El concepto de Cristo es bastante más antiguo que el concepto del cero. Ambos son complicados, pero el problema del cero me preocupa mucho más que el de Cristo. El cero no es un número. O al menos no se comporta como tal. No se suma, resta o multiplica como otros números. El cero es un número en el mismo sentido en que Cristo fue un hombre. Para empezar, Aristóteles no creía en el cero. Algunos problemas matemáticos de alta complejidad no pueden resolverse sin el concepto del cero, pero éste hace que ciertos problemas muy sencillos sean imposibles de resolver. Por ejemplo, se desconoce el valor de cero dividido entre cero. Estoy sentada en un hospital intentando medir el dolor que siento en una escala del cero al diez. Para este cometido, necesito un cero. Una escala de cualquier tipo necesita puntos fijos. El cero, en la escala Celsius, es el punto en el que se congela el agua y el cien es en el que hierve, pero Anders Celsius, quien presentó la escala en 1741, en un principio fijó el cero como el punto de ebullición del agua y el cien como el punto de congelamiento. Estos puntos fijos se invirtieron después de su fallecimiento. El círculo más profundo del Infierno de Dante no está en llamas. Está congelado. En su último vistazo al Infierno, Dante vuelve la mirada y ve a Satanás de cabeza a través del hielo. Por la noche, congelo mi dolor. Mi mente cae en una extraña calma que me hunde. Cualquier número multiplicado por cero da cero. Lo mismo sucede con el hielo y conmigo. Estoy anulada. Me despierto entre el hielo derretido y el cálido latido del dolor que vuelve a mí.
Mi padre es médico; atiende a pacientes con cáncer, quienes a menudo padecen dolores intensos. Mi padre me educó para creer que la mayoría de los dolores son leves. Nunca lo impresionaron mis cortadas sangrantes, ni siquiera mis llagas que supuraban. En retrospectiva, a mí tampoco me impresionan. En una ocasión, mi padre me dijo que la comezón es sólo un dolor muy leve. Ambas sensaciones simplemente indican, explicó, la presencia de un tejido irritado o dañado; pero una comezón intensa, señalé, puede ser mucho más insoportable que un corte con papel, que también es un dolor ligero. Rascarse una comezón hasta hacerla sangrar y que se transforme en dolor puro puede dar una especie de alivio. Cada vez que voy al médico, me piden que califique mi dolor en una escala del cero al diez. Esta práctica de cuantificar el dolor fue utilizada por primera vez por el movimiento de las residencias de cuidados paliativos de la década de 1970, con el objetivo de proporcionar una mejor atención a los pacientes que no respondían a tratamientos para la cura. Cuando de niña me quejaba de dolor, mi padre me preguntaba: “¿Qué tipo de dolor es?” Con un tono de cansancio, me enumeraba algunas de las distintas clases de dolor: “Ardiente, punzante, palpitante, penetrante, sordo, agudo, profundo, superficial…” Las enfermeras de residencias de cuidados paliativos están capacitadas para identificar cinco tipos de dolor: físico, emocional, espiritual, social y económico. ¿Dónde empieza el dolor que vale la pena medir? ¿Con hiedra venenosa? ¿Con un padrastro en un dedo? ¿Con un golpe en el dedo del pie? ¿Un dolor de garganta? ¿Un pinchazo de aguja? ¿Un corte de navaja? Hay evidencia matemática de que el cero equivale a uno. Lo cual, por supuesto, no es así.
