Auge y caída de las Dolls Drinks

Extra-Terrestre / panóptico / Septiembre de 2023

Mariana Ortiz

Auge

Llegar solo era posible en transporte público. Nos metimos a metro Chilpancingo y transbordamos en Centro Médico, fuimos a Guerrero y allí tomamos la Línea B hasta la Lagunilla. Una vez en la superficie, caminamos sobre el Eje 1 Norte, doblamos en Jesús Carranza y seguimos ciegamente hasta que, entre todos los puestos de aquel curioso tianguis, encontramos uno que tenía por logo a una muñeca Barbie con las palabras “Dolls Drinks” en cursivas. Bocinas a todo volumen, un perreo que encendía placeres ocultos en el cuerpo, una barra con hieleras donde almacenaban las botellas, un montón de envases de plástico, licuadoras vacías de colores fosforescentes apiladas y esperando no solo convertirse en micheladas de sabores, sino también en azulitos, mojitos, margaritas y demás creaciones fantásticas con alcohol. Era Tepito, eran las licuachelas y era una fiesta a plena luz del día.

​ Aunque estábamos acostumbrados a emborracharnos apenas dieran las dos de la tarde, en las Dolls Drinks más bien había que llegar antes de las dos para agarrar un buen lugar. El establecimiento tenía muy pocas sillas y había que estar de pie casi todo el rato; no era problema porque nadie quería sentarse. Las licuachelas no eran un local, un cuarto o una bodega, sino un espacio de la calle apenas techado con la carpa amarilla típica del sobreruedas. El aforo no estaba limitado por la cantidad de mesas disponibles, sino por el espacio diminuto que cada uno podía reclamar como propio. Orbitando el cuadrángulo había dos o tres meseres muy eficientes, que esperaban el pago en efectivo en cuanto pedías. Existía a lo lejos en la calle un baño —una bodeguita con un par de cubículos para mujeres y otro para hombres, casi siempre sin agua— que se volvía más necesario conforme la tarde se escurría. Nunca lo supe con certeza, pero asumo que era ajeno a las Dolls Drinks: cobraban cinco pesos por el acceso, lo cual incluía apenas unos cuadros de papel higiénico.

Dolls Drinks, 2022. Fotografía de ©Mariana Ortiz. Cortesía de la autoraDolls Drinks, 2022. Fotografía de ©Mariana Ortiz. Cortesía de la autora

​ Cuando lo visité por primera vez, las Dolls era solo un puesto de licuachelas en un tianguis con música tan alta que obligaba a gritar para hablar, pero también a bailar sin ataduras, a beber sin pensarlo demasiado, a pasarla bien y a ver, en los otros, compañeros irrenunciables de peda. Era un antro al aire libre, sin las limitaciones de los antros “de siempre”. Un rave en la mera yema del desmadre, un sitio con otro orden y otras reglas. Un espacio en el que todes cabíamos, un mundo dentro de otro mundo. Nadie de nuestro grupo tenía idea de que las Dolls Drinks empezaba a ser algo en TikTok y en Instagram, que gente de otros puntos de la Ciudad de México, del Estado de México e incluso de otras entidades, se aventuraban en su propia ruta de transporte para llegar hasta ahí. Nunca hubo (que supiéramos) turistas gringos o de otras nacionalidades. Esa primera vez nos ahogamos en las profundidades de un barrio que no era el nuestro ni era el que frecuentaba la gente que conocíamos; nadamos a contracorriente y nos sumergimos en el mar de Tepito.

​ Nos enteramos de su existencia por el amigo de un amigo, que dijo que había ido apenas una semana antes y que le habían parecido poca madre; nos dio por mensaje instrucciones para llegar —un regalo ingenuo—, dibujando con sus palabras un croquis, tal como hubiera hecho un viejo explorador. Nos advirtió que teníamos que llegar temprano; contraviniendo todos mis instintos naturales, me convencí de que por esta única ocasión tal vez la puntualidad era asunto importante. La misión pareció fallar al primer intento.

​ Al salir del metro y caminar unos pasos, nos arrinconamos en el primer puesto de micheladas que había en el camino. Ahí no había espacio para bailar, solo mesas en plena vía pública, tan juntas que parecían formar una trenza metálica. A sabiendas de que aunque no la pasábamos mal podíamos pasarla mejor, la más valiente del grupo sacó su celular y tecleó Dolls Drinks en Google Maps: la dirección que apareció estaba a siete minutos a pie. No dudamos ni un segundo en emprender el resto del camino.

​ Ese mismo día entendí por qué había que llegar temprano: más o menos a las cinco y media, todavía con el sol oscureciéndonos la piel y el sudor provocando que se escurriera toda la parafernalia de nuestras caras, una manada de policías entró galopando al tianguis, arrasó con cada puesto y los obligó a terminar de tajo cualquier actividad. La música se apagó en un tras —no como en otros sitios en donde endulzan la salida con canciones de Luis Miguel o José José—; los tragos se dejaron de servir, se recogieron los muebles sin siquiera esperar a que se vaciara el lugar, se dio por clausurado el tianguis para empedar por excelencia. Hasta la próxima semana, hermanes. Al diez para las seis, una especie de caravana de todos los que nos encontrábamos dentro emprendió su viaje hacia la avenida principal. Al paso de nuestra marcha, sin falta ni retraso, emergieron recordatorios del lugar en el que estuvimos; grupos de tipos truculentos, con pinta envidiable de mafiosos, en las banquetas, a la entrada de las vecindades, ofrecían un amplio menú de drogas a todo aquel que salía borracho, desconfiando incluso de sus propios sentidos —qué quieres, mija: hay perico, tachas, cristal, piedra, motita de a cincuenta el porro—.

