Siempre me costó saber cómo era un cuerpo; en principio el mío. Ni siquiera recuerdo haberme desnudado frente a un espejo. En ese entonces no sabía si era flaco, gordo o qué; daba por sentada mi anatomía.
La primera vez que observé mi cuerpo fue sobre mi cama: me quité la chazarilla de la secundaria, miré mis pezones, extendí los brazos para que se vieran mis axilas y me contemplé. Pero ni ahí fui consciente de mi imagen. Mi cabeza se ocupaba en otro asunto: cómo podía ser tan sensual para que los hombres se excitaran al verme.
Todos los días después de la secundaria, ubicada en el centro de la Ciudad, pasaba a comer al trabajo de mi madre. Al principio la esperaba a que terminara su jornada, pero luego me permitió regresar solo hasta nuestro hogar. Muy pronto descubrí el último vagón del metro capitalino, donde se congregan los homosexuales para tener encuentros eróticos.
El sexo clandestino es el pan de cada día en ese transporte. En ocasiones hay simples roces; en otras, sexo oral; a veces mucho, mucho más. Todo depende de la cantidad de gente en el vagón, de la complicidad entre los cuerpos y, claro, de sus niveles de deseo. Los códigos para ofrecerlo son variados, pero se aprenden rápido: algunos se sostienen la mirada mientras tocan su entrepierna, otros sonríen y guiñan ojos o, en las horas pico y con la muchedumbre, hay quienes simplemente se besan y bajan los cierres de los pantalones sin prestar demasiada atención a quién es el otro. El sexo acompaña cada día a muchos hombres en sus viajes.
En uno de esos recorridos sucedió. Yo estaba sentado y, justo frente a mí, recargados en la puerta, vi a dos hombres distintos en complexión, tono de piel y estilo de seducción.
El primero alto, moreno, con músculos y “poco agraciado”. Pants azules y playera sin mangas. Me miró fijamente y levantó su brazo, dejando ver su axila, mientras pasaba su lengua por la zona. Era un ataque directo, sin lugar a confusiones. 38 años, quizá.
El segundo más joven, unos 28 años. Con audífonos y tez clara. Playera roja, jeans rockeros. Guapo. Con una estrategia más sutil: observaba los movimientos del otro y, cuando yo lo miraba a él, perfilaba una sonrisa. Podía estar sujeto a interpretación.
Sabía que los tenía en el bolsillo a ambos; quien escogía era yo. Frente a esa clandestinidad, contaba con el superpoder de la juventud. Nadie me dijo que era así, pero a mis trece años podía darme cuenta de que los hombres morían por mí más de lo que yo por ellos.
Dejemos claro algo: no soy horrible, pero tampoco soy occidentalmente bello. Yo no era un púber hermoso. No les llamaban la atención mis facciones gruesas, mi nariz ganchuda, ni el bigote incipiente que no sabía rasurar. Pero, aún así, aunque me doblaran o triplicaran la edad, el poder de decisión estaba en mí. A pesar de ser el espacio de encuentro más socorrido en la Ciudad, pocos chicos tan jóvenes se aventuran en él y se convierten en un platillo exótico. Ahí estaban, el joven y el moreno. De no ser competencia, ambos habrían sido buena opción. Por entonces no se me ocurría que este era un juego que también se podía practicar en trío.
Estábamos en la línea tres del metro, dirección Indios Verdes. Yo debía bajar en Guerrero, pero ya me había pasado hasta La Raza. Dos estaciones, ¿qué tanto es tantito? El moreno musculoso me indicó con la cabeza que bajáramos en la siguiente parada. Me levanté y fui hacia la salida. Al parecer, había un ganador. Pero cuando él bajó, yo me quedé en el vagón. Volteó extrañado y vio las puertas cerrarse.
Entonces mis ojos se clavaron en el chico que tendría la edad que ahora tengo yo. Me sonrió sorprendido y descendimos juntos en la estación 18 de Marzo. No recuerdo la conversación exacta, pero en algún momento me preguntó si sabía de algún lugar.
Normalmente todos mis encuentros sucedían dentro del metro. Siempre fui obediente con la percepción familiar —cada vez más errónea— de que ahí estabas más seguro que en la calle. Pero él me ofreció salir. Creo que tuve buen ojo, o mucha suerte al momento de escoger con quién rompía los protocolos. De lo contrario, tal vez no estaría escribiendo esto.
Nos fuimos en la dirección opuesta (hacia Universidad) y bajamos en metro Hidalgo. Salimos del lado de la colonia Guerrero. Él tenía claro el destino. Avanzamos algunas calles hasta que finalmente llegamos al sitio de los extintos Baños Mina.
Unos pasos antes de entrar se detuvo y dijo que teníamos que ingresar por separado. Me dio cincuenta pesos y se adelantó. Fui detrás, observando cada movimiento. Había que ser tonto para no darse cuenta de que estábamos llegando juntos, pero supongo que su carta de salvación en caso de problemas era simplemente decir “ni lo conozco”. El problema no residía en la homosexualidad sino en la edad, porque estos, como muchos otros baños, eran de ambiente; se aparentaba que no, pero los encargados permitían el desenfreno en su interior siempre y cuando no fuera demasiado descarado. Hablando con varias personas, supe que los Baños Mina fueron de los lugares de encuentro más populares, aunque considerados de baja categoría. En ese entonces yo no sabía nada de esto.