El conjunto de los números enteros también recibe el nombre de “los números de Dios”. El diablo está en las fracciones. Aunque la distancia entre el uno y el dos es finita, contiene fracciones infinitas. Podría decirse lo mismo de la distancia entre mi mente y mi cuerpo. Mi uno y mi dos. Mi todo y sus partes. Quizá las sensaciones de mi propio cuerpo sean el único tema en el que puedo decir que soy experta. De modo que resulta triste y espantoso lo poco que sé. “¿Cómo te sientes?”, me pregunta el médico, y no puedo responderle. No con precisión. “¿Te duele si hago esto?”, pregunta. De nuevo, no estoy segura. “¿El dolor es más o menos intenso que la última vez que nos vimos?” Es difícil saber. Empiezo a mentir para proteger mi reputación. Intento desenvolverme con seguridad. De vez en cuando, un dolor extraordinario se levanta como una ola bajo las manos del médico, o del quiropráctico, o del fisioterapeuta, e inunda mi cuerpo. Algunas veces escucho que mi garganta hace un ruido; otras veo estrellas. Asumo que se trata del dolor del tratamiento, y ha llegado a parecerme profundamente placentero. Es algo que anhelo. La Asociación Internacional para el Estudio del Dolor es muy clara en este punto: el dolor debe ser desagradable. “Las experiencias que se asemejan al dolor, pero no son desagradables —reza su definición— no deben recibir ese nombre”. En el segundo círculo del Infierno de Dante, los amantes adúlteros se aferran el uno al otro, y se arremolinan por toda la eternidad, atrapados en un ciclón sin fin. A mi vecino, que adora a Chagall, no le parece que esto suene demasiado infernal. Yo creo que depende del remolino. El viento, como el dolor, es difícil de atrapar. La pobre manga de viento siempre se esfuerza… y siempre fracasa. Los marineros tardaron más de doscientos años en desarrollar una escala numérica estándar para medir el viento. El resultado es la escala de Beaufort, que ofrece doce categorías que van desde la “Calma” hasta el “Huracán”. La escala no propone sólo una cifra, sino un término para nombrar al viento, un rango de velocidad y una descripción breve. Por ejemplo, un viento de grado 2 en la escala de Beaufort es una “Brisa ligera” que se mueve entre seis y once kilómetros por hora. En tierra, se describe como “viento que se siente en el rostro, mueve el follaje de los árboles y las veletas comunes”.
En la soledad del consultorio, miro fijamente la escala del dolor, una línea numérica sencilla con dos frases complejas. Debajo del cero: “ausencia de dolor”. Debajo del diez: “el peor dolor que pueda imaginarse”. El peor dolor que pueda imaginarse… ¿Que te apuñalen el ojo con una cuchara? ¿Que te azoten con ortigas? ¿Que te entierren debajo de una avalancha de rocas afiladas? ¿Que te empalen con cientos de clavos? ¿Que te arrastren por la grava detrás de un camión a gran velocidad? ¿Que te desuellen vivo? Determinar la intensidad de mi propio dolor es un cálculo a ciegas. En mi primer intento, le asigné el valor de diez a una experiencia hipotética: que me quemen viva. A continuación, traté de determinar qué porcentaje del dolor de quemarse viva estaba sintiendo. Elegí el treinta por ciento: tres. Lo cual, en ese momento, me pareció bastante sustancial. Tres. Sigues sin abrir la correspondencia. Lo que piensas rara vez llega a una conclusión. Quedarte sentada inmóvil se vuelve insoportable al cabo de una hora. Aparecen las náuseas. Aferrarte al dolor no proporciona alivio. Cae sobre ti una silenciosa desesperación. “Un tres no es nada —me dice ahora mi padre—. Un tres es para irse a casa y tomar dos aspirinas”. Sería útil, le respondo, que pusieran eso en la escala. Asignarle un valor a mi propio dolor nunca ha dejado de sentirse como un acto político. Soy ciudadana de un país que pone nuestra comodidad por encima de cualquier otra preocupación. Yo sé que hay gente que sufre para que yo pueda comer plátanos en febrero. Y además hay que considerar la historia… Me esfuerzo por medir el dolor que siento en proporción al de una niña vietnamita que acaba de ser bombardeada con napalm y cuya piel se derrite lentamente mientras camina desnuda bajo el sol. Este ejercicio en sí mismo es doloroso. “No se supone que debas clasificar el sufrimiento del mundo —me aconsejó una amistad de Honduras—. Esta escala sólo se aplica a tu persona y a tu experiencia”. Este pensamiento me libera de incluir al continente africano en mis cálculos, pero me aterra la realidad de estar aislada en esta piel, a solas con mi dolor y mi propia capacidad de fallar.
