El Terror. Nada se le compara. No hay miedo más intenso y extendido que el que se puede generar desde la política, desde el poder del Estado o desde el fanatismo asesino que mata, secuestra y tortura en nombre de una idea. La política puede ser un ámbito social privilegiado para reducir la violencia y para generar reglas que nos permitan convivir en la diversidad. Pero la política también puede ser un instrumento del odio, de la exclusión: un caldo de cultivo para el terror. A lo largo de la historia se han sucedido los episodios de terror político. Las persecuciones con fundamentos ideológicos impulsadas desde el poder han sido recurrentes: los odios religiosos o raciales despiertan las más bajas pasiones humanas y suelen ser azuzados desde el poder. Los miedos y las fobias sociales se han aprovechado a menudo por los poderosos en beneficio propio, frecuentemente propiciadas por las locuras personales de los líderes. Si algo evoca la palabra terror, desde los tiempos aciagos de la Revolución francesa, es la represión revolucionaria o contrarrevolucionaria llevada a cabo con método y de manera expeditiva. De Maximilien Robespierre a Pol Pot, las revoluciones han usado el terror sistemático para imponer el dominio de sus líderes sobre las sociedades. Terroríficas han sido la represión contrarrevolucionaria y las actuaciones de grupos que se creen paladines de causas sagradas o justicieros iluminados. El terror también se ha instaurado como consecuencia de las dictaduras encabezadas por hombres que se pretenden providenciales, salvadores de la patria, guías que dirigen a sus pueblos por la senda del bien, pero que para alcanzarlo deben eliminar a los enemigos sociales que obstaculizan la grandeza de la nación.
Los regímenes de terror han generado grandes cantidades de víctimas, pero, sobre todo, han convertido en victimarias a partes ingentes de las mismas sociedades. Las víctimas de las persecuciones religiosas de la época Tudor, del gran terror jacobino, de la locura hitleriana, de las purgas estalinistas, del voluntarismo maoísta, del fanatismo de Ruhollah Jomeini se cuentan por millones, pero son todavía más los cómplices —voluntarios o no— de aquellas masacres. Porque el terror en la política es un fenómeno de masas: una vez desatado desde el poder, los peores instintos del animal humano acaban por ser los dominantes. La sospecha, la delación y el linchamiento se convierten en prácticas aceptadas, en formas de integración con la masa. Los fenómenos terroríficos llegan a movilizar a poblaciones enteras contra sus enemigos reales o imaginarios, pero al final de cuentas las fronteras acaban por diluirse. Nadie puede confiar en nadie: el compañero de trabajo, la esposa, la hermana, el amigo de toda la vida o el propio hijo son sospechosos, en un sentido o en el otro. Puede tratarse de uno de los perseguidos, si se está en un bando, o de uno de los verdugos, si se está en el otro. ¿Por qué son tan recurrentes los episodios de terror en la historia humana? ¿Cuál es la causa de que el odio sea un instrumento de la política? Elias Canetti exploró los orígenes profundos de las expresiones sociales de odio en Masa y poder y planteó con clarividencia a la paranoia como una enfermedad espiritual tan estrechamente emparentada con el poder que podría llamársela su gemela.1 A partir de Canetti, el papel que juega la paranoia como fuente del odio en la política ha sido objeto de estudio científico; tal vez el libro mejor articulado sobre el tema sea Political Paranoia, del politólogo Robert S. Robins, de Tulane University, y del psiquiatra Jerrold M. Post, profesor en la George Washington University.2 Ellos exploran, desde la perspectiva combinada de la psiquiatría y la ciencia política, cómo la sospecha extrema, el egocentrismo, el delirio de grandeza, la hostilidad, el temor a perder la autonomía, la proyección y el pensamiento delirante —los siete rasgos de la paranoia— pueden ser ventajas competitivas en el mundo de intrigas, traiciones y golpes bajos que suele dominar la política. Estos profesores estadounidenses no afirman que todos en la política padezcan de sus facultades mentales ni que todos los paranoicos sean exitosos. Por supuesto que hay personas evidentemente trastornadas que repelen y no generan séquitos y, desde luego, existen políticos racionales que aspiran a convencer con argumentos sustentados en evidencias. Pero existe un amplio espacio para los paranoicos que son capaces de presentarse como personas sensatas o para aquellas personalidades que, sin llegar a un grado patológico, presentan rasgos paranoicos. A fin de cuentas, la paranoia es una expresión extrema de rasgos existentes en toda la humanidad que han significado ventajas evolutivas. La precaución ante las amenazas del entorno y la alerta frente a los enemigos del exterior son esenciales para la supervivencia individual y de grupo. El cerebro humano evolucionó con las señales de alerta que le permiten reaccionar frente a lo incierto y los líderes atentos a las señales de peligro, capaces de proteger al grupo, gozaron siempre de reconocimiento entre las comunidades ancestrales. Pero desde que nació la reflexión sobre la política, al menos desde los tiempos de la Grecia clásica, surgieron advertencias filosóficas sobre los demagogos, esos líderes que se aprovechan de las fobias y las pasiones populares en beneficio personal. Los demagogos pueden ser farsantes que conocen bien las pulsiones humanas y usan el miedo para dominar, pero también pueden ser personalidades patológicas que poseen rasgos paranoicos exacerbados, que se pretenden redentores iluminados o que transforman sus odios en objetivos políticos. Las sociedades son susceptibles a la seducción de los paranoicos porque, en condiciones de información incompleta y asimétrica, las lógicas perfectas que construyen los paranoicos —que excluyen cualquier elemento que pudiera contradecir sus argumentos y destacan todos aquellos que los refuerzan— resultan convincentes, sobre todo en circunstancias críticas, ya sean catástrofes naturales, crisis económicas o amenazas externas. El terror político es la expresión de la paranoia patológica de un líder que se contagia a la sociedad. Las conspiraciones reales se mezclan con las que ocurren sólo en la cabeza del caudillo delirante, que las convierte en blanco de su furia. En un clima de amenazas reales, como las que se sufrían en la Revolución francesa en 1794 o en la Revolución rusa en sus años de consolidación, líderes como Robespierre o Iósif Stalin encontraron un caldo de cultivo propicio para desatar la sospecha y la persecución indiscriminada de enemigos reales o imaginarios y el asesinato en masa. Para Canetti, Adolf Hitler es el ejemplo paradigmático del paranoico en el poder que contagia a la población en un momento de descontento social propicio para buscar chivos expiatorios. Su proyección paranoica ubicó a los judíos y a las “razas inferiores” como los causantes de los males de Alemania y la transmitió a una sociedad en busca de culpables. La proyección producto del delirio individual fue adoptada por buena parte del colectivo social.