​ Las Doll Drinks no era nuestro lugar —nunca lo fue—, sino un punto de la ciudad que nos obligó a dejar de pretender. Una vez fuimos testigos de cómo une mesere trans se subió al parabrisas de una patrulla en movimiento y bailó desatade frente a los policías, quienes no pudieron hacer más que observar; en otra ocasión, las Dolls se empeñó en una batalla musical con el puesto de enfrente —que la estaba ganando, si soy honesta—, así que las meseras me permitieron ser la DJ de esa tarde (o lo que significaba ahí ser DJ: conectar un celular a las bocinas); otro día compartimos un porro de quién sabe qué, sacado de quién sabe dónde, con gente que quién sabe quiénes eran, pero que cumplió prometedoramente su función.

​ Regresamos a Tepito tantas veces como pudimos hasta que el lugar ya no estaba. Se había ido, se había esfumado y solo quedaban restos de una mudanza recién hecha. El puesto, ahora un espectro de algo que se amó, estaba vacío, sin mesas, sin meseros, sin música, sin alcohol, apenas una carcasa de lo conocido. Ruinas del presente. Pensamos que nos habíamos equivocado, que esa desaparición era la reacción natural de la sangre con el alcohol, que nuestros recuerdos nebulosos e indefinidos nos habían hecho una jugarreta, pero no fue así. Nos anclamos, resignados, en un puesto vecino muy parecido pero no igual, preguntándonos si acaso ese era el final ineludible e inescrutable de una época a todas luces gloriosa.

Dolls Drinks, 2023. Fotografía de ©Mariana Ortiz. Cortesía de la autoraDolls Drinks, 2023. Fotografía de ©Mariana Ortiz. Cortesía de la autora


Caída

Durante unas tres semanas, nos dedicamos a investigar la verdadera locación de las Dolls Drinks, aferrados a experimentar ese milagro libertino una vez más. Y cómo son las cosas, que a través de tiktoks nos enteramos de que los fieles asistentes parecían estar metidos en un antro tantito más adelante del puesto “original”, también sobre Jesús Carranza. Este era un espacio escondido detrás de un par de puertas negras, aunque mucho más grande, como un estacionamiento para trailers o camiones de carga, adaptado para la nueva era de las Dolls Drinks.

​ Para ingresar a aquel espacio era necesario —según los nuevos guardias de seguridad— un toqueteo que algunos llaman “revisión” y nada más; había un guardarropa para quien quisiera dejar sus cosas, baños que también cobraban cinco pesos, más mesas sin sillas y un escenario con una mezcladora para un tal DJ Milton; un DJ, como quien dice, de la casa. Su Instagram también hizo metamorfosis. Los videos cortos, musicalizados con algún éxito del momento, eran la herramienta predilecta para anunciar los eventos de sábados y domingos en los que, además de Milton, se presentarían grandes como DJ Iris, Ald DJ, DJ Klarito, Maliciosos, Ryan Castro y hasta una gatita a la que le gusta el mambo.

​ Cuando la popularidad a la que todos aspiramos, lo sepamos o no, alcanzó a las Dolls Drinks, cantantes como Cazzu o Santa Fe Klan, y periodistas como Paola Rojas, también quisieron ser parte. Para cuando llegaron a tener casi un centenar de miles de seguidores en su cuenta, las Dolls eran un espectáculo con fuegos artificiales y un griterío al tono de “arriba la putería”. Esto es, quizá, lo más revelador: para ese momento, cuando decías en casi cualquier colonia de la ciudad que habías ido a las licuachelas de Tepito, la gente ya sabía de qué lugar hablabas y soltaba un comentario en particular: “yo quiero ir, pero me da miedo”.

​ A meses de cumplir su tercer aniversario, una noticia habría de rebajar el volumen de la peda: los dueños habían sido acribillados el 31 de mayo de 2023, en la alcaldía Gustavo A. Madero, mientras viajaban en su camioneta. Luego, como suele suceder, se destaparon todos los rumores que trepan por las alcantarillas de todas las ciudades: Diana Odeli Rodríguez Martínez, la dueña de las Dolls, era la presunta sobrina del exlíder de la Unión Tepito, Francisco Javier Hernández Gómez, alias “Pancho Cayagua”. Él era cuñado de su madre, Angélica Martínez “La Kika”, y fue jefe del cartel hasta que lo mataron en 2017. Adrián Mendoza Bustamante, alias “El Pecas”, esposo de Odeli, era un mixólogo que había perdido su trabajo por la pandemia y tuvo que recurrir a la venta de cerveza en un estacionamiento de la Gustavo para solventar sus gastos. Su sobrina, Barbie, les ayudaba con el negocio en redes sociales, tanto así que en un principio se llamó “Barbie Drinks”, pero tuvieron que cambiarlo a “Dolls Drinks” por derechos de autor y otras necedades.

​ Primero dijeron que sicarios desconocidos habían exigido un pago por “derecho de piso”, y que al negarse los dueños enfrentaron su funesto destino; luego, que ellos mismos eran parte de la organización y que su muerte se debió, más que otra cosa, a un ajuste de cuentas dentro de La Unión; finalmente, el último rumor que escuché fue que la sobrina ordenó a matar a sus tíos para quedarse con las Dolls. Todo concluyó con un comunicado en aquella cuenta de Instagram, artefacto abandonado, en el que dieron por cerrado el lugar: “Las únicas personas indicadas y aptas para continuar con este negocio eran los creadores”. Sin dar más razones, sin la utópica esperanza del regreso y como recordatorio del lugar en el que nos tocó vivir, se firmó la desaparición de las Dolls Drinks en este abismo necrófilo que llamamos Ciudad de México.

Imagen de portada: Dolls Drinks, 2023. Fotografía de ©Mariana Ortiz. Cortesía de la autora