Mi padre, el espía: memorias de un destierro

Espías / dossier / Junio de 2024

Y. Aron

 Leer pdf

Nací en Francia cuatro años después de que la bomba atómica arrojada sobre Hiroshima pusiera fin a una guerra que le regaló a la humanidad la palabra genocidio. Cuando apenas tenía tres años y medio de edad, mi familia y yo nos mudamos a Londres en un destierro muy traumático. No fue sino hasta muchos años más tarde que, finalmente, pude conocer la razón de este desarraigo.

​ La generación de mis padres vio a Mussolini llegar al poder en Italia, lo mismo que a Hitler en Alemania y a Franco en España. Para muchos jóvenes de esa época, la única oposición a los avances del fascismo radicaba en los comunistas, primeras víctimas del fascismo italiano y el nazismo alemán. En las universidades británicas, cuna de las élites políticas e intelectuales, se leían y se debatían las ideas de Marx. Muchos alumnos se adhirieron al Partido Comunista o participaron en organizaciones que simpatizaban con este. Varios estudiantes se ofrecieron como voluntarios para combatir en las Brigadas Internacionales en el bando de la República en España.

Estampilla rusa de Kim Philby, agente de inteligencia soviético, 1990Estampilla rusa de Kim Philby, agente de inteligencia soviético, 1990

​ Los soviéticos, quienes al inicio de su revolución fueron invadidos por los países occidentales, encabezados por los ingleses, pusieron en marcha un plan para reclutar jóvenes brillantes, miembros de esas élites británicas, con el propósito de implantar agentes secretos en los más altos escalafones de los servicios de inteligencia de Gran Bretaña.

​ El caso más sonado de esta estrategia fue el de los “espías de Cambridge”: Kim Philby, Don Maclean, Guy Burgess, John Cairncross y Anthony Blunt. El primero llegó a ser la cabeza del contraespionaje inglés, pero tenía, en secreto, el grado de coronel de la KGB. Logró colocar a Maclean en la embajada británica en Washington para que fungiera como el enlace con los estadounidenses en el Proyecto Manhattan, y Maclean hizo llegar los secretos de la bomba atómica a los soviéticos.

​ En 1951 Maclean y Burgess fueron identificados como espías por los servicios de inteligencia estadounidenses, que dieron aviso a su contraparte en Gran Bretaña. En una vignette típicamente británica, la reunión en la que se analizó la información proporcionada por la CIA tuvo lugar un viernes en la tarde. Philby, por ser jefe del contraespionaje, estuvo presente y propuso esperar al lunes para efectuar los arrestos. Por respetar el consagrado weekend inglés, todos asintieron, lo cual hizo posible organizar la fuga de Maclean y Burguess, quienes, en un gran golpe publicitario, aparecieron en Moscú unos días más tarde.

​ Philby mantenía una larga amistad con ambos y era de las pocas personas que sabían del inminente arresto. Naturalmente cayó bajo sospecha. Si bien lo removieron de su puesto, no pudieron detenerlo por falta de pruebas. Esto le permitió relocalizarse en Beirut, donde ejerció como corresponsal para The Economist y The Observer. No fue sino hasta 1963, doce años después, que Philby escapó y fue recibido con todos los honores de su cargo, coronel de la KGB, en Rusia. En 1988, tras fallecer, fue sepultado en el panteón reservado a los héroes de la Unión Soviética.1

​ Esta historia aún tuvo un colofón más. En 1979 se reveló que sir Anthony Blunt, asesor de la reina Isabel y custodio de su colección de fotografías, fue el “cuarto hombre” y quien le avisó a Philby que el juego se había acabado.


***

En casa, no había cena en la que no habláramos del apartheid en Sudáfrica, del Muro de Berlín, de la invasión a la bahía de Cochinos o del bloqueo a Cuba. En 1963 la fuga de Philby dominaba las primeras planas y los noticieros, pero en las conversaciones de mi familia sobre el tema sentía que había algo de lo que no se hablaba. Mis padres se miraban o, repentinamente, cambiaban el tema. Cuatro años más tarde supe que mi padre estuvo muy cerca de compartir un destino similar al de los cinco espías de Cambridge.

​ Mientras que mis padres, excomunistas, habían moderado sustancialmente sus opiniones políticas, a los diecisiete años yo tenía posturas más radicales. No compartía su condena de Stalin y los acusaba de haberse aburguesado. Estábamos en uno de esos griteríos que marcaban nuestros desacuerdos, cuando mi padre, para callarme la boca, espetó: “Pasé años de mi vida en prisión pensando, como tú, que yo podía cambiar el mundo”. El comentario tuvo el efecto deseado. Quizá por primera vez en mi adolescencia, plagada de disputas y confrontaciones, mi padre logró que me quedara atónito.