El chico rockero llegó a la ventanilla, pagó sus cincuenta pesos, dijo “uno”, le dieron un boleto, una toalla y entró.
Caminé hasta la misma ventanilla y también dije “uno”, agregando un “por favor”. No hicieron ninguna de las preguntas que pensé que me bombardearían: “¿Tú quién eres?” “¿Y tu mamá?” “¿Qué edad tienes?” Fui tras el chico y subimos las escaleras sin cruzar palabra, como los desconocidos que en realidad éramos.
En el piso siguiente tres hombres de mantenimiento platicaban. Me fijé en uno de ellos sentado en un bote de plástico. Era gordo, ya grande y algo feo. Quizá en su juventud no lo fue, pero entre más joven eres la vejez parece más despreciable, el horror, un destino al que aspiramos pero al que nadie quiere llegar. Entonces no pensaba “algún día seré como él, y seguiré deseando”, simplemente me centraba en su fealdad y en cómo me miraba violentamente. Tal vez no me juzgaba, sino que me compadecía, o me felicitaba.
Llegamos a un pasillo con muchas puertas. El chico abrió una de esas cabinas y entramos a un cuartito con una cama que ni a individual llegaba. Cerró la puerta con un endeble pestillo y por fin dejamos de estar a ojos de todo el mundo.
Más largo que ancho. Lámparas blancas. Color crema en las paredes sucias. Me senté en el camastro. Levanté su playera y besé su abdomen. Comencé con el oral. En cierto momento, él me levantó, tocó mis nalgas, y yo entendí lo que seguía. Era algo que me ponía los pelos de punta, así que simplemente dije “sin penetración”.
Así de mecánico. De poco orgánico. “Penetración”. Una palabra de cadencia artificiosa. Pero es como mi cerebro lo formuló. “Sin penetración” en lugar de “sin que me la metas”. Penetración que está hermanada con perforación, con intrusión.
Asintió. De su mochila sacó una botella de lubricante y me pidió que me volteara mientras se ponía un condón. Yo confiaba; algo me decía que no iba a hacer nada que yo no quisiera. “Inocente”, “pobre amigo”, pensaría cualquiera, pero el chico fue honesto. Sin pantalones, recostado boca abajo, puso lubricante entre mis nalgas y comenzó a frotarse. Solo deslizaba, raspaba sin hacer esfuerzo por entrar. Yo pensaba en el condón y repetía en mi cabeza “si lo intenta, tengo que zafarme”, pero no lo hizo. Supongo que el condón era por higiene; a esa edad, poco se sabe sobre la limpieza previa al sexo anal.
Él terminó viniéndose, no sé si por excitación o compromiso, porque la verdad es que yo me encontraba en calidad de bulto. No me movía, no gemía, no paraba el culo. Si fuera entre adultos, al día siguiente hablaría con sus amigos de la mala cogida que tuvo, pero, ¿qué esperaba? ¿Una geisha Lolita?
Nos vestimos. Me dijo que pensó que me iba a ir con el otro tipo del metro. Yo le dije que no, que me gustaban más los hombres como él. “¿Como yo?” Sí, el otro estaba muy ponchado, tú estás más llenito. Puso cara de desaprobación, pero no dijo más. Quizá no era llenito, quizá tenía buenos músculos y no me di cuenta, pero qué podía esperar de mí, que ni siquiera entendía mi cuerpo; de mí, que pensé que tenía la nariz recta y la piel clara hasta los 17 años.
Salimos del cuartito. A mi derecha, una puerta conducía a las regaderas. Me preguntó si quería bañarme. Le dije que no, cosa que no sé si lo decepcionó o le pareció desagradable, pero en verdad no quería; no me sentía sucio y, al igual que la higiene previa, la posterior al sexo gay tampoco era mi fuerte. Salimos del lugar.
Camino del metro se detuvo en una tienda a comprar un cigarro. Me preguntó si quería algo y yo tomé una paleta tutsi-pop. Era evidente que él ya no estaba cómodo. No sé si le molestó que sí quisiera algo, o que desperdiciara cien pesos en un orgasmo mediocre, o que le llamara llenito. Desenvolví mi paleta, me la metí en la boca y ese es mi último recuerdo. No sé cómo ni en dónde nos despedimos. Por un par de días deseé verlo nuevamente, pero no sucedió.
Desde entonces no he vuelto a entrar a un baño de vapor a pesar de que se habla mucho sobre lo entretenidos que llegan a ser: los hombres contratando masajistas y pidiendo que les lleven comida a los pequeños cuartos, las áreas comunes con chicos de distintas complexiones dejándose mirar mientras se autoerotizan. Es verdad que no era un sitio exclusivo para homosexuales, pero como muchos otros espacios, como el último vagón del metro, la comunidad se lo apropió.
Sí, solo una vez entré a ese sitio y lo último que hice fue bañarme. ¿Y si lo hubiera hecho? ¿Si hubiera aceptado entrar a ese cuarto con las regaderas? ¿Él me habría presumido como a un trofeo? ¿Los demás hombres habrían intentado acercarse? ¿Habría terminado en algún otro cuarto? ¿O hubiera descubierto que el juego podía ser de tres, de cuatro y hasta más? Nunca lo sabré. Igual que no sabré si fui afortunado o no de jamás volver a cruzar esa puerta que se encontraba fuera de la seguridad del metro.
Imagen de portada: Joseph Stella, Elevated Railroad, ca. 1920-1922