El terror desatado por la paranoia del líder se transmite en círculos concéntricos: primero a su entorno más cercano, donde todos son sospechosos de traición. Cada uno de los integrantes del primer círculo comienza a desconfiar de sus pares e intenta aprovechar el clima de desconfianza extrema para dañar a sus propios adversarios. Las delaciones y las calumnias se generalizan. Los más astutos sobreviven un poco más de tiempo, pero nadie está realmente a salvo del delirio del jefe, que no admite réplica alguna y no acepta pruebas de descargo o de lealtad que contradigan su percepción. De ahí la lógica se repite para el siguiente círculo y así hasta que todos los individuos acaban siendo sospechosos y el mal se convierte en epidemia. No todos los liderazgos con rasgos paranoides se convierten en terroríficos y letales. Muchos políticos paranoides no alcanzan el grado patológico que los convierte en asesinos de masas, pero cuando ocurre, el mal puede alcanzar proporciones genocidas. El terror de Robespierre fue un flamazo comparado con el delirio homicida de Stalin o las muertes masivas provocadas por la terquedad de Mao Zedong en imponer sus designios contra toda evidencia que lo contradijera. Hitler llevó a la humanidad a la mayor catástrofe colectiva de la historia. El terror político es, así, una expresión epidémica de la paranoia contagiada por un líder que fue capaz de ascender precisamente gracias a las ventajas competitivas que su mal le proporcionó en el mundo de la política. Esos personajes no se comportaban de entrada como delirantes desenfrenados y caóticos, sino como personas ordenadas, metódicas y aparentemente confiables, que pudieron acceder a un puesto político relevante y, con ello, satisficieron su megalomanía y lograron contar con los recursos para materializar sus alucinaciones. En los tiempos que corren las condiciones propicias para un nuevo ascenso de paranoicos al poder han vuelto a surgir: por todo el mundo vemos encumbrarse a personajes que no actúan conforme a los principios de la política racional, sino que se presentan como salvadores de la patria iluminados o paladines contra los enemigos de la nación —como las personas migrantes, convertidas en invasores bárbaros que amenazan la tradición, quitan empleos y derechos y se convierten en delincuentes—. Recep Tayyip Erdoğan, Viktor Orbán y Donald Trump son ejemplos de políticos paranoides, ya sea reales o fingidos, que resultan aterradores. Sin embargo, son las sociedades sin contrapesos fuertes al poder, con instituciones democráticas endebles, las más susceptibles de ser víctimas frente a los delirios paranoicos patológicos y homicidas. Las psicosis paranoicas pueden también expresarse de manera terrorífica desde los márgenes. El terrorismo de ETA o el de Al Qaeda, detonado por su líder Osama Bin Laden, son formas no centrales de terror político que expresan la patología mental de sus dirigentes. Los ataques terroristas que matan inocentes no son más que el resultado de las proyecciones paranoicas compartidas por organizaciones capaces de asesinar, en nombre de una idea, a los enemigos imaginarios de la causa, aunque se trate de transeúntes que nada tienen que ver con aquellos que supuestamente han causado los agravios reclamados. El terror político es una de las expresiones más crudas de los demonios que habitan en el cerebro humano. Si un asesino serial es un monstruo con una capacidad de destrucción ingente que puede pasar por el tranquilo vecino que cultiva el jardín a lado de nuestra casa, el dirigente paranoico puede presentarse como el abnegado político que se enfrenta sin temor a los males sociales y que tiene la voluntad inquebrantable de combatirlos sin cuartel y, de pronto, resultar electo para defender a la patria agraviada. Lamentablemente, en situaciones de crisis las alertas sociales no suelen funcionar y sin instituciones de control eficaces, los paranoicos pueden hacerse de un poder absoluto y desde ahí convertir su delirio en pesadilla colectiva.
Texto resultado de la colaboración con la Cátedra Nelson Mandela de Derechos Humanos en las Artes.
Imagen de portada: Mariana Najmanovich, Plasticidad del Desarrollo I, 2013