Recordar este sábado: las tumbas excavadas en la roca, en semicírculos, mirando hacia el este, y la puerta de la muralla abierta a campos roturados, al silencio y la luz del oeste. Olvido García Valdés
La niña mira de frente a la cámara. Ante ella, un bebé sobre una mesa descansa la nuca en un almohadón. Está vestido de blanco de los pies a la cabeza. Y hay flores blancas que lo cubren: una corona sobre la frente, racimos en el pecho, en las manos, a un lado del cuello. Flores frescas saludan desde un jarrón cerca de la mesa y en las cortinas negras que enmarcan la fotografía. La niña tiene el pelo negro, suelto, largo; los ojos grandes, la boca pequeña de labios apretados. Parece contener la respiración. Es una madre doliente que no debe tener, en esa imagen, más que doce o trece años. El bebé —de seis o siete meses— ha muerto. La chiquilla perdió a su hijo por razones que nunca conoceremos. Para honrar su existencia y acompañarlo en su viaje, se hizo este retrato que capturó no solo el cadáver sino también un rostro vivo, de ojos encendidos que miran con desafío desde una bruma de enojo y dolor: el suyo.
Las flores que cobijan al nene disfrazan el aroma dulzón y pegajoso de la muerte. Su atuendo oculta la blandura asociada a la putrefacción, desde una banda que le sostiene la mandíbula hasta una costura entre los pies que los mantiene relativamente juntos.
El fotógrafo fue el jalisciense Juan de Dios Machain y la imagen tal vez sea de inicios del siglo XX, previa a la Revolución. Sabemos poco de Machain, originario de Ameca, y de otros fotógrafos como él que retrataban a los llamados “angelitos”: Pedro Guerra y Romualdo García también retrataron bebés y niños muertos. Sabemos, sin embargo, que la fotografía post mortem comenzó con los daguerrotipos, se diseminó por toda Francia y alcanzó grados notables de popularidad en la Inglaterra victoriana. Desde ahí conquistó otros territorios, cada cual con sus particularidades y sus grados de dificultad.
Estas imágenes —que hoy resultan inquietantes, disruptivas del orden que consideramos sensato— alcanzaron estatus de ritual. Para lograr una fotografía que fuera adecuada a juicio del fotógrafo y satisfactoria para quienes la comisionaban, se requería de mucho trabajo, esfuerzo, preparativos y disposición. Había que esperar entre 12 y 36 horas a que el rigor mortis cediera y el retratado saliera con una apariencia menos atroz. Ahí se arreglaban su pelo, rostro, manos. Se elegía el atuendo con el que llegaría a la posteridad y se encontraban formas de hacer que la ropa abrazara al cuerpo. Para entonces, al arranque de la descomposición, las flores eran necesarias. Aunque estén presentes, no siempre están retratadas. Había racimos —nardos, gardenias, rosas, prímulas, jazmines, azahares— en jarrones, sobre y debajo del cuerpo de los muertos. A veces se usaba aceite de alcanfor en el piso o en las paredes mientras toda la parafernalia para el retrato quedaba lista.
Después de poner ungüentos en la cabellera y perfume tras los lóbulos, y de dejar listo un escenario que podía incluir un arnés para sostener un cuerpo particularmente blando, tocaba posar junto al ser querido y esperar el lento proceso de revelado. La imagen se atesoraba. El muerto vivía en ella, cómodamente recostado en un sillón o una camita, a un lado de sus parientes más cercanos. El retrato se colocaba en la sala o se guardaba en un álbum que los padres, los hermanos o los viudos acariciaban de tanto en tanto.
Como en el resto de los rituales funerarios, esas fotografías conjuraban a la muerte, impedían el olvido, facilitaban el trance de la desaparición física del ser amado.
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Los rituales de la muerte son un poderoso ejercicio de imaginación que media entre lo irremediable de la partida y la fuerza del cariño. Sirven no solo para paliar el dolor, sino para argumentar a favor de una vida que podría extenderse más allá del mundo corporal y concreto. Son el deseo convertido en extrañas formas que cobran significado colectivo durante unos años, antes de disolverse y dar paso a algo nuevo. Pertenecen a un espacio a la vez racional y mágico de los seres humanos, una zona gris donde la fantasía se mezcla con lo verdadero. Mucho antes de las fotografías post mortem y de los retratos de “angelitos” adornados con flores, los humanos crearon una larga sucesión de ritos para la muerte.
El Homo naledi —uno de los homínidos que precedió al Homo sapiens— enterraba a sus muertos hace al menos 300 mil años. Así lo especulan paleontólogos, antropólogos y evolucionistas en este 2023, después de estudiar durante una década los pequeños huesos hallados en el sistema de cuevas de la Estrella Naciente, en Sudáfrica. Los restos fueron arreglados con esmero en hoyos no muy profundos e intencionales, rodeados de rocas sobre las que se practicaron marcas con un propósito funerario. Estos enterramientos rituales están fechados en un horizonte temporal inapresable para nosotros y nos ofrecen una mirada a nuestra estructura mental: no podemos disociar la muerte de nuestra propia vida.
“Porque cada átomo que me pertenece, te pertenece a ti también”, escribió Walt Whitman en su Canto a mí mismo de 1855. En los tiempos de la fotografía post mortem, el poeta de Camden cantaba una verdad que da fuerza a los deudos: tú y yo compartimos estos átomos, este polvo de estrellas —esto que soy yo, eres tú. Perder hasta la más ínfima partícula del ser amado implica deshacerse un poco de los propios átomos. Con cada pérdida, morimos de manera parcial y nos transformamos para siempre.
