Cuando se asume el riesgo de adaptar al teatro una obra icónica que trascendió su propia época y logró afectar a varias generaciones, lo primero que se debe poner en claro es que el éxito o fracaso de esa empresa recae en la capacidad que tenga el director de respetar el tono y el acento que se le dieron a la obra original, más que en su habilidad por seguir con fidelidad su argumento. El director argentino Manuel González Gil trajo a la Ciudad de México la obra teatral La naranja mecánica, montaje escénico basado en la novela escrita en 1962 por el inglés Anthony Burgess, pero que en realidad tiene como modelo la versión cinematográfica que realizó en 1971 el director estadounidense Stanley Kubrick. Para decirlo con claridad, la obra de teatro usa el argumento de Burgess (así aparece incluso en la publicidad de la obra), pero es la película de Kubrick la que define el tono y el acento de la exitosa puesta en escena que, con funciones dobles de viernes a domingo (y sencillas los jueves), supera las treinta semanas en cartelera, es decir, más de doscientas representaciones sólo en México, ya que previamente se presentó una temporada en Argentina. Formalmente podría parecer una obviedad que una obra de teatro tenga más afinidades con la versión cinematográfica que con la obra escrita, pero en el caso específico de La naranja mecánica el dilema se vuelve trascendente por las significativas libertades que Kubrick se tomó al momento de llevar a la pantalla grande el libro de Burgess que el montaje teatral copió casi de principio a fin. Sin resumir el argumento, por demás conocido, es importante recordar que La naranja mecánica relata la historia de un joven llamado Alex DeLarge, quien lleva una licenciosa vida que le permite dar rienda suelta a actos de ultraviolencia en complicidad con tres de sus amigos drugos (Georgie, Pete y Dim), con quienes roba, agrede y viola a cualquier persona que tenga la mala suerte de ponerse en su radar. Aquí empiezan las diferencias entre la obra literaria y la versión cinematográfica y, por extensión, teatral. Las víctimas de los asaltos sexuales son, en el libro de Burgess, niñas que no superan los 10 años, mientras que en los montajes cinematográfico y teatral se trata de mujeres jóvenes, lo cual dosifica, valga la expresión, en cierto grado la gravedad de las escenas. Violar a una niña parece un tabú que ni Kubrick ni, mucho menos, González Gil se atrevieron a tocar. Resalto este tipo de detalles porque el libro ofrece un recorrido por los extremos del libre albedrío: del exceso juvenil a la redención de madurez. Lo cual ha sido incluso considerado como un relato moral, pero más allá de la afinidad que se pueda o no tener con este tipo de posturas, lo importante en términos de la adaptación es que este tránsito argumental queda nuevamente incompleto en su versión para teatro. Es cierto que el nudo de la historia lo da la tragedia de Alex y su caída en desgracia cuando es condenado a prisión por el asesinato de una de las mujeres que violó. El tratamiento conductista (el método Ludovico) al que se somete para obtener su libertad y las terribles secuelas físicas y psicológicas que esto le ocasiona son los pasajes más conocidos de la historia, pero para Burgess este tránsito de caos, excesos, abusos y dolor no termina con un determinismo cínico y fatalista de la realidad, sino que al final de la novela Alex vive una reconversión en la cual, aburrido de la violencia, busca reorientar su vida e incluso formar una familia. El ejemplo en la novela lo da Pete, uno de sus antiguos amigos drugos. Este remate extremo y moral era esencial para Burgess y fue por el que tuvo que pelear desde 1962 cuando un editor de Nueva York, Eric P. Swenson, condicionó la publicación del libro sólo si se borrara el capítulo 21, cierre de la novela, en el que se desarrolla esta conversión de Alex. Obligado por la presión económica de publicar, Burgess cedió a la condición del editor neoyorquino, pero tras el éxito de la novela el autor exigió que en las subsecuentes ediciones, sobre todo fuera de Estados Unidos, se reintegrara el capítulo perdido. Sin embargo, el daño estaba hecho, ya que Kubrick se basó en la versión censurada para filmar su película. En una entrevista publicada el 31 de diciembre de 1986 por The New York Times, Burgess se lamentaba:
Muchos me escribieron a propósito de eso. La verdad es que me he pasado buena parte de mi vida haciendo declaraciones xerográficas, de intención y de frustración de intención, mientras que Kubrick y mi editor de Nueva York gozaban tranquilamente de la recompensa por su delito menor.
