Ser mujer es haber crecido con la certeza de que nuestro cuerpo alberga las condiciones de posibilidad de experimentar peligro potencial, siempre. Ser mujer es acostumbrarse a este estado de las cosas. Y a veces, ser mujer es hartarse de haberse acostumbrado. Marina Azahua, “La rebelión de las Casandras”
La heroína aparece en medio de la oscuridad. Con la mano derecha, empuña un cuchillo esbelto y filoso, pero no lo apunta hacia un agresor sino hacia sí misma. Lo dirige directo a su pecho, desde el cual parece emanar la luz blanca que ilumina el cuadro entero. La vemos ahí, medio desvestida, con un paño transparente que le resbala de los hombros y una blusa que reposa inquieta sobre sus caderas dejando el torso al descubierto. A pesar de que todo en la imagen parece estar en movimiento, la protagonista no escapa de nadie, no hay agresor. Con certeza mira al cielo, y a través de su boca entreabierta le murmura algo a las diosas. ¿Qué susurras, Lucrecia? ¿Qué preguntas te haces? En marzo de 2021, el Museo Getty en la ciudad de Los Ángeles adquirió el cuadro que describo; se titula Lucrecia y fue creado en 1627 por una de las más grandes artistas del barroco italiano, Artemisia Gentileschi (1593-1654). Esta obra había permanecido en una colección privada en Francia sin que nadie supiera de su existencia hasta 2019, cuando apareció en una subasta en París y se vendió por 5.8 millones de dólares, seis veces más de lo estimado.1 La historia de Lucrecia ha sido contada un sinnúmero de veces. La versión original de Tito Livio, en su adaptación más corta, cuenta que durante el reinado de Tarquinio el Soberbio en la Antigua Roma, el hijo del rey, Sexto Tarquinio, obsesionado por la belleza y templanza de Lucrecia, entra una noche a su alcoba y amenaza con matarla si no se acuesta con él. Luego de mucha insistencia, Lucrecia finalmente accede. Una vez consumado el acto, ella le informa de lo sucedido a su esposo, Lucio Colatino, y a su padre. En aquel entonces, tener relaciones sexuales fuera del matrimonio, incluso una violación, era considerado adulterio. Aun así, su padre y su esposo le aseguran que ella es inocente y juran castigar al violador. Pero esto no le basta a Lucrecia, quien se da cuenta de que su historia puede ser utilizada por mujeres indecentes que buscan escapar de un castigo arguyendo que un encuentro sexual consensuado fue, en cambio, una violación. Después de declarar que ninguna mujer adúltera podría seguir viviendo a costa suya, Lucrecia se suicida, clavándose una daga en el pecho. Cabe recordar que, en ese contexto, la castidad de una mujer era considerada una gran virtud y, en circunstancias extremas, el suicidio era también un acto de honor. El suicidio de Lucrecia desencadena no solo la venganza de sus familiares contra el violador, sino la rabia del pueblo romano que, bajo el liderazgo de Marcus Junius Brutus, pone fin a la monarquía tiránica de Tarquinio y la reemplaza por un gobierno republicano. El Estado romano y, quizás también, el Estado a secas es por tanto inseparable no solo del cuerpo de una mujer, sino del acto de violencia sexual cometido contra ese cuerpo. Es así como Lucrecia se convierte en un símbolo de castidad pero también, y quizá de manera un tanto paradójica, de libertad. Habrá quien considere que si se suicidó fue porque sintió culpa de algo, y quien afirme que su violación no puede denominarse como tal, ya que, aún cuando solo así se salvaba de la muerte, hubo consentimiento de su parte. Habrá quien opine que se mató por orgullo, pues lo que realmente le preocupaba era su reputación o, incluso, que la culpable fue ella, pues su belleza y virtud engendraron el deseo del violador. Estas preguntas y opiniones muestran cómo la historia de Lucrecia es en realidad muchas historias, las cuales han sido reinterpretadas un sinfín de veces a través de las palabras, la música y la pintura. Pero el acercamiento de Artemisia Gentileschi es singular por varias razones. Aunque el estilo de las Lucrecias de Gentileschi cambió con el tiempo, la escena que la artista eligió retratar en las cuatro versiones que pintó fue siempre la misma: Lucrecia domina el cuadro, con la daga en mano, sin un rastro de sangre y siempre mirando al cielo. A diferencia de otras, sus Lucrecias no aparecen clavándose un cuchillo ni en el acto de la violación. Tampoco aparecen resignadas a su destino. No hay nada pasivo en ellas. Al contrario, Gentileschi las retrata en el instante mismo en que están por decidir. Como apunta Mary Garrard, la artista postula visualmente el dilema de Lucrecia e invita al espectador a que sea parte de este.2
Igual que Lucrecia, Gentileschi nació y creció en Roma. Huérfana de madre a temprana edad, y la única hija mujer de su familia, Artemisia se rehusó a ser monja y se dedicó a pintar en el estudio de su padre, el artista Orazio Gentileschi. A pesar de lo rápido que lo superó en talento, siempre vivió a su sombra. Y durante siglos se le atribuyeron cuadros suyos a él. De Roma se mudó a Florencia, donde pintó para los Médici y los reyes más importantes de Europa, y se convirtió en la primera mujer miembro de la Academia de los Artistas. También residió un tiempo en Génova, Venecia, Londres y Nápoles, donde se instaló y dirigió su propio estudio de arte hasta su muerte en 1642. Contrajo matrimonio, pero fue ella quien mantuvo a sus cinco hijos y a su marido (de quien, dicen, jamás se enamoró tanto como de su amante, un hombre mucho más joven que ella). Sujeta a un mercado de arte voraz, conservador y masculino, durante largos periodos Gentileschi no contó con patronos ricos que la sostuvieran, por lo que tuvo que aprender a ser empresaria, además de artista. Pero a pesar de tener que producir una obra que