Quien escribe estas líneas es una mujer transexual y feminista. Con esto quiero decir que no he vivido toda mi vida como mujer pero que eso no me ha impedido militar en esa cosa que hoy llamamos el feminismo. Curioso detalle, fui feminista antes de que se me reconociera como mujer y hoy me encuentro con que, gracias a lo segundo, se me suele cuestionar lo primero. Escribo este texto porque en la actualidad el lugar del sujeto trans dentro de los feminismos genera debates. ¿Tenemos un lugar en él? Y si así fuera, ¿quiénes? ¿las mujeres trans, los hombres trans, las personas no binarias cuyo género no se colapsa en dos opciones? Y si no fuera así, ¿por qué? ¿qué buenas razones podría haber para excluirnos? Pero excluirnos de qué exactamente. Empecemos pues por una pregunta: ¿qué es eso llamado feminismo? Para esbozar una respuesta traigo a cuenta las palabras del filósofo Hubert Dreyfus, quien sostenía que una tradición de pensamiento podía comprenderse como un conjunto de interpretaciones encontradas sobre sí misma. Quizá, si nos diéramos a la tarea de caracterizar qué es el feminismo, terminaríamos por aceptar que lo más sensato es concebirlo como una tradición de pensamiento justo en estos términos, es decir, como un conjunto de interpretaciones encontradas acerca de quiénes deben ser sus sujetos políticos —quiénes pueden formar parte de él y en nombre de quiénes se habla—, cuáles han de ser sus tareas más apremiantes y sus recursos teóricos a la hora de diagnosticar los problemas que pretende resolver. Y es que incluso una definición mínima del feminismo como aquella tradición política y teórica cuyo cometido es la erradicación del patriarcado prejuzga ya la cuestión. Los feminismos abrevan de diversas corrientes filosóficas y políticas y esa diferencia subyace a cómo entienden su labor. De allí que existan feminismos cuyos sujetos políticos no sólo incluyen a las mujeres, sino que tienen un lugar para los varones e incluso despliegan preocupaciones morales por seres no humanos; existen, asimismo, feminismos mucho más restrictivos, cuyos sujetos políticos son exclusivamente las mujeres y, desde luego, hay feminismos que acotan aún más este dominio y lo circunscriben a las mujeres que han vivido todas sus vidas como tales. Es por ello que existen feminismos marxistas, anarquistas, liberales, separatistas, decoloniales, negros, latinos, reformistas o radicales. En cada caso la tarea del feminismo, sus objetivos, sus diagnósticos y apuestas, se construyen apelando a recursos teóricos y políticos diversos. Hay, por ende, tantos feminismos como corrientes filosóficas. Y esto no es necesariamente una maldición a la usanza de la Torre de Babel, pues la recepción, apropiación y transformación de los propios sentidos del feminismo obedecen al hecho de que no hay experiencias homogéneas a través de la historia y la geografía. Los sujetos, en su circunstancia, retoman las herencias de esta tradición y la mantienen viva al inaugurar nuevas interpretaciones que expanden así el repertorio de posibilidades de lo que el feminismo puede ser, de sus estrategias de lucha, de sus apuestas políticas. Al estar vivo, es radicalmente histórico como históricos son los sujetos que lo reclaman. De hecho, la plena conciencia de su historicidad es algo que el propio feminismo ha ido reconociendo lentamente y sin duda no todas sus corrientes lo han hecho con el mismo éxito. Solemos, por ejemplo, dividir al feminismo en tres olas. La primera, surgida a fines del siglo XVIII y que se extiende hasta mediados del siglo XX. La segunda, surgida con las contraculturas de los años 1960 y abarca hasta los 1990. Y una tercera ola que nació a finales del siglo XX y en cuyos vaivenes todavía nos encontramos. Como sea, habría un punto de quiebre entre la segunda y la tercera ola que me gustaría mencionar. De manera general podríamos decir que la segunda ola defendía únicamente la construcción social del género, pero no así del sexo; es decir, se