Ensayos sobre el suicidio
No es fácil leer Caída del búfalo sin nombre, sobre todo si alguna vez uno ha tenido ideaciones suicidas. Si las aves negras del pensamiento nos han intimidado. Y vaya que lo han hecho. Creo que para ningún lector es fácil enfrentarse a este inquietante y hermoso libro que se lee a cuentagotas, pero imparable, pues atrapa como el vértigo, como la ira contra uno mismo.
Este ensayo utiliza el devenir en el lenguaje como herramienta estética para escarbar. Parece asirse de un soliloquio, un delirio, un recordar aparentemente sin estructura; no obstante, a partir de este azar memorioso la hipótesis aparece, emotiva, subrepticia: hay que nombrar a nuestros antepasados suicidas, hay que nombrar nuestra atormentada angustia.
“Arderemos juntos”, concluye. Es decir, hay que salir de la mismidad, entregarse a la otredad. En el fondo: “Quiero encender contigo las hebras del tabaco”. Compartir la vida.
Este libro de Alejandro Tarrab conecta en mí con otros de su estirpe, como Historias y relatos de Walter Benjamin o Viajes y viajeros de Virginia Woolf. En ambos libros podemos encontrar lo que en Caída del búfalo sin nombre: un flâneur hacia el exterior y el lenguaje, y también un ahondar en el pozo del pensamiento y la experiencia irrepetible.
Tal vez los lectores estemos, ahora en la posmodernidad, acostumbrados a leer títulos de poesía o ensayo por separado, pero este libro de Tarrab nos recuerda la posibilidad del transgénero o lo que ya sospechábamos con anterioridad: que los géneros literarios han dejado de existir (si es que alguna vez existieron).
Esa privacidad de pensamiento y lírica, más parecida al tono de confidencia, que encontré en Crítica literaria de Charles Baudelaire también subyace en estos Ensayos sobre el suicidio. Ese pensar en voz alta, como si nadie escuchase, pero comprobando, sorpresivamente, que hay muchos que comparten esto que quema.
“Ante todo escojo el fuego. Fuego de pecho y fuego de cabeza, fuego del mar y de las algas perennes, fuego de la lengua invertebrada y fuego de los dedos con que escribo.” El autor asciende desde el mero sentimiento de angustia y pérdida, o el sino fatal del linaje, hasta la posibilidad de nombrar y de que no se borre el nombre de la persona que decide irse por su propia voluntad. Abraza la posibilidad de escribir y reescribir. Así, al leer este libro ya no me sentí sola con mis ideaciones, me sentí acompañada, entendí algunas partes de mi propio vértigo, reconocí la sustancia de mi propio delirio, me perdoné de alguna manera. También escribo. Todo el viaje de este ensayo comienza con el rito iniciático, con la reminiscencia del niño: “Ahí, debajo, apartado del mundo, ser de la oscuridad y las cavernas, el niño reconoce en su respiración el acto verdadero para vincularse con la vida y con la muerte”. Se inaugura mediante la imagen, el recuerdo: “Cuando mi abuela Carmen murió, mi madre nos hizo hincar, a mi hermano y a mí, al pie de su cama (genu flectere: arrodillarse para hablar con Dios, rendirse para husmear lo inaccesible)”. Cuando escribo estas líneas, mi estómago se conmueve y mi cuerpo reacciona. Ha sido escuchado. ¿Y acaso no es la lectura este no sentirnos solos? Acompaño al niño hincado al lado de su abuela búfalo. Los búfalos son los únicos animales que también, como el ser humano, deciden lanzarse al vacío por su propia voluntad. Resistirse a la caída: “Decir me ante cierta deriva. Toda mi fuerza”. Al dejarnos caer: “En el cima a sima de mi propio ahogo en la caída toda mi fuerza”. Reconocerse parte de los que desean renunciar al sino que aparentemente ya escribió el destino: “Así salgo del agua y me miro al espejo bajo la luz blanca que no acaba de quemarme”. Pulsión que resiste la caída. Para el autor, escribir al búfalo tal vez haya sido “ordenarse para un encuentro natural y extraordinario con los más cercanos, con los semejantes que a veces traicionan y murmuran y se arrojan sobre ti o se tiran al vacío, a tus espaldas”. En el fondo, también, se trata de desacralizar al linaje, al pesebre, leer o reescribir la traición de los que se fueron obedeciendo su legítimo deseo.
Algo que disfruté mucho de la obra fue que, a pesar de tratar sobre el suicidio, en el fondo se ocupa de la génesis del lenguaje, porque el nombrar actualiza la realidad, dice Paul Ricoeur. Impide la desaparición. En este devenir sobre la muerte y la vida cabe escudriñarlo todo, hasta el origen de dicho lenguaje: “Para Quignard las grutas paleolíticas son cajas de resonancia, vientres crecidos de la tierra cuyas paredes fueron decoradas”. Es precisamente en esas grutas donde el hombre y la mujer aprenden a sonorizar su angustia. En medio de la pulsión de muerte, de la caverna y la oscuridad, también hay espacio para amar. “Por supuesto, amé a un hombre y me bañé con él a oscuras durante la tormenta. Nos dejamos con miedo y cabalgamos, cada uno, el pez voluminoso y rojo cada uno de su propia conciencia.” Es lo que el psiquiatra Viktor Frankl denomina “voluntad de sentido”. Permanecemos en la Tierra por el amor o por una tarea inconclusa. Por una escritura que aún no ha sido concluida. Si bien la lectora o lector por momentos puede sentirse confundido o cansado ante el errático y bellísimo uso del lenguaje, se agradece el sentido críptico en este ensayo personal y emotivo. Un sentido que se llena al pasar los ojos por el búfalo al filo del barranco. “Tu diente ennegrecido deshojará a los ciervos sin arrepentimiento.” Polisemia. Sombra que devora ciervos. Creo que, aparte de nombrar como animales en exceso de sentido y lenguaje, los seres humanos necesitamos relativizar lo importante-trágico: “Prometemos cosas, pero cuesta la idea, tiene importancia, claro, pero pronto se olvida. En realidad, no hay una idea fija de nada”. De alguna manera, estamos condenados a perder: “hay cosas que de tanto esperarlas se pierden, se quedan en otro lado, nos movemos para buscarlas y las vamos perdiendo”. Una de las cosas que agradezco de este libro es que no es denotativo ni mucho menos moralizante, no se acerca al tema de manera predecible ni academicista. Es un texto lleno de imágenes inusitadas, de pulcritud caótica en el lenguaje, de puertas que se abren sin conclusiones mesiánicas. Sólo atisbos. “Quien se arroja por su propia voluntad revuelve el silencio, el aire y el mar hasta sus más profundos abismos.” Se nombra lo innombrable, se nombra a los suicidas “para echarlos con palabras de mi cuerpo, para dejarlos atrás”. Al nombrar “la locura de los familiares suicidas”, como dice Roque Dalton, se revuelve el abismo circundante y también se conjura el abismo de cada uno. Por motivos personales, éste es mi libro favorito del poeta mexicano Alejandro Tarrab, pero reconozco que su trabajo con el lenguaje ha alcanzado estos vuelos luego de años del trabajo y oficio que ya encontrábamos en Litane (2006). Al terminar la lectura, el sentido de lo escrito no me es del todo claro, pero no importa, lo lleno con mis ojos, lo culmino y tal vez me quedo con una de sus frases más sencillas: “Fui feliz. No tengo nada”.
Imagen de portada: The Buffalo on Java, 1855.