Las revoluciones se celebran cuando ya no son peligrosas. Pierre Boulez
En 1946, Daniel Cosío Villegas anunció que la revolución había muerto. Sus principios habían quedado sepultados entre el autoritarismo antidemocrático del ya entonces llamado Partido Revolucionario Institucional y el corporativismo que sometió a obreros, campesinos, burocracia y ejército a servir a la familia revolucionaria para permanecer en el poder. Cosío Villegas no estaba equivocado pero nadie hizo caso. Por entonces, el sistema político surgido de la revolución se encargaba de contar su propia narrativa del movimiento social iniciado en 1910 que poco tenía que ver con el hecho histórico y el proceso político. La historia fue manipulada y la revolución fue convertida en el paradigma ideológico del siglo XX. A partir de 1946, el país se construyó “en nombre de la revolución” y la revolución, casi como sagrada escritura, justificó todos los modelos económicos y todos los actos de gobierno: la revolución fue el desarrollo estabilizador, el milagro mexicano, el populismo, el nacionalismo petrolero y hasta el neoliberalismo. La revolución como hecho histórico, con todas sus contradicciones, había muerto realmente desde 1946 pero la resucitó el sistema político priista en la forma de una ficción ideológica. Por eso, cuando sobrevino la alternancia presidencial en 2000, sucumbió finalmente. Los regímenes panistas desecharon la historia oficial de la revolución de Villa a Zapata; de Carranza a Cárdenas ni siquiera intentaron rescatar, para su propio beneficio, el origen democrático de la revolución. Cuando llegó el centenario del movimiento armado, la revolución estaba más que sepultada. A un siglo de la Constitución —con todos sus cuestionamientos—, la revolución mexicana se escribe con minúscula y sólo es un referente histórico sin el peso ideológico que llegó a tener en el siglo XX.
La fundación del partido oficial en 1929 trastocó el sentido original de la revolución. Creó un sistema político antidemocrático, autoritario, impune y corrupto. Mejoró los procedimientos de control político del Porfiriato y subordinó con mayor efectividad alrededor del presidente de la república al poder legislativo, al judicial, a los gobernadores, a los medios de comunicación, a los sindicatos, a los empresarios y a la Iglesia, y al distribuir prebendas y recompensas creó un entramado de impunidad y corrupción en todas las esferas del poder. A diferencia del Porfiriato, el sistema surgido de la revolución no logró diseñar un proyecto de nación a largo plazo; su temporalidad era sexenal. El inicio de cada nueva administración implicaba un cambio de rumbo; nuevas políticas públicas y falta de planeación. El sistema construyó una ficción democrática alrededor de la simulación, haciendo de la mentira un arte, y con una aplicación discrecional de la ley.
La imposibilidad de transitar a la democracia a partir del triunfo del movimiento armado y la caída de Díaz en 1911, no sólo se debió a la contrarrevolución fraguada por el viejo régimen y a la irresponsabilidad de la clase política, también al perfil intelectual y político de sus protagonistas. Con excepción de Madero, el resto de los jefes revolucionarios —militares o civiles— se concibieron de manera natural como caudillos, como hombres de poder, no como ciudadanos; hicieron valer su autoridad por encima de cualquier marco legal y fueron incapaces de ceder el poder. El respeto al sufragio, la salvaguarda de los derechos políticos, el compromiso con la democracia, no tenían sentido desde la cúpula del poder porque resultaba prioritario afrontar los problemas sociales heredados del antiguo régimen y que, ciertamente, habían tenido un impacto más profundo sobre la mayoría de la población que la sistemática violación de sus derechos políticos. Fue un error disociar ambas tareas, pues al enfocarse en atender exclusivamente los problemas sociales, el Estado asumió el paternalismo como sistema y olvidó la construcción de ciudadanía. Bajo esta lógica, los principios democráticos se desvanecieron rápidamente cuando las banderas revolucionarias giraron hacia las grandes causas sociales que el propio Carranza fue añadiendo a la lucha constitucionalista. Terminada la revolución y con el establecimiento del gobierno surgido de ella, la democracia llegó a ser identificada, incluso, como un movimiento burgués y conservador por una parte de la propia familia revolucionaria y la izquierda mexicana. Si en 1910 la idea democrática había despertado la conciencia colectiva y fue el motor que impulsó la cruzada cívica del país hasta antes del inicio de la revolución, para 1917 —cuando el movimiento armado cantó victoria—, los pilares ideológicos del Estado revolucionario habían cambiado su centro de gravedad, ya no se encontraban en los principios políticos, sino en los socioeconómicos: jornada laboral de ocho horas, reparto agrario, educación gratuita, propiedad originaria de la nación sobre el suelo y el subsuelo, movimiento obrero y campesino. Ésas eran las grandes y legítimas causas del pueblo mexicano. Fue así que la revolución se convirtió en el paradigma del siglo XX.