Sin embargo, se necesitan acciones concretas y pragmáticas para evitar que se propaguen enfermedades, que el aire se contamine, que un rostro adorado se descomponga de forma irremediable frente nuestros ojos. El cotidiano sigue. Entonces acompañamos a los muertos como mejor podemos, casi siempre dando tumbos. Nos salva el rito, un método que nos contiene y estructura. Nos entregamos a eso: hoy nos vestimos de negro una tarde, mandamos coronas de flores, abrazamos a la viuda. Nuestras versiones previas hicieron lo suyo: taparon con sábanas espejos y muebles; cerraron las cortinas; se vistieron de negro durante años; momificaron al muerto y a sus mascotas; enterraron las cosas preferidas con ese cuerpo que se volvería polvo; pusieron al cadáver sobre una balsa, en una pira, y le prendieron fuego, a veces con otra persona viva a su lado, alguien que también dejaría pronto este mundo. Hay en nuestro bagaje plañideras, canastas de fruta, samba o rumba, manos sumergidas en la corriente de un río o agitándose en el aire para dar un último adiós, trazos en la arena, murmullos. Hay también pañuelos llenos de mocos o lágrimas, dulces (caramelos de violeta, tic-tacs de menta), memoriales en video, gotas de láudano, banderitas de papel picado, los perfumes del sahumerio, frentes recargadas en el suelo, piernas dobladas sobre una esterilla, cuerpos abrazados, algunas risas, mariachi, tofu, ayuno prolongado.
Imaginamos que con rezos y súplicas, con veladoras e inciensos, con flores y cantos, el tránsito de las almas será propicio y esa muerte nos pesará menos gracias al empeño que ponemos en suavizar su paso al más allá.
Del Homo naledi a nuestros días, una cadena de rituales imposible de apresar aquí ha servido como sostén para quien se duele por una ausencia.
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“No moriré, sino que viviré y contaré las obras de Jehová”, declara el Salmo 118:17 de la Biblia, tal vez porque la extensión de la vida —la propia y la de los seres amados— es un ideal recurrente.
En el Valle de los Reyes, en Egipto, fue enterrado el joven y poderoso Tutankamón, el Rey Tut. En vida, además de ajustes administrativos y mejor gestión de gobierno, logró la restauración de los altares al dios Amón y de templos que habían sido violentados apenas unos años atrás. El rey egipcio devolvió su brillo a una serie de rituales que se habían declarado inútiles hasta antes de que él se sentara en el trono. Lo suyo fue una revolución que recuperó, ante todo, los ritos del pasado. En 1325 a.C., en su año número 19, Tut murió súbitamente. El arte de la momificación destacó entre los rescates de su gobierno y se aplicó con maestría a su cuerpo. Se le embalsamó con cuidado, se mimó cada aspecto de su enterramiento. Viajaría a un mundo paralelo y atravesaría puertas, una serie de pruebas y retos, antes de lograr un descanso final. Para acompañarlo de la forma más adecuada, el ajuar mortuorio de Tutankamón fue un despliegue de oro, joyas, arte y piedra. Sepultado bajo una pirámide, el cuerpo adolescente reposó intacto hasta 1922.
Tiempo después, en 1952, la muerte de Eva Perón daría pie a una subversión. Para entonces, los ritos fúnebres ya apostaban por la mesura. Pero su esposo, el presidente argentino Juan Domingo Perón, no creía en eso sino en la grandeza. Así que quiso enterrarla en un mausoleo inmenso, un palacio de la muerte que pudiera hermanarse con Los Inválidos en Francia, donde reposa Napoleón Bonaparte. El cuerpo de Eva, sin embargo, no fue sepultado; como el del joven Tut, fue embalsamado: a diferencia suya, el cadáver en conserva de Evita deambuló primero por Argentina durante unos años y luego por el mundo. Permaneció años enterrada en una tumba en Milán, Italia, para volver a su patria hasta 1974.
Estas dos muertes exageradas no han sido las únicas, por supuesto. Iósif Stalin murió en 1953 y su funeral duró días. Una cadena casi inagotable de gente se acercó a su féretro, a mirar sus bigotes hirsutos, peinados con gomina bajo las narices rellenas de un aserrín que impediría escurrimientos. El cuerpo del dictador se exhibió a lo largo de tres años. Las personas querían tocar el cristal que lo protegía como se quiere tocar lo que es sagrado. Eran peregrinos, rendían pleitesía. Los decesos y sepulturas espectaculares, que desafían la convención, están rodeados de historias de maldiciones, aparecidos, accidentes y mala estrella, como si desobedecer al rito en turno fuera de suyo un mal agüero.
En todo caso, el cuerpo muerto —que es la constatación de la muerte— ha hecho girar como polillas a millones de personas. Ocurre lo mismo con los objetos que han rozado a cualquier ser excepcional que haya fallecido. Los restos de Cristo en la cruz y las astillas, la mano de Santa Teresa de Jesús o sus lágrimas, el cuerpo mancillado de Elvis Presley o los zapatos de Marilyn Monroe: todo esto es una prueba de lo finito y, a la vez, abre la puerta al infinito.
Majestuosos, sencillos, colectivos o íntimos, los rituales funerarios nos permiten postergar lo inevitable y aferrarnos un poco —al menos un poco— a los restos de una vida que no será más.
Imagen de portada: Cadáver del Ché Guevara en Vallegrande, Bolivia. Fotografía tomada por un agente de la CIA