asumía que la oposición sexo-género era en cierto sentido análoga a la dicotomía naturaleza-cultura y se creía que el sexo era una categoría natural e inmutable, invariante en toda cultura. Y de la mano de esto, que el género era lo que variaba en función de las diversidades culturales. La tercera ola vino a cuestionar esto, cuestionó lo que ahora se denomina la estabilidad metafísica del sexo. Lo hizo por dos razones. Por un lado, gracias a la influencia de las epistemologías feministas y de los estudios filosóficos y sociales de la ciencia, se reconoció que las fronteras entre los sexos ni son autoevidentes ni están dadas por una biología libre de toda interpretación. Es decir, también hay una construcción social del sexo y sus fronteras. Esto es así porque, si bien hay sólo dos gametos —espermatozoides y ovocitos—, a nivel gonadal, genital, hormonal y organísmico los arreglos corporales rebasan lo binario. Ahora sabemos, por ejemplo, que el tipo de gameto producido no determina el tipo de morfología y que, aunque es poco frecuente, podemos encontrar personas con arreglos corporales no binarios a las que ahora se nombra intersexuales. El movimiento intersexual no se ha cansado de señalar este hecho y ha buscado dejar en claro que el pensamiento binario no es la constatación de un hecho sino una suerte de presupuesto ya falseado que desafortunadamente todavía organiza al mundo y conduce a cirugías binarizantes que vulneran la autonomía corporal de las personas intersex.
Aquí, tanto el movimiento intersex como el activismo trans, coinciden en señalar que conferir un género —o asignar un sexo— es algo que no se hace apelando a verdades biológicas obvias y libres de interpretación. Emplear uno u otro criterio implica avanzar cierta concepción de qué es el sexo y, más aún, de cómo se habita un cuerpo sexuado. Tanto las personas intersex como las personas trans coinciden en que lo segundo no puede derivarse mecánicamente de lo primero, es decir, cómo habitamos un cuerpo sexuado-generizado es algo que no está anclado de maneras triviales a la anatomía. Filósofas feministas como Donna Haraway aunaron a este argumento una reflexión histórica que hizo ver que la idea de que estamos ante dos sexos radicalmente diferentes es más bien tardía —nacida a finales del siglo XVIII— y que durante largos siglos comprendimos a los sexos como parte de un continuo transitable. Pareciera que hoy el péndulo del pensamiento sexual vuelve a acercarse a este modelo del sexo. Por otro lado, el auge de las filosofías post y decoloniales ha llevado a reconocer que diversas culturas comprenden y fundamentan las categorías de hombre y mujer (o de otros arreglos de género) de formas muy variadas. Nuestra sociedad, influida como está por la hegemonía de las ciencias, tiene una comprensión biologicista y funcionalista tanto del sexo como del género, como se puede ver en el auge de la Nueva Derecha antiderechos que considera que el género emana del sexo y que el sexo es una suerte de verdad incuestionable. Creer, sin embargo, que toda cultura entiende o debe entender el sistema sexo-género de la misma forma es la máxima expresión de un chovinismo epistémico que hereda del colonialismo la reducción al estatus de mito de toda alteridad en el pensamiento. Así, un feminismo radicalmente decolonial no puede presuponer la metafísica científica de nuestras ciencias biológicas como si ésta fuera de alguna forma privilegiada. La justicia y dignidad de las mujeres y minorías sexo-genéricas de otros pueblos requiere de no ignorar cómo se comprenden ellas mismas, cómo demarcan —si es que lo hacen— los límites entre los géneros. Esto, desde luego, no implica decretar como intocables a otras cosmologías. Habrá, sin duda, injusticias en el interior de éstas, pero la solución no pasa por un epistemicidio, por el exterminio de sus concepciones, sino por un diálogo crítico que enriquezca a ambas tradiciones y que permita pensar una justicia que no presupone la