apelara, por lo menos hasta cierto punto, al gusto de la época, logró ser innovadora. Aunque Gentileschi vivió una vida llena de aventuras, hay un acontecimiento que siempre marca su historia: cuando era todavía una adolescente fue violada por un maestro suyo, Agostino Tassi. Gentileschi lo llevó a juicio y, a pesar de ser torturada en el proceso, finalmente ganó. Tassi, sin embargo, nunca cumplió su condena y fue por ello que la artista salió huyendo de Roma, pues su reputación también había sido violentada. Muchos historiadores y críticos de arte se concentran, primordialmente, en este hecho de su biografía y afirman, una y otra vez, que fue por ello que Gentileschi dedicó su vida a pintar heroínas y escenas míticas, en vez de las naturalezas muertas, que se hubieran correspondido más con su supuesta naturaleza femenina.3 Al final, su creatividad y su talento se atribuyen a un hombre, y a Gentileschi, como a tantas otras, se le reconoce como víctima. Esta lectura de su obra obedece a una lógica de espejo. Es decir, la obra se interpreta como un reflejo de la vida de la artista y sus méritos creativos se reducen a una expresión meramente personal, a una expresión de enojo y deseo de venganza hasta entonces reprimidos. Además, por tratarse de una mujer, su vida es considerada como una excepción o un caso interesante y no como un arquetipo universal. Este tipo de interpretaciones omiten el hecho de que la artista es parte de la historia y que, por tanto, dialoga con sus contemporáneos y es capaz de innovar tanto estilística como narrativamente. Como bien señala la historiadora de arte Griselda Pollock, una lectura feminista de su obra requiere que el espectador vaya mucho más allá de la lógica del espejo.4 Dicha lectura exige que el espectador provea un argumento sobre la obra que no solo sea un reflejo mecánico de la historia personal de su creadora, sino que descifre y procese la obra en sí, incluyendo sus características estéticas. A pesar de que Gentileschi se basó en los mismos mitos y retrató a los mismos personajes de siempre, al elegir plasmar ciertos momentos de estas historias en vez de otros, logró contar otras historias. Su obra se caracteriza por representar a mujeres que se acompañan, que son cómplices y compañeras. Basta comparar el cuadro de Judit y Holofernes de Caravaggio (1599) con el de Gentileschi (1618-1619). Caravaggio centra el cuadro alrededor de la cabeza degollada de Holofernes y retrata a la acompañante de Judit como una señora un tanto repugnante que, a pesar de aparecer a un costado de Judit, se encuentra distante de la protagonista. El cuadro de Gentileschi, en cambio, se centra en la relación entre Judit y su doncella. Las dos mujeres aparecen juntas, en plena complicidad e incluso muestran señas de cariño, pues la mano de la protagonista abraza el hombro de la otra. Y es que lo que caracteriza los cuadros de Gentileschi no es solo el momento de la historia que elige retratar, sino también la manera de hacerlo. Algunos historiadores de arte han señalado el hecho de que la perspectiva que utiliza Gentileschi es distinta a la de su padre y sus maestros. Entre otras cosas, Gentileschi suele centrar sus cuadros en los personajes, generalmente mujeres fuertes e imponentes, quienes ocupan todo el espacio. Colocar de esta manera a los personajes genera una intensidad afectiva muy particular e incluso un respeto por las protagonistas de estas historias que los cuadros de sus contemporáneos solo logran transmitir ocasionalmente.5 Hoy, la obra de Gentileschi forma parte del canon oficial pero aún así es difícil encontrarla en espacios públicos.6 El primer paso para que una obra de arte adquiera una dimensión política es, como asegura Hannah Arendt, colocarla en un mundo común en el que pueda ser vista e interpretada por todas.7 Es por esto que en nuestra cultura, donde impera la posesión privada, el Getty —que a pesar de ser una institución privada no cobra la entrada— se aproxima un tanto a este mundo. Pero congratular al museo por adquirir la última Lucrecia de Artemisia no basta. Es importante exigir que estas adquisiciones sirvan no solo para insertar a las mujeres artistas a esos mundos ya existentes, sino para repensar el canon, el espacio público y la categoría misma de “mujer”. Si no podemos deshacernos de Lucrecia, tenemos la responsabilidad como espectadoras de contar su historia nuevamente y de nuevas maneras y, así, forjar las historias de mujeres protagonistas de las próximas revoluciones políticas. Pero ya no más a consecuencia de la violencia cometida contra nuestros cuerpos.
Imagen de portada: Artemisia Gentileschi, Autorretrato como alegoría de la pintura (detalle), ca. 1638. Royal Collection
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Nancy Kenney, “Getty Acquires a Striking Painting by Artemisia Gentileschi of the Roman Heroine Lucretia”, _The Art Newspaper _(30 de marzo de 2021). Disponible aquí ↩
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Mary D. Garrard, Artemisia Gentileschi and Feminism Early Modern Europe, The University of Chicago Press, Chicago, 2000. ↩
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Griselda Pollock, Differencing the Canon. Feminist Desire and the Writing of Art’s Histories, Routledge, Londres, 1999. ↩
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Idem. ↩
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Caroline Goldstein, “The Getty Museum Just Acquired the Recently Rediscovered Artemisia Gentileschi Painting That Set a New Record at Auction”, Artnet, 30 de marzo de 2021. Disponible aquí ↩
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Hannah Arendt, Entre el pasado y el futuro, Ana Poljak (trad.), Ariel, Madrid, 2016 [1954]. ↩