La escala de Wong-Baker se desarrolló para ayudar a los niños pequeños a clasificar su dolor. La escala consta de seis rostros numerados: una carita sonriente y feliz que equivale a cero y una cara llorosa y con el ceño fruncido que equivale a cinco. Varios estudios sugieren que los niños que utilizan la escala de Wong-Baker tienden a combinar el dolor emocional con el físico. Por ejemplo, un niño que no presenta dolor físico pero que le tiene mucho miedo a la cirugía podría elegir la cara que está llorando. Un investigador señaló que doler y sentir parecían sinónimos para algunos niños. Incluso a mí me desconcierta la distinción. Ambas palabras se utilizan para describir tanto emociones como sensaciones físicas, y el dolor se define como una “experiencia sensorial y emocional”. En un intento por calificar sólo el dolor físico de los niños, se desarrolló una escala más “neutral” desde el punto de vista emocional. Para mí, un bebé que llora siempre parece tener el peor dolor que pueda imaginarse, pero cuando mi tía se hizo enfermera hace veinte años no era raro que los bebés fueran sometidos a cirugías sin ningún tipo de analgésico, pues se creía que no tenían el sistema nervioso lo suficientemente desarrollado para sentir dolor. La evidencia médica de que los bebés experimentan dolor como respuesta a cualquier cosa que le causaría dolor a un adulto surgió hasta hace muy poco. El rostro que recuerdo, siempre, se encontraba en la portada de un periódico local en una gasolinera de Arizona. La cara del hombre estaba horriblemente distorsionada en un alarido de dolor en carne viva. Su casa, explicaba el pie de foto, acababa de ser destruida por un incendio forestal, pero, según el artículo, el hombre no había resultado herido. No hay evidencia de dolor en mi cuerpo. No hay cicatrices. No hay hinchazón. Ningún tumor terrible. Las radiografías no revelaron nada. Dos resonancias magnéticas de mi cerebro y columna vertebral tampoco. Nada estaba infectado y supurante, como lo había sospechado y temido. No había ninguna nube blanca, espantosa y enorme en la placa. No había nada que ilustrara mi dolor, salvo un número que me pidieron que eligiera entre cero y diez. Mi prueba.
“El problema de las escalas del cero al diez —me dice mi padre— es la tiranía de la media”. En su inmensa mayoría, los pacientes tienden a calificar su dolor con un cinco, a menos que tengan un dolor insoportable. En el mejor de los casos, esto hace que la escala sea mucho menos sensible a las gradaciones del dolor. En el peor de los casos, hace que la escala sea inútil. Entiendo el deseo de ser una persona promedio sólo cuando siento dolor. Ser normal es estar bien en un sentido fundamental. El hecho de que cincuenta millones de estadounidenses sufran dolor crónico no me consuela, más bien me confunde. No dejo de pensar: “No es normal”. Un pensamiento al que, invariablemente, le sigue una duda: “¿Es normal?” La diferencia entre los análisis que resultan normales o anormales suele estar determinada por la medida en que los resultados se alejan de la media. Mis radiografías no revelaron la causa de mi dolor, pero sí una anomalía. “Ve esto”, dijo el médico mientras señalaba la cadena de vértebras que colgaba de la base de mi cráneo como una línea suelta que encuentra la plomada. “Tu columna vertebral —me dijo— está anormalmente recta”.
