“Los principales enemigos de los escritores en México son la maestritis y los maestritos”. Eso me dijo Daniel Sada un día, en Real del Monte, Hidalgo, mientras nos comíamos unos pastes. La maestritis es un mal de características bastante conocidas, y asalta al creador que, a fuerza de oírse llamar “maestro” por los untuosos miembros de las diferentes burocracias culturales, acaba por creerse un Góngora renacido y comienza a comportarse como si de verdad fuera un genio al que hay que reverenciar. Las secuelas de este mal son muy características: un aquejado por la maestritis acepta a regañadientes las invitaciones a asistir, por ejemplo, a una feria o un foro; el transporte y el hotel que le ofrecen siempre le parecen poco; se queja amargamente de la calidad del almuerzo o la cena que se le otorga y acaba gritoneándoles a los funcionarios que lo invitaron si resulta que, al final, la sala de su acto estaba medio vacía… Pero el otro enemigo, decía Sada, era mucho peor. El maestrito. No hablaba, desde luego, del profesor experto y sabio; ni, menos, de la académica entregada y aguda. No: el nombre del ser ya lo dice todo: el maestrito. El que acabó dando clases no por vocación o interés en los procesos educativos, sino porque no le quedó más remedio. El lugar común ha querido siempre identificar a los críticos como artistas frustrados, pero un crítico es, a su modo, también un creador. Y un maestro, uno con todas las letras, puede vindicar, por su lado, un mérito nada menor, que es el de estimular a aquél que, un día, creará algo. Pero el maestrito es diferente. El maestrito se siente arrinconado en su condición (puesto que la academia no es lo suyo, sino apenas una balsa para no hundirse) y, en vez de enterarse y entender, detesta. Y no hay algo que deteste más que a aquél que, bien que mal, dando clases, o conferencias, o dedicado a trabajos de oficina, o comerciales, o culturales, consigue apartar el tiempo y la energía suficientes como para escribir un libro y luego, encima, muestra la paciencia y el temple necesarios para aguardar a que un editor quiera publicarlo. Esos esfuerzos son, para el maestrito, una afrenta mayor, porque ponen en entredicho el arsenal de excusas al que ha recurrido para explicar por qué nunca logró escribir o publicar y lleva dos decenios y medio condenado a dar clasecitas (en este mundo hay cátedras, hay grandes clases, hay clases medianas y hay clasecitas, que sólo se dan para llenar un expediente, cuya importancia es nula y que se les olvidan a los alumnos nada más poner el pie en el pasillo). Sada, quien, por cierto, fue maestro y tallerista de decenas de jóvenes escritores en este país, expuso varios ejemplos de las tarascadas que los maestritos le habían infligido a lo largo del tiempo. Y profetizó: “Apenas se conozcan poquito tus libros, no vas a librarte de ellos”. Daniel se nos fue hace ya unos años. Pero tenía razón. Y eso que no le tocó esta era de redes sociales perennes, en donde cada cinco minutos nos salta un maestrito furibundo, uno que desdeña todo pero no hace nada. Por suerte, la cura es simple: basta con darse cuenta de que, fuera de las cuatro paredes de su clasecita, las jeremiadas descalificadoras del maestrito no tienen importancia. Ni siquiera en su propia casa (de estudios).
Imagen de portada: Grabado de B. Picart, A frontal outline and a profile of faces expressing anger, 1713. Wellcome Collection CC.