A pesar de no haberme dedicado luego a la historia natural, dijo Austerlitz, muchas de las observaciones botánicas y zoológicas del tío abuelo Alphonso se me han quedado en la memoria. Hace sólo unos días consulté el pasaje de Darwin que me mostró una vez, donde se describe una bandada de mariposas volando sin interrupción durante varias horas a diez millas de la costa suramericana, en la que era imposible, incluso con el catalejo, encontrar un trozo de cielo vacío entre las tambaleantes mariposas. Especialmente inolvidable, sin embargo, me ha resultado siempre lo que Alphonso nos contó entonces sobre la vida y la muerte de las polillas, y todavía hoy profeso a esas criaturas, entre todas, el mayor respeto. En los meses más cálidos ocurre no pocas veces que alguno de esos insectos voladores nocturnos se extravíe en mi casa, procedente del trozo de jardín que hay detrás de ella. Cuando me levanto a la mañana temprano, lo veo todavía inmóvil en algún lugar de la pared. Saben, creo yo, dijo Austerlitz, que han equivocado su camino, porque, si no se los pone otra vez fuera cuidadosamente, se mantienen inmóviles, hasta que han exhalado el último aliento, efectivamente, se quedan, sujetos por sus garras diminutas, rígidas por el espasmo de la muerte, aferrados al lugar de su desgracia hasta después de acabar su vida, hasta que un soplo de aire los suelta y los echa a un rincón polvoriento. A veces, al ver una de esas polillas que mueren en mi casa, me pregunto qué clase de miedo y de dolor sienten sin duda en el momento en el que se extravían. Como sabía por Alphonso, dijo Austerlitz, no había realmente ninguna razón para negar a las criaturas más pequeñas una vida interior.
Acaban de leer un fragmento de Austerlitz, la última novela que escribió el alemán W. G. Sebald, antes de morir en un accidente automovilístico. El libro narra la vida de un niño en la Segunda Guerra Mundial, quien es separado de sus padres y llega como refugiado a Gales a vivir en la casa de un predicador y su mujer. La problemática del protagonista se basa en la memoria: el primer recuerdo que posee es su llegada a una estación de tren, olvidó el resto de su infancia. La prosa es densa y oscura, una descripción minuciosa de diversos temas y escenarios que se suman a otros recursos, aparentemente inconexos, entre ellos una serie de fotografías que se insertan entre pasaje y pasaje. Es sólo a partir de la segunda mitad del libro cuando el lector puede inducir que las referencias visuales representan la búsqueda del recuerdo perdido o “reconstruyen” esa ausencia de recuerdos para el personaje. Leí este libro meses antes de viajar al norte de México para visitar a mi abuela. El año anterior ella había sufrido un ataque al corazón. Después de eso, su salud no se recuperó del todo y los días anteriores a mi visita se había sentido mal nuevamente. Viajé con mis hijos, quienes en ese entonces tenían dos y cuatro años; deseaba que la conocieran y la recordaran por su propia cuenta. También viajé para despedirme: posiblemente sería la última oportunidad para verla. Mientras estuvimos ahí, una noche que no lograba dormir visualicé una imagen: una bóveda infestada de mariposas negras, completamente saturada. Es raro que yo trabaje imágenes mentales de ese estilo, que se me ocurran y las trate de materializar, pero esta imagen era diferente, algo era muy claro en ella. Cuando regresé a mi estudio en la Ciudad de México, describí esta imagen al equipo y comenzamos a pensar en cómo realizarla. Lo primero que hicimos fue compilar un archivo fotográfico de una variedad de especies de palomillas nocturnas. Generalmente baso mis dibujos digitales en fotografías que, por razones intuitivas y personales, voy recopilando para luego trazar su silueta sobre ellas. Estas imágenes post-fotográficas son una especie de interfase: existen entre lo público y lo privado, entre una imagen personal y la imagen que, transformada, es vista por los demás. En ese sentido, lo que he hecho es experimentar formas de infiltrarlas en el espacio público y, a la vez, mantener una esencia personal que queda enmascarada, pero es latente. Siguiendo este mismo proceso, realizamos pruebas con polillas negras en papel hasta que encontramos una solución para recrear la imagen: cada mariposa es una especie de origami que requiere sólo un par de dobleces y un poco de pegamento para fijarse a los muros. Realizamos 30 figuras diferentes, con tres tipos de textura, en cinco tamaños distintos. En total creamos unas 300 variedades de mariposas negras que logran un efecto caótico, una formación que no se percibe como un patrón diseñado, sino como un fenómeno natural. Durante los meses siguientes hicimos cerca de ocho mil mariposas que instalamos en el estudio para entender su relación con la arquitectura: rodeando una columna, pegadas al techo, en los vértices de las paredes o tapando las ventanas. Comenzamos por colocarlas en la cocina y, mientras íbamos avanzando en la producción, desocupábamos una a una las habitaciones de trabajo en mi estudio. Finalmente, el espacio se pobló de palomillas negras y se vació, al mismo tiempo, de herramientas. Evacuamos el lugar mientras era invadido por la imagen. Tras finalizar la instalación, guardamos las polillas nocturnas y, al estilo de Drácula mudándose a Londres, pusimos todo en cajas y lo mandamos a Nueva York para instalarlo en una galería a la que me habían invitado a exponer. Para llenar la sala tuvimos que producir unas 30 mil polillas negras. El efecto abrumador volvió a estar presente en este segundo espacio; por primera vez en público. Recuerdo que el galerista y yo entramos en pánico. Nos atemorizaba mostrar un espacio infestado, que a la vez parecía no exponer ningún objeto artístico como comúnmente se hace en una galería. Además, nos preguntábamos por los límites que le correspondían a una instalación de esta naturaleza. Decidí que no sólo ocuparía la sala de exhibición, la pieza se extendió también a las estancias de trabajo en el resto del edificio. Romper ese límite fue acertado, porque de haberse tratado de una nube viva, no se hubiera confinado en un solo espacio.
Las palomillas negras aparecían en las elucubraciones de Austerlitz, el personaje de Sebald; de manera que yo atrapé esa imagen, sin darme cuenta, durante aquella noche de insomnio. Decidí entonces escribir esta historia e insertarla en el texto de Sebald, fotocopiando su libro en una papelería, como lo hacen los universitarios. Finalmente, la imagen de las polillas negras no es una idea literaria original —Sebald también la tomó de otra fuente, del pasaje de Darwin, lo que podría sugerir, si no la obvia referencia a la evolución de las especies, sí la de la evolución de las imágenes—. Me gusta considerar que la autoría de una imagen originalmente de la naturaleza —la nube de mariposas negras—, al ser robada por tantos, se ha vuelto del dominio público: ahora nos pertenece a todos. Si lo anterior es acertado, ¿es que las imágenes naturales son fundamentalmente de todos? o, al contrario, ¿es que las imágenes, cuando se vuelven del dominio público, regresan a la naturaleza?
Este texto fue previamente publicado en el libro Carlos Amorales. Axiomas para la acción (2018), editado como parte de la serie Folios MUAC en coedición con Editorial RM.
Imagen de portada: Carlos Amorales, From Useless Wonder 03, 2007, cortesía Kurimanzutto.