Estamos a mediados del siglo XIX y el mundo, o mejor dicho nuestro entendimiento de él, está a punto de cambiar por completo. El 24 de noviembre de 1859 será publicado el libro más importante en la historia de la humanidad. Se trata del texto que, junto con los aportes de Newton, mayor repercusión probará tener sobre el pensamiento moderno. Y no se trata de una aseveración enunciada a la ligera; después de todo, en disputa está el enigma de nuestra propia existencia. Nos referimos, por si quedara duda, a El origen de las especies del gran Charles Darwin. Más que ninguna otra obra, El origen… pondrá en jaque los dogmas religiosos, demolerá paradigmas y se erigirá como el puntal de cimentación para estructurar nuestra concepción sobre la naturaleza y los habitantes de la Tierra. Pero el mecanismo responsable de la evolución biológica tendrá que esperar todavía poco más de un año para ser expuesto ante el público. Por ahora, la posibilidad de que la selección natural funja como el motor fundamental de transformación de la vida, sólo ha sido rumiada por las neuronas del prudente Darwin —quien llevaba casi veinte años amasando pruebas suficientes para sustentar, según los cánones cristianos imperantes en la época, tremenda herejía—. O eso es lo que él suponía: que era el único en haberlo considerado; claro, hasta que una tarde de verano recibió una carta inquietante que venía del Archipiélago Malayo. La generación de conocimiento no es deporte olímpico. En lo que atañe a maquinar teorías para explicar los misterios del universo de forma racional, considerar como dignos de mención a segundos o terceros lugares no tiene mucho sentido. Los records científicos no se baten, sino que se refutan o corroboran; las hipótesis se complementan o corrigen, pero una simple reformulación de lo dicho por alguien más no es suficiente para colarse en los selectos anales del saber humano. No hablamos del segundo padre de la relatividad, como tampoco lo hacemos del segundo individuo que dedujo por qué caen las manzanas de los árboles. Quizá sea un tanto injusto, pero la historia suele recordar sólo a aquellos que pronuncian sus conjeturas antes que el resto. Por eso es que al buen Darwin no le cayó nada en gracia lo que encontró en la carta que recibió aquel viernes 18 de junio de 1858. ¿Es posible que, al encontrarse ante la misma encrucijada de la razón, dos cerebros separados por miles de kilómetros y sin comunicación alguna entre sí confluyan en sus cavilaciones? Yendo aún más lejos, ¿cuál sería la probabilidad de que las sinapsis de esas dos mentes en cuestión desembocaran en deducciones análogas y lo hicieran prácticamente de manera paralela? No hablamos de un dilema somero, al contrario, estamos ante un abismo cognitivo que requerirá de una revolución intelectual para poder ser sorteado. Una propuesta incendiaria y genial, con tal grado de originalidad y simplicidad que parecería francamente descabellado que alguien más pudiera dar con ella. Alguien además de Darwin, por supuesto. Sin embargo, tras leer el contenido de aquella carta un par de veces, y probablemente con la mandíbula cada vez más desencajada, al eminente naturalista no le quedó otra opción que aceptar que, por inverosímil que pudiera parecer, eso era exactamente lo que había sucedido. El plagio estaba completamente fuera de la cuestión, pues Darwin no había compartido sus reflexiones salvo con algunos de sus amigos y colegas más cercanos. Por ello, hubo que dar pie a la única explicación posible: se trataba de un caso insólito de pensamiento convergente. Tampoco es que Darwin fuera el primer científico en dedicar horas de cabeza a intentar comprender cómo diantres era que se originaban las especies. De hecho, por aquella época el Santo Grial de la disciplina naturalista consistía en develar los engranajes por medio de los cuales la vida mutaba y prosperaba. Antes de su célebre tesis basada en la selección natural, existieron las hipótesis de Buffon, Cuvier, Lamarck —quien en 1804 acuñó el término “biología” y formuló la primera teoría de la evolución biológica— y hasta la de su propio abuelo, Erasmus Darwin. En suma, El origen de las especies fue precedido por unos veinte trabajos que poco a poco moldearon el camino. No cabía ya duda de que los organismos cambiaban con el tiempo, pero nadie había sido capaz de dar con los cables que hacían danzar la marioneta evolutiva. Nadie salvo Darwin, y quien fuera el que había mandado la dichosa carta que ahora le producía desconcierto y angustia ante la posibilidad latente de perder la prioridad de la teoría en la que llevaba trabajando tantos años.