metafísica de Occidente. Todo esto viene a cuenta porque ambos puntos complican enormemente la pregunta de quiénes son los sujetos políticos del feminismo, cuáles han de ser sus tareas más apremiantes y sus recursos teóricos a la hora de diagnosticar los problemas que pretende resolver. Pasada ya la tercera ola toda apelación biologicista o ignorante de la historia se confronta con el riesgo de incurrir en el chovinismo y heredar los vicios epistémicos del colonialismo. Se amplifican así las desavenencias, desacuerdos o tensiones entre las corrientes feministas. Éstas siempre han estado allí y muy probablemente es imposible eliminarlas. Desde el siglo XIX la pregunta por el sujeto político del feminismo ha opuesto a feministas liberales vs. socialistas/marxistas; a feministas proletarias u obreras contra otras de sectores económicos más privilegiados. Ha habido incluso enfrentamientos acerca de si las mujeres negras debían pertenecer a los feminismos (siglo XIX) o de si las lesbianas tenían un lugar en él (siglo XX). En todos estos casos se ha debatido y se ha temido que la ampliación del sujeto político del feminismo pueda desdibujar al movimiento, desprestigiarlo o llevarlo por un sendero inapropiado. El surgimiento del transfeminismo ha venido a complicar este escenario pues, en sus versiones más elaboradas, no es solamente una reflexión desde el sujeto trans —transexual, transgénero o travesti— sino, como diría la transfeminista mexicana Sayak Valencia, dicha corriente versa acerca de un pensamiento sobre los límites y las fronteras, sean éstas geográficas, raciales, sexo-genéricas o culturales. Esto es, el transfeminismo aboga por una respuesta a las preguntas planteadas anteriormente que sea decolonial y consciente de los procesos que atraviesan la construcción de los saberes. De ahí su rechazo a un biologicismo pero también a todo intento por deshistorizar las categorías sexo-genéricas de otros pueblos y homologarlas a las nuestras. De allí también su rechazo a reducir la explotación patriarcal a algo que opera sobre cuerpos carentes de construcción cultural alguna. Y, finalmente, de allí su apuesta por alianzas intersectoriales. Como partidaria que soy del transfeminismo no podría sostener que toda interpretación en torno a qué debiera ser el feminismo es igualmente legítima. Ello implicaría olvidar que estamos discutiendo vidas, no argumentos, e incluso cuando discutimos argumentos, son unos que enhebran vidas, que habitamos. Éste es un punto meta-metafísico —perdonarán el tecnicismo— pero con esto quiero señalar que el debate acerca de cuál interpretación es in/correcta no debe olvidar nunca que detrás de éstas hay personas y su sufrimiento y la necesidad de combatirlo no puede escapársenos incluso si consideramos que no es la tarea del feminismo arropar esos dolores; aun en ese escenario no deberíamos ser quien legitime la opresión del otro. Dicho esto, habría que añadir que el sujeto trans y el transfeminismo constituyen un nuevo capítulo en esta historia de la constante reescritura de qué es y qué puede ser el feminismo. Así como en el pasado otros sujetos fueron objeto de sospecha, exclusión y rechazo, hoy algunas miradas sospechan, excluyen y rechazan al sujeto trans. Dicen, por ejemplo, del sujeto trans que a éste lo parieron la biopolítica, la medicalización e, incluso, la búsqueda compulsiva de la restauración de la heterosexualidad en niños, jóvenes y adultos que no se adecuan a los imperativos del género; se ha comparado lo que somos a la eugenesia y la castración forzada. Se ha dicho que el sujeto trans reifica los roles de género y los vuelve identidad, volviéndose por tanto un obstáculo en la superación de esos mismos imperativos. Se ha dicho que reduce el ser mujer (u hombre) a un mero sentimiento. Se ha dicho de las mujeres trans que somos un peligro en espacios de mujeres. Olvidan, quienes esto afirman, que en el siglo XX se dijeron cosas parecidas de homosexuales y lesbianas a quienes se