alguien que conoce a alguien que trabaja en las cámaras. Dice que por algún motivo los prisioneros tienden a concentrarse en la puerta antes de morir, a apelmazarse, a pelear entre sí, a trepar los unos encima de los otros clavándose las uñas y los dientes, hasta formar una pirámide perfecta. Tal vez buscan alejarse del respiradero por donde se filtra el gas. Tal vez su instinto los empuja a precipitarse hacia la entrada, a congregarse como un rebaño acosado. Eso nadie puede saberlo. El caso es que la pirámide siempre está ahí cuando se disipa la neblina azul, una montaña de dos mil o tres mil cuerpos arracimados, como si también los muertos se esforzaran en dejar el trabajo hecho. Y al abrir la puerta blindada —los alaridos han durado diez o quince minutos, y luego el silencio— con frecuencia sucede, como sucede con el equipaje o los zapatos, que la montaña se viene abajo y los cuerpos se desparraman y ruedan hasta obstruir la entrada. Hay que recogerlos y transportarlos hacia los crematorios —¿cuánto pesa una pirámide de tres mil seres humanos?—, y para eso se usan palas y ganchos con los que separar la raigambre de brazos y piernas; arriba los hombres más fuertes y cada vez más abajo las mujeres, los ancianos, los niños, algunos con el cráneo reventado y la piel empapada de sangre o de mierda. Cállate, dice repentinamente uno de los presos, no ves que vas a asustar a los niños, algo a todas luces absurdo, porque hace mucho que no quedan niños. Pero así y todo el hombre obedece y continúa su trabajo en silencio. Ese hombre tal vez eres tú.
Tomado de Kanada, Sexto Piso, Madrid, 2017. Se reproduce con autorización. Próximamente será publicada Ni siquiera los muertos, nueva novela del autor, bajo el sello de Sexto Piso en México.
Imagen de portada: Claudia Luna, Escombros, 2014. Cortesía de la artista