El documento en cuestión, un ensayo de 15 páginas titulado “Sobre la tendencia de las variedades a diferenciarse indefinidamente del tipo original”, había sido enviado desde Ternate, una isla diminuta —hoy parte de las Molucas septentrionales en el Archipiélago Indonesio— y estaba firmado por un tal Alfred Russel Wallace, joven explorador y naturalista de origen británico que llevaba el último lustro recolectando organismos en las junglas indómitas del Pacífico sur. Wallace podría ser visto como el arquetipo del biólogo de campo; antes de su larga estadía en el sureste asiático había pasado cuatro años inmerso en la selva amazónica en su infatigable búsqueda de animales. Wallace se ganaba la vida capturando ejemplares de aves, reptiles, anfibios, mamíferos y, en especial, insectos para colecciones y museos europeos. Y en tales menesteres era realmente excepcional: se estima que tan sólo en los ocho años que pasó en las Islas Malayas e Indonesia colectó más de 125 mil especímenes, cientos de los cuales constituían especies nuevas para Occidente. Ese contacto profuso con el medio silvestre lo llevó a atestiguar en carne propia la tremenda diversidad biológica y la manera en la que ésta varía marcadamente de acuerdo con la geografía. El tipo de organismos y su abundancia no sólo no eran uniformes entre las distintas localidades, sino que parecían variar de acuerdo con ciertos procesos históricos que conformaban regiones de distribución particulares (algunas especies compartían historias evolutivas semejantes); nociones que más tarde le valdrían ser considerado como el pilar fundacional de la biogeografía.1 No obstante, fueron sus observaciones sobre la variación entre individuos y la relativa estabilidad del tamaño poblacional de cada especie las que fungieron como sustrato para que, tras un ataque cruento de malaria, Wallace llegara a las mismas conclusiones a las que había llegado Darwin. Según su propio testimonio, los delirios febriles lo llevaron a correlacionar las ideas de Malthus respecto al crecimiento de las poblaciones humanas con lo que acontecía en el mundo silvestre.2 De esta manera fue como desenmarañó el nudo y aterrizó los conceptos de adaptación y competencia, fundamentales para comprender la teoría evolutiva: “en cada población se genera una lucha por la existencia en la que sólo los mejores sobreviven y extienden así sus caracteres ventajosos a la descendencia, y la mortandad de los menos adaptados es el factor que mantiene constante el tamaño de la población”. La epifanía fue tal que, aun adoleciendo de la fiebre tropical, se levantó de la cama y se dispuso a comunicar sus reflexiones al que consideraba la eminencia en la materia, Darwin. Lo que nos lleva de nuevo al momento en el que la carta alcanzó su destino y la polémica suscitada después respecto a si Darwin ocultó deliberadamente su existencia un par de semanas, en lo que daba los toques finales a su manuscrito y no corría así el riesgo de perder el crédito autoral de la teoría de la evolución.3 Es seguro que las palabras de Wallace fueron el catalizador para que Darwin se animara a publicar su libro y con ello alterara el pensamiento moderno de forma definitiva. Controversias de lado, la verdad es que Wallace nunca pretendió hacerse con el reconocimiento; a sus ojos Darwin era quien merecía la primicia y así lo declaró en una carta escrita en 1887: “En aquel tiempo yo no tenía ni la más remota idea de que él [Darwin] había llegado ya a una teoría definida, y aún menos de que ésta era la que se me había ocurrido de repente en Ternate en 1858… No es que hubiera pensado en morirme, pero sí pensaba en desarrollar la teoría todo lo posible cuando volvía a casa sin suponer en absoluto que Darwin se me había adelantado tanto. Puedo decir ahora, como dije hace muchos años, que me alegro de que fuera así; porque yo no siento el amor por el trabajo, por la experimentación y el detalle que eran tan preeminentes en Darwin y sin los cuales nada de lo que yo hubiera escrito habría convencido al mundo”.4 No haber sido condecorado con el título de “padre de la evolución” no demeritó el extraordinario desempeño de Wallace en la ciencia. Quizá no sea una figura tan afamada, pero a lo largo de los noventa años que vivió, publicó 22 libros y al menos 747 artículos en revistas especializadas,5 y si bien la teoría de la evolución no le rinde el homenaje que merece, al menos se puede jactar de tener a su nombre una de las criaturas más singulares de la fauna: la rana voladora de Wallace, único anfibio conocido capaz de planear por los aires utilizando sus membranas interdactilares a la manera de un paracaídas.
Imagen de portada: Imagen de archivo
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Entre otros parámetros estableció la “Línea de Wallace”, vector imaginario empleado hasta nuestros días que pasa entre Borneo y Sulawesi, en Indonesia, y separa a la biota del sudeste asiático de la propia de Oceanía: por ejemplo, al oeste de la línea encontramos simios y monos, al este, sólo marsupiales. ↩
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Los principios de Malthus aseveran que las poblaciones humanas crecen de manera exponencial mientras que los recursos lo hacen de manera geométrica, lo que deviene en una lucha constante por hacerse del sustento necesario para sobrevivir. ↩
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Como lo discute Miguel Vicente en “Sesenta minutos que pudieron conmover la evolución: la carta de Wallace”, El País, diciembre de 2011: el país ↩
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Citado en El científico que creía en los fantasmas de Fedro Carlos Guillén, Pangea, México, 1996, p. 20. ↩
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Vale la pena mencionar que aproximadamente el 7% de estos artículos versan sobre espiritismo y frenología, aspectos que Wallace consideraba merecían ser abordados con la misma seriedad y rigor científico que el resto de los fenómenos. ↩