La revolución hecha gobierno desde 1929 se apoderó de la historia —y de los colores de la bandera que utiliza desde entonces en el logotipo del partido—; la usó y abusó de ella de manera indiscriminada para entregar a los mexicanos una sola interpretación —“la verdad histórica”—, repetida una y otra vez en todos los ámbitos de la vida nacional. Con las libertades restringidas, sobre todo en la discusión pública, durante casi toda la segunda mitad del siglo XX, los mexicanos sólo conocieron el pasado a través de la distorsionada versión de la historia oficial. Este abuso condujo a la construcción de una serie de mitos sin sustento, de verdades a medias o mentiras completas, que partían de un planteamiento maniqueo. La historia no fue utilizada para la reflexión, como referente o ejemplo; tampoco para entender lo que hemos sido; sirvió para controlar y para descalificar, para señalar a las oposiciones como traidoras y vendepatrias si se atrevían a disentir. La historia oficial fue adoctrinamiento y polarización. Pero lo que había sido la revolución como proceso histórico no correspondía a las necesidades legitimadoras del sistema político. La sociedad había pagado un costo demasiado alto: un millón de víctimas, muerte, destrucción, violencia. El movimiento iniciado contra Porfirio Díaz y posteriormente contra Victoriano Huerta, terminó por convertirse en una guerra civil donde los jefes revolucionarios se enfrentaron en una sangrienta lucha por el poder en la cual el interés nacional, las demandas sociales o el progreso de la patria habían pasado a un segundo plano mientras surgía una facción victoriosa que, en su momento, se las abrogaría. El sistema reescribió la historia de la revolución; unió bajo el mismo cielo patrio a los caudillos que se asesinaron entre sí; les dispensó sus culpas y sus excesos; sus arrebatos y sus traiciones; cerró filas y desvaneció lo que pudiera cuestionar la visión progresista, justa e inmaculada que debía construir en torno a la revolución. Junto a la ficción democrática que construyó el sistema, se levantó la ficción histórica y la revolución se convirtió en un mito, en el eje desde el cual se explicaba el pasado y proyectaba el futuro.
Conforme se consolidó el sistema político, el término revolución adquirió un sentido de sagrada escritura. Fue asumida como la verdad absoluta y se convirtió en el paradigma del siglo XX. No es casual que entre 1952 y 1994 el término “revolución mexicana” aparezca 18,592 veces en los debates de la Cámara de Diputados, lo cual implica que fue mencionada 442 veces por año, pero si consideramos que las sesiones ordinarias del Congreso ocupan 152 días, la revolución mexicana fue invocada casi tres veces por día. El sexenio de Salinas de Gortari fue el que más veces recurrió a ella —9,509— en toda la historia debido a que era necesario unir a la revolución con el neoliberalismo y la tecnocracia. De la revolución debía emanar el bienestar, el crecimiento, el desarrollo, el progreso, la justicia social y la educación. Apoyar los regímenes surgidos de la revolución significaba estar con la patria, con la nación, con el progreso, con las causas justas y legítimas de la sociedad. Criticarla en cambio evidenciaba a los traidores, a la terrible reacción. No había alternativas: con la revolución o contra ella. La revolución —establecida como el gran mito del siglo XX— construyó una serie de símbolos fundacionales que fueron utilizados en el discurso político como arietes ideológicos, aunque en términos reales sólo fueran retórica. Pero fue más lejos, hizo de la historia un artículo de fe y, como sagrada escritura, estableció una serie de dogmas incuestionables con los cuales adoctrinó durante años a los mexicanos. La sociedad no debía comprender la historia, analizarla o cuestionarla, debía creer en ella. La no reelección, la expropiación petrolera, la Constitución de 1917, la soberanía nacional, el nacionalismo revolucionario, las leyes de Reforma, el presidencialismo y más recientemente el liberalismo económico o incluso la democracia, son temas que se convirtieron en dogmas de fe. Los mexicanos debían creer en ellos sin someterlos a ningún tipo de cuestionamiento, crítica o análisis. El sistema difundió la historia oficial a través del discurso político, las conmemoraciones cívicas, dramatizaciones en la célebre hora nacional, teleseries históricas, algunas columnas periodísticas y los libros. Desde luego en las universidades y otras instituciones se realizaba investigación histórica de una manera libre e independiente, sin embargo, sus aportaciones, interpretaciones y conclusiones permanecían dentro del círculo académico; el ciudadano común no tenía otra alternativa para conocer el pasado más que la historia oficial. Con el proyecto de libros de texto gratuito impulsado por el presidente López Mateos a partir de 1959, la historia llegó masivamente a los mexicanos a través de la educación. Fue la última vuelta a la tuerca del adoctrinamiento: más que un libro de historia distribuido por toda la nación, era un catecismo de historia patria.
La revolución mexicana tuvo su cenit en el imaginario colectivo durante la segunda mitad del siglo XX. Había un respeto casi sagrado por ella gracias a que logró permear en la conciencia social a través de la historia oficial. No fue casualidad que incluso tuviera su propio centro de estudios (el Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana —hoy llamado de las Revoluciones de México—). Sin embargo, es un hecho que la transición política acabó con el paradigma. El discreto centenario de la Constitución de 1917 es una muestra clara de que la revolución hoy en día descanse en paz: el régimen ni siquiera tuvo interés en rescatar, recuperar y difundir en grande el que quizá sea el único y mayor logro de la revolución mexicana: haber logrado llevar a la Constitución los principios que dieron origen al movimiento armado y que perfilaron lo que debía ser el país una vez que encontrara el camino de la paz.