La literatura surge de la insatisfacción
Esta historia ya os la sabéis. Nos confinan y todos planeamos retomar aquellos libros que dejamos abandonados por falta de tiempo. Me convenzo sin dificultad de esta intención. Empiezo con ímpetu, pero muy rápido me despisto. Abro Twitter y me cruzo con un comentario de Juan Pablo Villalobos recomendando La diáspora y Moronga. Descuelgo el teléfono y llamo a una librería con la intención de reservar ambas novelas. Cuatro meses después y varios libros más tarde contacto con Horacio Castellanos Moya para charlar. La conversación se extiende casi una hora. “El frío aquí en Iowa es insoportable”, se queja el autor. Allí es profesor del máster de escritura creativa. “Cuando vuelvan los alumnos esto va a ser muy difícil de controlar”, comenta.
Su primer recuerdo es un bombazo en la casa familiar.
La violencia claramente me influyó. Los primeros años de mi vida están marcados por dos situaciones: una que sucedía en la casa de mis abuelos en Honduras, personas muy conservadoras e influyentes, y otra en la casa de mis padres en El Salvador, que no tenían poder, sólo pensamiento político. Es más, el círculo de amigos de mis padres eran personas abiertamente de izquierdas, comunistas de la época. Por todos lados se permeaba la política en mi vida. Incluso en la vida cotidiana, puesto que El Salvador de mi infancia era un país convulso. Yo fui testigo de la guerra con Honduras, cuando bombardearon el cuartel de la Primera Brigada de Infantería que quedaba a trescientos metros de mi casa. Yo fui testigo del golpe de Estado de 1972. Quiero decir, este ambiente enrarecido y violento viene desde el principio, casi desde aquel primer bombazo en la casa de mis abuelos en Honduras. ¡Que no se lo pusieron por buenas personas, supongo! Se puede usted imaginar las sobremesas que se platicaban ahí. Por eso escribí un artículo que se llama “Cómo me infectó la política”.1 A mí la política me influyó de dos maneras. Una es que me llevó a un oficio que me permitía ganarme la vida con mucha facilidad, el oficio de periodista. A mí no me costaba nada entender las conspiraciones o los sentimientos políticos. ¿Me explico? Para mí era fácil comprender todo ese clima. Luego, en mi vida adulta rápidamente empecé a trabajar como editor de periódicos, a pesar de que ya escribía literatura. Ya sabe que en América Latina a veces para ser publicado hasta uno mismo tiene que poner dinero. No tuve que hacer un esfuerzo de amarre para entender las cloacas del Estado y todo eso se lo debo a aquellos años. ¡Incluso mi padre fue condenado a muerte por participar en un golpe de Estado contra el general Martínez en 1944! Se salvó por suerte. “Pena de muerte”, ponía en el documento. Cuatro de los doce condenados sí que fueron ejecutados. Imagínese ser el hijo de un condenado a muerte. Mi padre vivió sabiendo que si lo pillaban, lo ejecutaban. Eso hace que posea miedos que no me pertenecen, que mi padre me heredó.
Pertenece a una generación de escritores latinoamericanos que no ha echado raíces en ningún país. ¿Cómo influye ese hecho en su literatura?
Sin lugar a duda en América Latina hay una cultura nómada. Es un poco contradictorio y complejo porque mis personajes, al menos los de la saga de la familia Aragón, proceden de El Salvador y unos pocos de Honduras. Sin embargo, yo no he regresado a El Salvador desde que me marché en el año 1997. No he regresado a vivir, sólo de visita. Desde entonces he vivido como un nómada. Ahora llevo más de diez años en Estados Unidos. Mis personajes se han ido moviendo en la medida en que yo me he ido moviendo, sin que hayan perdido su naturaleza original de centroamericanos. No extraigo personajes de los lugares en los que escribo, acaso saco alguno que otro personaje secundario. Mis personajes principales los ando cargando desde siempre. Hay, por un lado, una literatura que expresa esa vocación nómada y, por el otro, una raíz que queda en el escritor y que son sus años formativos.
La violencia y el sexo asumen cierta relevancia en tus libros. ¿Hasta qué punto el sexo es la válvula de escape que utilizan los personajes para soportar la violencia de su alrededor?
