Cuando el lenguaje no es transparente
Conocer a Laura López Morales ha sido una de las experiencias más enriquecedoras de mi vida profesional, sin ninguna duda. Desde los primeros encuentros supe que se trataba de una persona seria en el sentido más positivo de la palabra, una investigadora excepcional y una destacada crítica literaria en un tema que me era desconocido: la francofonía. Yo había estudiado las tradiciones inglesa, hispánica y francesa, entendida esta última como el corpus de obras canónicas de un universo diseñado por un ideario colonizador para lectores colonizados de los cuales, me di cuenta entonces, formaba yo parte. Había leído a los grandes, entre los que Flaubert sigue siendo la mano maestra que conduce y conducirá por muchos años el ideal de la novela moderna llamada “realista” (más realista ahora en que la crónica vuelve a ocupar un sitio privilegiado como género), y Proust, el mago que guía nuestra voz interna, la voz de nuestros pensamientos y nuestros sueños.
Pero conocía yo nada o casi nada del vasto universo que compone esa otra tradición de obras escritas por quienes habitan los territorios que un día pertenecieron a Francia, país con el que comparten la lengua y del que se distinguen por un uso bien distinto de la misma. Laura me enseñó, sin que habláramos directamente de ello, que al igual que sucede con la lengua inglesa, existe un universo riquísimo y variado de mundos excepcionales no conocidos en francés. Un francés que es distinto y es el mismo. Es la idea del epígrafe de Rilke, expresada muchos años atrás:
El agua es una extranjera y el agua es tuya, de aquí pero sin ser de aquí.
En “Ballena, instrucciones de uso”, Jean Portante dice:
Cuando escribo es como si sumergiera una aspirina en un vaso de agua. Es lo que al menos desearía: diluir la lengua utilizada de esta forma, para que, disuelta, se muestre al descubierto como se dice de un cable eléctrico que, cuando lo tocan, da muerte. Dar muerte, de eso trataría la historia. Mi historia. Una historia que la escritura tiende a borrar. Pero que, al desaparecer, se agita como un pez fuera del agua.
Como dicen los autores antologados, y entre más lo pienso más me convenzo, todos al usar la lengua —cualquier lengua— lo que hacemos en realidad es acudir a su hermana gemela, la traducción. Narrarnos y narrar cualquier historia, por más auténticamente nuestra que nos parezca, es traducirnos; es viajar y sufrir una serie de transformaciones “a lo largo de una travesía llena de trampas”, como la ballena de Jean Portante que para nombrarse tiene que convertirse en otro ser sin dejar de ser ballena. Así que se puede adivinar que el problema central en el que inciden los 51 textos del francés traducidos al español es que el lenguaje no es transparente. El problema es que si antes, digamos en la época de Flaubert y de Proust, se quería encontrar le mot juste, “la palabra justa” para describir una emoción o una experiencia, hoy sabemos que esa palabra justa ni existe ni puede expresar una emoción que no pase antes por la reflexión sobre la lengua. Y la lengua es siempre la lengua del otro. Por eso, y porque los autores de Ausencias y espejismos son francófonos y no franceses, casi todos tienen necesariamente algunos temas en común. Por ejemplo, el tema de la inestabilidad —económica, lingüística o identitaria— y de la pérdida. De distintos modos y con distintos tonos, estos autores descreen de ideas como la armonía, el orden, lo inmutable, la unidad, y más bien hablan de sí mismos y de su entorno como de seres fragmentados, desgarrados, marginales. Pero, ojo: no es que estos autores hayan perdido un centro armónico o un mundo cuerdo y estable, sino que éste nunca existió y la tarea de estos poetas y narradores es “denunciar” o “mostrar” que la realidad está hecha de dos o más vertientes que a veces coexisten y otras veces se separan y se odian. Otro tema recurrente es la defensa de la literatura de las minorías, como el texto “Las literaturas de la exigüidad” de François Paré en el que se pregunta qué es una “literatura pequeña” y si se necesita ser kurdo, catalán, palestino o quebequense para pertenecer a ella o si hay algo más. Algo como una actitud de rebeldía que hace a sus autores pertenecer a la biblioteca de aquellos a quienes el saber excluye y a aquellos que desconfían del saber. Entre sus muchos valores esta antología tiene el de reunir escritores y escritoras de mundos distantes y casi nunca frecuentados: Haití, Jamaica, Gabón, Togo, la isla Mauricio, Puerto Príncipe, Antananarivo o Martinica, por ejemplo. Hay algunos que ni siquiera son de una sola región o de un país. Boris Schreiber es un novelista judío emigrado en Francia como tantos otros, pero que antes de llegar vivió en varios lugares: Berlín, Bélgica y Letonia. O Marie Seurat, quien nació en Alepo, Siria, se exilió en Líbano y luego del secuestro y muerte de su esposo por una organización terrorista, se estableció primero en Francia y después volvió a Damasco, Siria, a revivir la experiencia y escribirla. De muchas maneras se podría decir que ésta es una antología para “desorientados”, en el sentido en que lo dijo Amin Maalouf, o para “norteados”, en el sentido en que lo dice Nancy Huston: para quienes viven o quieren saber qué es vivir en el magma entre dos lenguas, para quien aunque esté en su casa, comúnmente “está en el extranjero”. Es decir, es una antología para todos los que quieran saber sobre lo que probablemente es la condición que define el siglo XXI: el exilio. Todos somos exiliados de nosotros mismos simplemente porque hemos sido muchos. “El exilio geográfico quiere decir que la niñez está lejos; que hay ruptura entre el antes y el ahora.” El último tema común de estos autores tiene que ver con el entramado de lenguas y géneros, con la forma que adopta esta otra compleja identidad. Una identidad que a veces se describe como el “alma créole”, como quiso describirla Aimé Césaire: como aquella que “imprime al ritmo cartesiano una cadencia que hunde sus raíces en la sensibilidad africana”. La antología hecha por Laura López Morales (con la contribución de sus alumnos, según ella misma apunta) es un libro fundamental y entrañable. Fundamental porque nos descubre fragmentos de esos mundos ocultos en Europa, las Américas (pasando por las Antillas), África, Medio Oriente y el Sudeste asiático, mundos que aun estando ocultos son también parte del mundo. Como la propia antóloga afirma, más que una agrupación por geografías, géneros o formas, Ausencias y espejismos es un inventario donde conviven una vastedad de voces que conforman la experiencia de “lo otro” escrita en francés. Y es entrañable porque acompaña, además de la lengua y la literatura, la vida de autores inconformes, guerreros, a veces encarcelados o torturados o que tuvieron que abandonar sus empleos para defender a sus padres y parientes o abandonar sus países para defender sus vidas. Seres desplazados, singulares, diferentes; seres en búsqueda de su identidad. Autores que, en última instancia, nos definen porque ¿acaso no es cierto que como afirma Maalouf: “identidad es lo que hace que no seamos idénticos a ninguna otra persona”. Además de haber conocido a Laura, celebro en particular que el Fondo de Cultura Económica haya publicado este libro que desde ya invito a ustedes a adquirir e ir leyendo de a poco, paladeándolo, como recomiendan en Francia hacer con los buenos vinos.
Imagen de portada: Maurice de Vlaminck, El restaurante de la Machine en Bougival, 1905.