Un viento de grado 6 en la escala de Beaufort, una “Brisa fuerte”, se caracteriza por “agitar ramas grandes; provocar que los cables de comunicación silben; dificultar el uso del paraguas”. Varios siglos antes de que se desarrollara la escala de Beaufort para medir el viento, se hicieron grandes esfuerzos para elaborar un mapa preciso del Infierno. La cartografía infernal era considerada una empresa importante por los arquitectos y matemáticos del Renacimiento, quienes basaban sus cálculos en las distancias y proporciones descritas por Dante. La profundidad y circunferencia exactas del Infierno inspiraron debates intensos, a pesar de que todos los cálculos, independientemente de su sofisticación, se basaban en una obra de ficción. Galileo Galilei profirió coloquios extensos sobre la cartografía del Infierno. Aplicó los últimos avances en geometría para determinar la ubicación exacta de la entrada al inframundo y luego calculó las dimensiones que serían necesarias para mantener la integridad estructural del interior del Infierno. La imaginación es traicionera; borra continentes lejanos, construye un Infierno tan real que el techo es susceptible de colapsar. Para estar segura, creo que sólo debería clasificar el dolor que siento en proporción al que ya he sentido. No obstante, mis nervios tienen memoria corta. Mi mente recuerda que choqué con mi bicicleta cuando era adolescente, pero mi cuerpo no. Parece que no puedo evocar la sensación de la piel que se me desprendió sin que suceda de verdad. Mis nervios no pueden, o no quieren, imaginar el dolor del pasado… y creo que es lo mejor. Sin embargo, he descubierto que puedo pedirle a mi cuerpo que imagine el dolor que siente como algo distinto. Por ejemplo, con un poco de esfuerzo puedo imaginar la sensación de dolor como calor. Tal vez, si tuviera una mente más fuerte, podría imaginar el calor como calidez, y luego la calidez como nada en absoluto.
Cuando lloro de dolor, lo hago por la idea de que dure para siempre, no por el dolor en sí mismo. La psicóloga, desde su método racional, sugiere que no me permita imaginar que durará para siempre. “Elige un periodo que sepas que puedes soportar —propone— y luego desafíate a ti misma para aguantar sólo durante ese tiempo”. Logro pasar la noche y después sollozo durante media mañana. La escala del dolor sólo mide su intensidad, no su duración. Éste puede ser su mayor defecto. A mi parecer, una medición del dolor requiere al menos dos dimensiones. El sufrimiento del Infierno es aterrador no debido a una tortura específica, sino porque es eterno. El siete es el número primo más grande entre el cero y el diez. De todos los números, se desconocen los primos más largos; sin embargo, cada año, el número primo más largo conocido es aún mayor. Euclides demostró que la cantidad de números primos es infinita, pero la infinidad de los números primos es ligeramente menor que la del resto de los números. Es aquí, justo en este punto, donde mi capacidad de comprensión empieza a fallar.
Los expertos no saben por qué algunos dolores se alivian y otros se vuelven crónicos. Una teoría afirma que el cuerpo empieza a reaccionar a su propia reacción y queda atrapado en un ciclo de respuestas a su propio dolor. Esto puede prolongarse de manera indefinida, retorciéndose como la figura del infinito en forma de ocho. Varios estudios recientes sugieren que las mujeres sienten el dolor de forma diferente a los hombres. Otros estudios señalan que los medicamentos para aliviar el dolor actúan distinto en las mujeres y en los hombres. Desconfío de estos estudios, tan favorecidos por Newsweek y tan amontonados en las mesitas de las salas de espera. Me desagrada la idea de que nuestra carne es tan sustancialmente única que ni siquiera registra el dolor como la carne de un hombre, un hecho que hace que nuestros cuerpos sean, una vez más, objetos de un misterio supremo. No obstante, me reconforta de manera peculiar la posibilidad de que no puedas comparar mi dolor con el tuyo y que, por ello, no se pueda demostrar que es intrascendente. La definición médica del dolor especifica la “presencia o posibilidad de daño tisular”. Técnicamente, el dolor que no indica un daño tisular no es tal. “Se trata de una patología”, me aseguró el médico cuando me informó que no había una causa concluyente de mi dolor, ni un tratamiento eficaz para éste, y que muy probablemente no tendría fin. “No lo estás imaginando”. Jamás se me habría ocurrido pensar que estaba imaginando el dolor, pero cuanto más persistía y cuanto más difícil me resultaba pensar cómo era no sentirlo, más seriamente consideraba la inquietante posibilidad de que, de hecho, no lo estuviera sintiendo. Otra teoría sobre el dolor crónico es que se trata de un mensaje defectuoso enviado por una disfunción de los nervios. “Por ejemplo —sugiere la Clínica Mayo—, su dolor podría ser similar al dolor fantasma que sienten algunas personas en sus extremidades amputadas”. Me salí de una conferencia acerca del dolor crónico después de escuchar demasiadas repeticiones de la frase: “Tenemos razones para creer que usted siente dolor, aunque no haya evidencia física”. No me había dado cuenta de que el hecho de creer que sentía dolor no era razón suficiente. Tenemos motivos para creer en el infinito, pero todo lo que conocemos tiene un fin.
