Hay dos posturas intelectuales equivalentemente nefastas: execrar por sistema las presentaciones o recurrir a ellas como ritual, como si cada libro o revista ameritara ser objeto de un coctel. Los execradores de las presentaciones suelen ser tipos biliosos, curtidos en cuestiones literarias, que escriben volúmenes que suelen llevar por nombre Ante el hermético y húmedo silencio de tu boca enmudezco y que no logran convocar como espectadores más que a sus amigos. Estos sujetos sostienen que ya se han presentado demasiados libros en la historia de la humanidad y ya estuvo bueno. Lo cual, al menos si nos referimos a los suyos, es ciertísimo. Porque estos tipos, así lleven por compañía un pianista dispuesto a destazar a Schönberg o un mimo con ímpetu de estrella, aburrirán hasta a las mayoritarias sillas vacías. Primero se compararán con Cortázar o Murakami y luego leerán textos soponciales, a los que parecerán sobrarles hasta las capitulares. Convendrá, si uno es el cándido organizador del evento, que abunden en las bodegas reservas de alcohol para los asistentes: así se aminorará el riesgo de que el tedio los enloquezca y le prendan fuego al local. Raza más numerosa es la de los entusiastas que sí quieren presentar. Acá, un poeta que despacha poemarios a la velocidad que otros fríen pollos; acullá, el editor de un panfleto en el que tienen espacio asegurado todos y cada uno de sus compañeros de telesecundaria. Serían admirables promotores de la cultura, al multiplicar por mil el número de actos literarios de una ciudad, de no ser porque con esa medida consiguen despertar de su sueño milenario a los más terribles monstruos que ha concebido el sueño de la razón: los espontáneos. Ésa debería ser la única razón para abominar de una presentación: que uno de los asistentes decida que el conferenciante no es el señor de la mesa —que, bien que mal, algo hizo para llegar allí— sino él mismo, y se lance a reflexiones que no vienen al caso, que nadie pidió escuchar y que el espontáneo no podría argumentar en otra parte porque ni lo publica nadie ni sus parientes lo tolerarían. Con tal de que desaparezcan los espontáneos, sería preferible que no se presentara en el mundo más libro que la Sección Amarilla.
Imagen de portada: Antonio Berni, Primeros pasos, 1936.