La mayoría de nosotros crecimos en un ambiente donde comer carne, usar zapatos y cinturones de cuero y vestir suéteres de lana era lo habitual. Seguramente muchos asistimos al circo a ver elefantes y tigres hacer trucos y pasamos un domingo familiar en el zoológico, comiendo algodón de azúcar sin preguntarnos cómo llegaron ahí esos animales. Recuerdo que de niña fui al parque acuático Sea World, donde pude ver orcas y delfines por primera vez en mi vida. Nunca pensé que ellos estuvieran sujetos a algún tipo de maltrato. En mi época aquello no se cuestionaba tanto como ahora, los animales “estaban para eso”. Hasta hace relativamente poco no considerábamos el impacto de nuestras acciones cotidianas en las vidas de los animales, y si bien las redes sociales han servido para divulgarlo, el movimiento por los derechos de los animales no es nuevo. En la Grecia clásica algunos filósofos, Pitágoras, por ejemplo, le prohibían a los miembros de su escuela no solamente matar “criaturas vivas”, fuera para alimentarse o para sacrificarlas, sino también acercarse a carniceros y a cazadores. A lo largo de la historia muchos pensadores han sido sensibles ante el trato que damos a los animales, incluso existieron sociedades victorianas conformadas para proteger algunas especies. No obstante, en la modernidad los movimientos formalmente organizados no surgieron sino a partir de la publicación en 1975 de Liberación animal, del filósofo australiano Peter Singer, que puso sobre la mesa la posibilidad de que los animales fueran sujetos de protección legal y moral, y trazó una analogía entre la lucha por los derechos animales y las de otros grupos alienados, donde unos excluían a otros por prejuicios, es decir, sin dar buenas razones para hacerlo. Al igual que del sexismo o del racismo, se comenzó a hablar del “especismo”, término acuñado en 1970 por el psicólogo Richard D. Ryder, el cual representa una forma injustificada de discriminación basada en el supuesto de que los intereses de un individuo son de menor importancia por el hecho de pertenecer, en este caso, a una especie distinta. Este prejuicio se sustenta sobre argumentos teológicos, relativos a la supuesta carencia de alma, racionalidad, autonomía y cultura que explica la inferioridad de los animales, y reduce su existencia a la utilidad que tiene para el grupo de estatus superior (los seres humanos). Uno puede conocer un prejuicio, admitir que lo es y seguirlo practicando, eso es el libre albedrío, después de todo. No obstante, para algunos de nosotros importa poner atención en las razones para actuar, las motivaciones y consecuencias de nuestras creencias. Si revisamos el trato que históricamente hemos dado a seres de otras especies encontramos un común denominador de injusticia, violencia y explotación, y eso es precisamente lo que intenta señalar y combatir el movimiento por los derechos de los animales, y brinda alternativas de consumo más respetuosas con otras formas de vida. La pregunta sobre qué derechos tienen los animales remite a qué cualidades necesita tener un ser vivo para ser sujeto de derechos. El filósofo estadounidense Tom Regan responde a dicha pregunta con otra: ¿Qué intereses pueden tener los animales? Básicamente evitar estados dolorosos y procurarse estados placenteros.1 Igualdad de derechos no quiere decir trato igualitario, sino equidad en la consideración de los intereses. En otras palabras, los animales no van a tener los mismos derechos que nosotros porque no comparten con exactitud los mismos intereses, pero ahí donde haya coincidencia, nosotros tenemos la responsabilidad de otorgar protección a sus intereses, que no deberían sacrificarse o canjearse sólo porque podrían beneficiarnos. De lo anterior se desprende que los derechos de los animales, dada su capacidad biológica de sentir placer y dolor, y por ende su interés en procurarse estados de bienestar y evitar estados de incomodidad, consistirían en vivir en libertad sin que se les provoque sufrimiento o se los use como objetos de explotación. Hasta aquí podríamos estar de acuerdo, pero lo que resulta complicado para la mayoría es asumir las consecuencias del planteamiento anterior, que implicarían reconocer que los animales no son nuestros para utilizarlos como hasta ahora lo hemos hecho sin que medie siquiera una reflexión ética al respecto. Para quienes piensen que, incluso si se acepta la consecuencia de nuestra premisa, no podemos detener todo el sufrimiento, eso no implica que no deberíamos detener alguno. Existen alternativas compasivas y éticas para prácticamente todos los usos que hoy damos a los animales y que no implican su cosificación y muerte masiva. De las cuatro principales áreas donde los animales son explotados: industria alimentaria, experimentación, vestimenta y espectáculos, es en esta última donde hemos visto más avances. Tomaré como ejemplo paradigmático el trabajo de la organización que fundé junto con Francisco Vásquez hace diecisiete años: AnimaNaturalis Internacional.2 México prohibió el uso de animales en circos en julio de 2015 y Colombia un par de años antes. En España más de medio millar de ciudades ha puesto fin a los espectáculos itinerantes con animales y casi no quedan grandes poblaciones que los permitan. En cuanto a las tradiciones de sangre, tortura y muerte que llamamos tauromaquia, cada día avanzamos más en el camino a la abolición total. En tres comunidades autónomas españolas ya están prohibidas las corridas de toros, como en casi todo el territorio venezolano, en varias regiones de Colombia, así como en algunos estados mexicanos. La compañía de análisis estadístico Parametría realizó una encuesta en 2013, a petición de AnimaNaturalis, en la que 73 por ciento de los mexicanos se declaró totalmente en contra de las corridas de toros. En Ciudad de México también se cerraron dos delfinarios y se prohibieron los espectáculos con mamíferos marinos desde 2017.3