En una ocasión, para un estudio sobre el dolor crónico, me pidieron que calificara no sólo mi dolor, sino también mi sufrimiento. Le puse un tres. Después de haber pasado casi una semana sin dormir, califiqué mi sufrimiento con un siete.
El dolor es el daño, físico o emocional, que experimentamos —escribió el reverendo James Chase—. El sufrimiento es la historia que nos contamos de nuestro dolor.
El cristianismo no me atañe. Es algo que no conozco ni puedo validar, pero he visto el Sagrado Corazón rodeado de espinas, la herida abierta en el costado de Cristo, la Virgen llorosa, la sangre, los clavos, la cruz que hay que cargar… El dolor es sagrado, entiendo. El sufrimiento, divino. En mi peor dolor, recuerdo haber pensado: “Esto no es sublime”. Recuerdo que la sola idea me repugnaba. No obstante, en mi peor dolor también me descubrí abrigando en secreto la frase “Esto también pasará”. Cuanto más duraba el dolor, esta frase se volvía más hermosa e imposible y absolutamente sagrada.
Por un fallo de mi imaginación, o de mí misma, he descubierto que el dolor que siento siempre es el peor dolor que pueda imaginarse. Sin embargo, me gustaría creer que hay un límite para el dolor; que hay una intensidad máxima que los nervios pueden registrar. No hay un décimo círculo en el Infierno de Dante.
Una de las funciones de la escala del dolor —explica mi padre— es proteger a los médicos para evitarles un poco de dolor emocional. Escuchar a alguien calificar su dolor con un diez es mucho más fácil que oír que lo describe como un atizador caliente clavado en el globo ocular y que penetra hasta el cerebro. Mi padre cree que una mejor escala consideraría lo que los pacientes estarían dispuestos a hacer para aliviar su dolor. Él sugiere lo siguiente: “¿Visitaría usted a cinco especialistas y tomaría tres analgésicos de venta controlada?” Me río porque eso es precisamente lo que he hecho. Yo le ofrezco la siguiente opción: “¿Estaría dispuesto a renunciar a un miembro?” Yo no lo haría. “¿Renunciaría al sentido de la vista durante los próximos diez años?”, pregunta mi padre. Yo no lo haría. “¿Aceptaría tener una vida más corta?” Puede que sí. Nos reímos, nos divertimos con este juego, pero más tarde, al leer declaraciones reunidas por la Fundación Americana para el Dolor, me alarman las referencias al suicidio. En la descripción de los vientos huracanados en la escala de Beaufort se lee simplemente: “Se produce la devastación”. Lo cual nos lleva, evidentemente, de vuelta al cero.
Publicado originalmente en Harper’s Magazine, junio de 2005. Se reproduce con permiso de la autora.
Imagen de portada: Joseph Anton Koch, Inferno, 1825-1828 (Dominio público)