acusó de ser síntomas degenerados del capitalismo. Olvidan también que tanto a homosexuales y lesbianas como a los sujetos trans nos nombró una medicina contra la cual nos hemos levantado para reclamar nuestro derecho a narrar nuestros propios relatos. El sujeto trans quizá marcha a otro tiempo, pero también está andando el sendero para no ser más un producto del prejuicio patologizante de un siglo que ha quedado atrás. Olvidan quienes esto dicen que hay personas trans heterosexuales, lesbianas, homosexuales, asexuales o pansexuales. No somos la restauración de la heteronorma e, incluso, es común que los tránsitos abran posibilidades eróticas nunca vistas (¡amamos como nadie!). Olvidan, quienes esto sostienen, que hemos luchado en contra de la hormonización obligatoria y que las infancias trans tienen agencia y conforme crecen van adquiriendo voz y que lo que peleamos no es que se les intervenga médicamente, sino que se les acompañe y se les dé espacio para crecer y, para que puedan en plena autonomía comunicarnos a todos quiénes son. Olvidan quienes nos acusan de reificar que a nosotros también nos encasilla el género, nos limita y puede matarnos y de hecho lo hace. Luchamos por la abolición de roles que condenan a las mujeres trans a ser objetos sexuales y que nos hacen imposible ser escritoras, políticas, maestras o deportistas. Ser trans no es reificar el rol de género haciéndolo identidad. Ser hombre, ser mujer o ser no binario no es un sentimiento, pero sí se conoce a través de la introspección; la epistemología del género no es ontología, conocer a través de la introspección no nos reduce a un sentimiento como tampoco se reduce la hetero/homosexualidad a un mero sentimiento sólo porque así se autoconoce cada quien. Ser mujer o ser hombre es habitar el cuerpo con cierta orientación hacia el deseo propio y ajeno. Es una orientación en el mundo que siempre será contextual e histórica. El cuerpo no es anatomía desnuda —ya nos lo enseñó el feminismo de la diferencia— sino que se simboliza y embebe en sedimentos de historia personal y colectiva. Y es que nadie se vive sin una imagen de sí mismo, y nadie tampoco tiene una imagen de sí que sea un reflejo especular de su anatomía; nuestro cuerpo tiene cartografías de deseo, memoria, prohibición y anhelo. Y los cuerpos de los otros se nos presentan así también hilvanados de carne y deseo, de historia y materia. Si una persona ama a otra no es porque un pene desee a una vulva o a otro pene —o viceversa— sino porque nos vivimos encarnados en un cuerpo que se imagina a sí mismo e imagina a otros en su diferencia, no en su genitalidad, sino en su corporalidad completa. De allí las sorpresas y fobias que puede desencadenar el deseo ante una persona trans, porque ese deseo falsea cualquier relato de genitalidad.
Cierro diciendo que no somos un peligro. ¿Cómo podríamos serlo? Somos el 0.6% de la población mundial y desde luego que no somos el 0.6% poseedor de los mayores privilegios. Y no nos victimizo al apuntar esto, lo que busco es señalar la existencia de un pánico moral que no tiene fundamento. Ni somos los drones del patriarcado —tenemos agencia y la ejercemos— ni somos enfermos en necesidad de terapias correctivas. Nuestra lucha es por la reivindicación de nuestros cuerpos, autonomías, relatos e historias, ¡de nuestros derechos! Y tenemos un lugar en el feminismo pues nadie como nosotros ha hecho ver la profunda historicidad, contextualidad y materialidad de subjetividades históricamente posicionadas. Somos todxs, cis y trans, ontología histórica y lo que fuimos algún día no será. No olvidemos pues la profundidad del tiempo, la profunda historia de nuestra especie, la cual tiene 200,000 años de pasado a sus espaldas. Nada de lo que hoy somos estuvo entonces y nada de lo que somos es biología desnuda. A cada subjetividad y corporalidad la parió el tiempo y el tiempo la verá fenecer.
Imagen de portada: Ambera Wellmann, Impigenous, 2019. Cortesía de la Galería Lulu