En el mismo artículo, Swenson niega que haya condicionado la publicación del libro y asegura que la supresión del capítulo 21 fue de común acuerdo con el autor. Más allá de que la palabra del autor está a discusión contra la del editor, el hecho es que sólo la versión estadounidense cuenta con 20 capítulos y en el resto de los países con 21. Este viejo debate renace ahora en México porque, como ya se dijo, la adaptación teatral propuesta por González Gil sigue a pie juntillas la versión cinematográfica de Kubrick (es decir, sin capítulo 21) lo cual evidentemente genera otro tipo de tensiones a la hora de montarse en vivo. En principio, la versión teatral carga con la losa de competir con una de las actuaciones más recordadas en la historia del cine. Malcolm McDowell enfundado en un juvenil antihéroe de mallas y camisa blanca, con botas industriales, pestañas postizas, tirantes y bombín, que no sólo seducía con su fría y penetrante mirada a la hora de violentar a sus víctimas, sino que al mismo tiempo lograba encandilar con su perfectamente fingido rostro de sufrimiento a la hora de padecer los efectos del tratamiento conductista al que fue sometido.
Este reto le tocó al actor Leo Deluglio, quien interpreta en teatro a Alex DeLarge con resultados variopintos. No sé si las dimensiones del Teatro Sogem Wilberto Canton lo ameritan, pero sin duda el uso de micrófonos es un distractor difícil de superar, al menos durante la primera parte de la obra. La voz amplificada, aun en las escenas musicalizadas, recuerda demasiado al sello de la casa del teatro comercial. Pero Deluglio, con aplomo, sostiene la obra de principio a fin. Cuando su actuación es demasiado forzada, sobre todo en las escenas de violencia, la obra cae en un pantano del cual sus compañeros de escena no logran salir bien librados. El montaje obliga al resto de los actores a interpretar diferentes personajes a lo largo de la obra, lo cual desdibuja en muchos casos sus logros escénicos, aunque la mejor parte se da al cierre de la puesta en escena. Cuando Deluglio encarna mejor a Alex es en su ocaso, cuando tiene que ser sumiso y actuar con fragilidad ante el rigor de sus captores o rivales. En consonancia, esto provoca un reordenamiento de opuestos entre los actores. El amigo/patiño (Jorge Seleme) se enfunda en una figura de autoridad al convertirse en ministro, al mismo tiempo que la mujer violada (Florencia de Blov) adquiere el papel salvador de la doctora que interrumpe el tratamiento conductista. Al final, los actores se ven beneficiados del desdoblamiento al que los obliga el montaje. Un acierto importante de la obra fue reducir los elementos escenográficos a su mínima expresión: una fachada luminosa del bar Korova, un par de andamios que los propios actores mueven según las necesidades de la escena y algunos elementos del laboratorio donde Alex se somete al tratamiento. La adaptación de la obra se permite varias licencias relacionadas con el lenguaje, que en el caso del libro es todo un hito, ya que Burgess inventó palabras en las que mezcla el ruso con el inglés, mismas que tuvieron que ser condensadas en la película de Kubrick para resultar accesibles al público. La versión teatral va más allá, prácticamente borra este lenguaje inventado y abre la puerta a palabras y modismos mexicanos que, en algunos momentos, tal vez los más desafortunados, son sobreinterpretados, como si los policías que mantienen preso a Alex fueran los típicos nacos de barrio. El gesto genera risas, pero se vuelve un recurso innecesario al ser un remedo del ácido humor que Kubrick imprimió en su versión cinematográfica. La obra en el inicio es casi un musical, las primeras escenas tienen un marcado ritmo con coreografías y canto, pero conforme transcurre el montaje todo se diluye. No es que sea fanático de los musicales, pero estos desplazamientos vuelven inconsistente la puesta, sobre todo pensando en que es del tipo de obras que coquetean con el teatro comercial. El tono y los acentos del director muestran de principio a fin que, ante la dificultad mayor de llevar a escena una obra de culto, el dramaturgo argentino dudó demasiado al momento de definir si el faro de la adaptación recaía en su referencia literaria o cinematográfica. Las actuaciones ocultan por momentos esta confusión, pero en el mejor de los casos González Gil le dio una vuelta más a la añeja disputa entre Burgess y Kubrick.
La naranja mecánica. Teatro Sogem Wilberto Cantón. Adaptación y dirección: Manuel González Gil. Elenco: Leo Deluglio, Carlos Fonseca, Erik Díaz, Jorge Seleme, Kevin Holt, Antonio Alcántara y Florencia de Blov.
Imagen de portada: Leo Deluglio como Alex DeLarge en el montaje escénico de La naranja mecánica. Fotografía de Charly Duchanoy