Afortunadamente, la educación ambiental y el estudio sobre los comportamientos naturales de los animales con formas menos invasivas han conseguido que los niños se interesen más por verlos en documentales que confinados en jaulas o realizando trucos ridículos. En el área de animales usados para manufacturar vestimenta cabe subrayar que las principales firmas de diseñadores de moda apuntan a dejar de usar pieles en sus colecciones y hay una tendencia generalizada a elegir sintéticos o materiales naturales en vez de pelaje, cuero y lana, provenientes de industrias que crían masivamente a los animales para despellejarlos vivos y convertirlos en prendas y accesorios. Uno de los aspectos más polémicos en cuanto a la defensa de los animales es su uso en experimentación, pues se alega que gracias a esto han podido salvarse vidas humanas. Las principales organizaciones internacionales de defensa de los derechos animales, como PETA, han abogado durante décadas para que las grandes empresas farmacéuticas y laboratorios de universidades reduzcan, refinen y reemplacen los experimentos con animales, pues son mayoritariamente repetitivos, no arrojan datos concluyentes y se han convertido en una forma habitual de conseguir recursos económicos para la investigación con un costo anual de más de 100 millones de vidas animales.4 Muchas empresas de artículos de belleza e higiene personal ya no realizan sus pruebas en animales y algunos lugares de Estados Unidos, e incluso el Parlamento Europeo, prohíben el uso de animales para pruebas cosméticas. Respecto al uso de animales para la alimentación, si bien cada vez hay más detractores por razones éticas, ambientales y de salud, continúa siendo el área donde más animales mueren y donde más complicado es instalar políticas públicas, por las subvenciones de gobiernos a industrias como la ganadera. Si pensamos que en el mundo se matan anualmente más de 70 mil millones de animales sin incluir peces5 (pues éstos se contabilizan en toneladas), estamos hablando de un equivalente a diez veces la población humana mundial. ¡Esto es un verdadero exterminio! Hay millares de seres con plena capacidad de sentir que viven hacinados en bodegas sin luz natural, con poco aire, privados de realizar sus comportamientos instintivos, separados de sus madres, de sus crías, mutilados, inyectados con hormonas, saturados de antibióticos, transportados durante horas a mataderos y finalmente asesinados en presencia de sus congéneres. Desde una perspectiva de sostenibilidad, la ganadería industrial y sus derivados (lácteos y huevos) son responsables de la emisión anual de por lo menos 32 mil millones de toneladas de CO2 y de 51 por ciento de las emisiones de gases de efecto invernadero.6 El conocimiento de esto, así como el hecho de que haya cada vez más estudios de prestigiosas universidades y organismos internacionales como el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático y la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura,7 nos obligan a voltear a ver formas más sustentables de producción de alimento, y han conseguido que cada vez más ciudadanos contemplen las dietas basadas en plantas, que son saludables, económicas, variadas y sobre todo más éticas.8 Pero aún no es suficiente y nos queda poco tiempo. El deterioro acelerado de nuestros ecosistemas requiere compromisos firmes respecto a nuestros hábitos de consumo.
Se ha avanzado muy poco en el tema de las “mejoras” a las condiciones de vida de los animales en las granjas industriales, pero el futuro apunta a nuevas formas de producción y a nuevas tendencias alimentarias. En Estados Unidos y otros países como España y Brasil, por ejemplo, Burger King está ofreciendo alternativas que no se venden como algo más sano, sino como algo exactamente igual pero con cero mg de colesterol y sólo 12 gramos de grasa. La empresa Impossible Foods ha hecho esto posible: la gente no renuncia al placer, sabor, textura y costumbre de comer carne.9 Esto me recuerda lo que dijo el filósofo Jacques Derrida: aunque es muy probable que dejemos de comer carne de animales en un futuro no muy lejano, los seres humanos necesitarán por mucho tiempo comer carne simbólica, porque no se trata de nutrición o satisfacción al paladar, sino de un acto cultural.10 Hablar de los derechos de los animales requiere de un cambio profundo en nuestro paradigma del papel del Homo sapiens. Nos hemos convertido en un depredador no sólo de otras especies, sino de la nuestra propia y del hábitat que requerimos para sobrevivir. La defensa de los animales es la revolución moral del siglo XXI y parte no sólo del conocimiento de datos duros —que no siempre nos mueven a la acción— sino de un profundo contacto con nuestra sensibilidad, con virtudes como la empatía, la compasión, la justicia y la solidaridad. Es quizá la causa donde más poder de transformación tenemos, pues a través de la oferta y la demanda estamos eligiendo entre la vida y la muerte de millones de animales. La invitación es conocer más acerca de este tema y principalmente saber más de los animales: esos impresionantes y sorprendentes compañeros de viaje en nuestro paso por la Tierra, la única casa que tenemos todos.
Imagen de portada: AnimaNaturalis, acción “En la piel del toro”, Pamplona, España, 2014
Tom Regan, The Case for Animal Rights, University of California Press, Berkeley y Los Ángeles, 1983. ↩
El trabajo de peta (Personas por la Ética en el Trato hacia los Animales) en este rubro está disponible aquí ↩
Christopher Hyner, “A Leading Cause of Everything: One Industry That Is Destroying Our Planet and Our Ability to Thrive on It”, Georgetown Environmental Law Review, 23 de octubre de 2015. Tomado de Cowspiracy ↩
Sus iniciativas se pueden encontrar aquí y aquí, respectivamente. ↩
Más información sobre este estilo de alimentación disponible aquí ↩
Sus logros en ingeniería alimenticia están disponibles aquí ↩
Carol J. Adams y Matthew Calarco, “Derrida and The Sexual Politics of Meat”, en Meat Culture, serie Human-Animal Studies, Annie Potts (ed.), vol. 17, 2016. ↩