​ Me explicó que, a sus diecisiete años, sensibilizado por el bombardeo de Guernica y el asesinato de García Lorca, trató de enlistarse en las Brigadas Internacionales. No fue aceptado por su edad, y reencauzó su espíritu aventurero hacia Hungría, en parte porque sentía curiosidad de aprender ese idioma tan peculiar. Años después, mis amigos húngaros aseguraban que lo hablaba sin la menor huella de acento británico. También hablaba francés como parisino y español como madrileño. Era capaz de imitar a un marsellés, un argelino o un irlandés a la perfección.

​ Al inicio de la Segunda Guerra, los servicios secretos vieron en él un recluta ideal para la Dirección de Operaciones Especiales (SOE por sus siglas en inglés), el organismo que antecedió al MI6 y que entonces era considerado el hermano mayor de la naciente CIA. La misión de la SOE era operar detrás de las líneas enemigas. A mi padre le otorgaron el rango de capitán adscrito a la inteligencia militar y le enseñaron a saltar en paracaídas, con la intención de enviarlo a Hungría para establecer vínculos con el movimiento de resistencia contra la URSS.

​ Mientras tanto, la Unión Soviética estaba luchando con heroísmo contra el invasor alemán —el saldo superaría los veinte millones de muertos—. Pese a que formalmente eran aliados de los rusos, los servicios británicos se rehusaban a compartir con ellos la información de las comunicaciones alemanas desencriptada por la máquina Enigma, creada por brillantes matemáticos. A mi padre esto le pareció inaceptable e intentó ponerse en contacto con el Partido Comunista británico para contribuir en lo que fuera posible. Eso condujo a que un reclutador le pidiera presentar una descripción de sus funciones en la SOE, el organigrama de la institución y el mapa de sus instalaciones.

​ Por desgracia, o quizá no, el reclutador fue arrestado en compañía de otro agente, en posesión de una libreta con el nombre de mi padre y la información que él le había proporcionado. Lo condenaron en un juicio secreto a siete años de cárcel, donde pasó el periodo final de la guerra y el inicio de la posguerra. Me enteré de que en algún momento compartió celda con el hermano de un futuro primer ministro de Inglaterra que se había rehusado a destruir, usando artillería, una ciudad en Normandía, debido a las muertes civiles que eso causaría. En prisión también conoció a Ivor Novello, una especie de Pedro Infante británico, encarcelado por comprar en el mercado negro.

Estampilla soviética de 1968, con un póster del voluntariado (1920) y de las juventudes rojas Estampilla soviética de 1968, con un póster del voluntariado (1920) y de las juventudes rojas, CC

​ Al escuchar esta historia, muchos misterios se aclararon, empezando por la razón por la que sufrimos el brutal desarraigo de abandonar París para instalarnos en Inglaterra. Durante años, cuando volvíamos a Francia en automóvil, en vez de tomar el transbordador hacia Calais o Boulogne, pasábamos por Ostend, Bélgica, un puesto fronterizo poco vigilado. En una de esas ocasiones, al devolvernos los pasaportes, el oficial nos lanzó un bon voyage, al cual mis padres contestaron merci y mi hermano y yo respondimos con otro merci, monsieur. Sorprendido de que unos niños británicos le hablaran en francés, el oficial dijo mais, ils parlent français, a lo cual gritamos nous sommes français! Una vez librado el obstáculo, mi padre se puso a gritarnos, mientras mi madre trataba de calmarlo. Lo que no sabíamos era que, para él, cada viaje implicaba la posibilidad de ser arrestado de nuevo.

​ En 1948 mi padre salió de prisión y, viviendo en casa de mi abuela, retomó sus estudios en la Universidad de Edimburgo. Mi mamá tenía su propia historia. Había estado encarcelada en España tras huir de los nazis. Después decidió visitar a su amiga Peggy en Edimburgo, quien le presentó a mi padre bajo el pretexto de “practicar su francés”, lo que siguió haciendo durante casi seis décadas.


***

Al ser considerado un “traidor” en Inglaterra, las posibilidades de empleo de mi padre eran escasas. Ni siquiera una carta de su profesor, una eminencia de gran renombre, en la que escribió que mi padre fue “el estudiante más brillante al que he tenido el privilegio de dar clases en más de cincuenta años”, le permitió ser aceptado como candidato a doctor. Mi madre, por su parte, acababa de recibirse como dentista en París. Mi padre se mudó a esa ciudad, donde poco después nací yo, seguido unos años más tarde por mi hermano François. En Francia, mi padre encontró trabajo como traductor en la Federación Sindical Mundial (FSM) y mi madre, en un dispensario popular en el municipio comunista de Nanterre.