Creo que eso es tan viejo como la mitología. El sexo y la muerte son caras de un mismo paquete, hermanos gemelos que van de la mano, posiblemente porque se nace con el sexo, gracias al sexo. No es gratuito que en mis novelas se exprese lo que comentas, ¿verdad? A mayor sensación de muerte, mayor necesidad de placer para compensar el miedo. Saliendo de mis novelas y entrando en la vida real, las zonas en las que hay conflictos armados son donde mayor prostitución y actividad sexual se produce. Recuerdo que en El Salvador —a finales de los años de la guerra civil, cuando yo regresé en 1991— había burdeles a diestra y siniestra. Abrían a las once de la mañana y se llamaban “estéticas”. Al mismo tiempo, en la ciudad existía un clima tremendo de miedo, había guerrillas peleando, helicópteros del gobierno bombardeando, confrontaciones en las esquinas entre comandos armados… Y en medio de todo esto sobresalía una forma de desahogarse. Cuando la muerte está cerca la gente necesita fornicar. Yo no hago más que reflejar elementos de la condición humana, y el sexo y la muerte son parte de ella. Basta ver las películas sobre el tema para darse cuenta de cómo las tropas estadounidenses infectaron de prostitución Vietnam del Sur durante la guerra. En situaciones no extremas esto no es tan evidente porque uno no sale a la calle temiendo a la muerte. Su vida sucede de otra forma. Lo que vivimos ahora por la pandemia es otro fenómeno, es un pavor a algo invisible. Pero el miedo a la muerte en sociedades políticamente violentas es muy preciso. Ese miedo tiene cara, cuerpo y armas. Los que procedemos de esas sociedades siempre expresaremos esa relación simbiótica que tienen el sexo y la muerte.
Además, en su obra se observa una fijación extrema por los culos. ¿Cuál es el motivo de esta obsesión?
¡Qué le pasa a la cultura salvadoreña con los culos!, diría yo. Hay una cosa del lenguaje que es muy interesante porque en el lenguaje popular, vulgar, “culo” sustituye a “mujer”. Esto le da a usted una idea de la envergadura de la obsesión. Para una cultura machista, quizá misógina, es muy fácil en vez de decir “mujer” decir “culo”. Son culturas que están muy lejos de la corrección que se da en los países europeos. Y esto se refleja en su forma de hablar. El lenguaje que expresa una sociedad no es gratuito. En Guatemala, a finales de la década de los ochenta y principios de los noventa, el término “masacre” se convirtió en un adjetivo, en un adjetivo admirativo. Durante ese periodo se reportaron en los informes de los organismos internacionales al menos 400 masacres. La cultura militarista y criminal era tan fuerte que consiguió voltear el significado del término. Cuando uno iba a una fiesta que había sido divertida, en Guatemala la gente decía que la fiesta había estado “masacre”. Hay que tener mucho cuidado con el lenguaje, sobre todo cuando se lee desde otra cultura porque es difícil comprenderlo.
Tras exiliarse de El Salvador después de la publicación de El asco, hecho que ha quedado ya debidamente documentado en otras entrevistas, fue acogido como escritor residente en la Feria Internacional del Libro de Fráncfort. ¿Qué hace un escritor residente en ese tipo de ferias?
No se hace nada, escribir nomás. La FIL de Fráncfort acogía a un escritor con problemas políticos en su país de origen y le daba cobijo y estipendio durante dos años. Era un programa fantástico, como una beca de dos años para escribir. Me hice muy amigo del director de la feria, un hombre que estaba muy al tanto de movimientos de liberación y de igualdad alrededor del mundo.
Sus historias son las peripecias de un personaje principal y varios orbitando a su alrededor. Sin embargo, en Moronga se atreve con una novela más larga.
Soy un escritor que trabaja por impulsos. No soy un tipo que tenga claro todo el mapa de la zona que va a visitar cuando comienza su viaje. Eso significa que no tengo ni idea de cómo van a continuar o terminar mis libros. Tengo un arranque, nada más. Por eso me llamó la atención una declaración que hizo John Irving aquí en Iowa, donde fue exalumno y profesor. Dijo que él no empezaba una novela si no sabía cuál iba a ser el final. Si yo hubiese utilizado el esquema de John Irving no hubiese escrito una sola novela. Voy trabajando por partes, por intuición del personaje que me agarra. Con las novelas cortas es distinto. Ésas son como un sprint, no requieren un gran diseño. Las novelas más largas, sin embargo, sí. Con La sirvienta y el luchador me ocurrió algo parecido a lo que me sucedió con Moronga. Iba escribiendo las partes sin saber muy bien a dónde me conducían. Al terminarlas la gente me decía: “Estas novelas las tenía usted bien amarraditas, ¿verdad?”. Y yo respondía que no tenía ni remota idea de para donde iba. Las formas de escribir son un misterio y a mí me gusta así porque favorecen un tipo de asombro y de descubrimiento. Uno va descubriendo lo que tiene dentro. Hay otros escritores que no dan un paso si no tienen claras todas las planeaciones. Como el dicho mexicano, “no dan paso sin huarache”.
Imagen de portada: Horacio Castellanos Moya. Fotografía de Casa de América, 2018