​ Mientras tanto, en los Estados Unidos, el senador McCarthy iniciaba una cacería de brujas contra los “comunistas” inmiscuidos en el gobierno. Ese fervor anticomunista cruzó el Atlántico y llevó a que un día arrestaran a mi padre. Ofrecieron liberarlo a cambio de que delatara a los comunistas que trabajaban en el seno de la FSM. Al rehusarse, lo trasladaron, esposado, al puerto de Boulogne, donde zarpó hacia Inglaterra. Un año más tarde, mi madre, mi hermano y yo lo alcanzamos en Londres.

​ Gracias a la solidaridad de varios compañeros del Partido Comunista, encontramos dónde vivir. Unos años más tarde, cuatro amigos les prestaron el dinero para pagar el depósito de la casa donde me crié y donde mi madre tuvo su consultorio hasta su jubilación, medio siglo más tarde.

​ En 1956 dos tsunamis morales e ideológicos sacudieron a mis padres y a la mayoría de sus amigos del “Partido”. El primero fue la denuncia que hizo Nikita Kruschev, en el vigésimo congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, sobre los crímenes de Stalin. Fue un golpe tremendo para mis padres y sus compañeros, quienes habían pasado años negando esas acusaciones, convencidos de que se trataba de “mentiras esparcidas por la prensa capitalista” (sic). El segundo tsunami ocurrió cuando el mismo Kruschev ordenó al Ejército Rojo aplastar el levantamiento popular en Hungría, aniquilando cualquier posibilidad de que su denuncia fuera el heraldo de un cambio sustancial en la URSS. En consecuencia, el Partido Comunista británico perdió a casi todos sus afiliados. Su homólogo en Francia sobrevivió un poco más debido a su arraigo en el movimiento de los trabajadores, pero se esclerotizó hasta provocar el repudio total por parte del movimiento estudiantil de 1968.

​ A partir de entonces, mis padres se fueron desenganchando de la actividad política y, con el tiempo, el aspecto material de sus vidas fue mejorando de forma significativa. Sin embargo, mi padre nunca se repuso del todo del trauma juvenil que representó su encarcelamiento. Se volvió un alcohólico “funcional”; anestesiaba su frustración profesional bebiendo una botella de vino todas las noches seguida de varios whiskeys o coñacs. No fue sino hasta mediados de los sesenta que pudo reintegrarse al mundo académico, aunque en un puesto muy por debajo de su nivel.

​ A principios de los ochenta, su nombre apareció por primera vez en un libro sobre la Dirección de Operaciones Especiales (precursora del famoso MI6): su secreto había dejado de serlo. Más allá de las cartas que escribió a The New York Times para corregir unos errores (por ejemplo, los datos equivocados de que estudió en Cambridge y pertenecía al grupo de Philby), en la familia se mantuvo un silencio total sobre el asunto.

Póster soviético, National Library of ScotlandPóster soviético, National Library of Scotland, CC

​ Finalmente, en el año 2019 su expediente fue desclasificado y abierto al público. Aunque todavía no me he animado a pedirlo por medio de las leyes de acceso a la información, leí la redacción del caso de mi padre, utilizada por los servicios de inteligencia para capacitar a los reclutadores en la detección de agentes que, por razones ideológicas, podrían cambiar de bando. Descubrí que el operativo para el que estaban preparando a mi padre en el momento de su arresto fue un rotundo desastre. Todos los agentes enviados a esa misión fueron capturados o asesinados. Probablemente, los años que mi padre pasó en la cárcel le salvaron la vida y, de paso, me permitieron nacer.

​ Él nunca perdió su brújula moral y seguía los acontecimientos del mundo con atención. En 2003, a los 85 años, se unió a las manifestaciones multitudinarias contra la guerra en Irak. Poco a poco sus amigos fueron falleciendo hasta que en 2015 fue su turno.

​ Volé desde México para acompañarlo en sus últimas seis semanas de vida. Unos días antes de su muerte me puse a llorar al comprender que, sin importar la edad que uno tenga, cuando se marcha el último de nuestros padres, uno queda huérfano. Ese británico tan poco expresivo, dueño de una ternura que no le conocí salvo en contadas ocasiones de mi primera infancia, me acarició la cabeza mientras repetía: “Está bien, está bien. La gente muere. Es lo que hacemos”.

Imagen de portada: Póster soviético, National Library of Scotland, CC

  1. Dos miniseries cuentan muy bien esta historia: Cambridge Spies (2003) de la BBC y A Spy Among Friends (2022) de ITV Studios.