La tumba de Napoleón está en el Palacio Nacional de los Inválidos, justo debajo de un domo dorado de más de cien metros de altura, el más alto de una iglesia en todo París. Esta capilla fue construida entre 1677 y 1706, siguiendo el proyecto de Luis XIV, y su decoración interior celebra la gloria de la monarquía y de sus ejércitos. Los restos del Pequeño Cabo se encuentran en el interior de siete féretros sucesivos, una especie de muñeca rusa fúnebre, al centro de una cripta circular de quince metros de diámetro y seis de profundidad. La cripta no está cubierta, de tal forma que el visitante puede ver el sarcófago imperial desde lo alto, desde una suerte de balcón interior. Se dice que este diseño corresponde al propio deseo de Napoleón, quien esperaba que todos inclinaran la cabeza ante él, aun en la muerte. Hoy en día, existe en Estados Unidos un servicio de celebridad prostética llamado Famous for a Day. Ofrece, como su página de internet anuncia, “fake paparazzi, real glamour”. La persona interesada en este servicio contrata una falsa emboscada de fotógrafos para que la aceche y acose al llegar a un evento, con el objetivo de conocer y disfrutar, por unos minutos, las tormentosas mieles de la fama, a través de la envidia que este despliegue de atención pueda despertar en sus amistades y conocidos y en paseantes ocasionales. Famous for a Day cuenta con tres paquetes; el paquete Megastar, el más caro y completo, incluye seis paparazzi personales, un guardaespaldas, un publicista, limusina y entrega digital de las fotografías. “Vive como una leyenda”, invita el sitio web, por un periodo máximo de dos horas. Como claramente ilustra la contraposición de los dos ejemplos anteriores, podemos sentirnos orgullosos y aliviados: ya somos libres, iguales y fraternos. En la segunda década del siglo XXI, incluso la megalomanía se ha democratizado, y el progreso nos ha dado las herramientas para satisfacer nuestros más honestos anhelos de admiración y reconocimiento. Es cierto, quizá no todos tengamos la cúpula más alta de París, bañada en doce kilos de oro, para señalar nuestra grandeza, pero todos podemos tener un muro de Facebook o un perfil de Twitter o una cuenta de Instagram y, lo más importante, decenas o centenas o millares de seguidores. (Seguidores, ¡cómo brilla y repiquetea esa palabra en toda su reconfortante semántica!) Y, para ello, no es necesario pasar por el engorroso trámite de conquistar Europa, crear un código civil perenne o someter a la Iglesia católica. No, para tener un ejército o un pequeño regimiento de fieles y sabios seguidores basta con llevar a cabo una proeza mucho más sutil y, a la vez, sublime: ser nosotros mismos y expresarnos a nosotros mismos. Ser las megaestrellas de nuestra irrepetible mismidad. No hay que forzarlos con tretas arquitectónicas, nuestros seguidores agacharán la cabeza por sí solos, mirando sus celulares, ante nuestra última ocurrencia, ante la fotografía de nuestro último almuerzo, ante el último meme que tan sagazmente hemos compartido. Occidentales, vivimos en el mejor de los mundos posibles (porque nos tiene como huéspedes y protagonistas): de alguna forma, tanto la Revolución como el Imperio triunfaron simultáneamente.
En 2013, selfie fue designada como palabra del año por los diccionarios Oxford. A diferencia de los autorretratos, que son ejercicios de introspección, autoconocimiento o sabotaje al poder establecido (Andrea Mantegna se pinta a sí mismo dos veces en los frescos de la cámara nupcial del Castillo de San Jorge, en Mantua, para perturbar a sus mecenas, los Gonzaga), las selfies son ejercicios de la más frágil y contradictoria vanidad. Nos admiramos frente al espejo de la cámara/pantalla para que nos admiren, pues la admiración propia sólo se cumple en la admiración ajena. Son prácticas de subcontratación de la autoestima: depositamos en la mirada y en los elogios de los otros, por superfluos o genéricos que sean (el ícono azul de un pulgar levantado que indica aprobación), nuestro lujurioso amor propio. Las selfies son fenómenos más acústicos que propiamente visuales, son gritos de aterrado hastío. ¡Mírame!, implora cada selfie. ¡Apruébame! ¡Deséame!, de alguna u otra manera. Un famoso koan del budismo zen pregunta: si un árbol cae en un bosque y no hay nadie cerca para oírlo, ¿realmente hace ruido? La metafísica no enunciada de las redes sociales tiene una pregunta análoga: si una selfie, tomada en un coche o en un baño, no se sube a internet o se sube pero nadie le da like, ¿realmente es una selfie? Y, más aún, ¿realmente existe esa imagen? ¿Realmente existe esa persona? Es fácil caer en la tentación de querer ver en el mito de Narciso un símbolo para explicar o ilustrar el fenómeno de las selfies y, en general, del furor de las redes sociales. Es cierto, de alguna manera estamos ante una epidemia de narcisismo, de generalizado y malsano amor propio, epidemia que ha sido exhibida y, a la vez, potenciada por las redes sociales. Pero ésta es sólo una cara del problema; la otra es aún más oscura y borrosa. Recordemos primero la historia de Narciso, como la cuenta Ovidio: Narciso era un joven hermoso y engreído; las doncellas se enamoraban de él, pero éste las rechazaba. La ninfa Eco era una de las enamoradas de Narciso, pero para ella era aún más difícil pretender al vanidoso joven, pues Hera, celosa de la belleza y el poder de su voz, la había castigado tiempo atrás, condenándola a sólo poder repetir la última palabra que escuchara. Cierto día, Narciso paseaba por el bosque donde vivía la ninfa maldecida. Temerosa de encarar al joven, Eco lo seguía, oculta entre los árboles. Cuando Narciso preguntó: “¿Hay alguien aquí?”, la ninfa sólo pudo responder: “Aquí, aquí”. Narciso gritó entonces: “¡Ven!”. Después de responder, Eco salió de entre los árboles con los brazos abiertos al encuentro de su amado; sin embargo, Narciso la despreció sin piedad. Con el corazón roto, Eco huyó a una cueva y ahí permaneció escondida, consumiéndose en su tristeza, hasta que de ella sólo quedó su duplicante voz. Némesis, la diosa de la venganza, no quiso dejar impune este acto de crueldad y soberbia, y castigó a Narciso haciendo que se enamorara perdidamente de su propia imagen, reflejada en una fuente. El amor del joven por su propio reflejo era tan intenso y ensimismado que terminó precipitándolo a las aguas. Fin. A diferencia del enamoramiento de Narciso consigo mismo, la vanidad contemporánea, como propuse antes, no es autosuficiente. Al Narciso mítico, como a todo verdadero loco de amor, le bastaba su objeto de deseo (él mismo) y le sobraba el mundo. En cambio, al moderno autocultor, habitante de las redes sociales, le es imposible quererse y adorarse sin la mirada de los otros, de sus seguidores y virtuales amigos. No está enamorado de sí mismo: está enamorado del efecto que tiene en el mundo. No está lleno de sí, sitiado en su epidermis: está vacío de sí, y sólo la mirada de los otros lo dibuja y lo contiene. En este sentido, las selfies son casi retratos hablados, pues el autofotografiado no se reconoce en la pantalla de su celular o de su computadora, sino en la suma de “me gusta”, “me encanta” o “me divierte” que va acumulando su foto en internet, en el amasijo de emojis y stickers con los que su retrato es comentado: cada uno de ellos pone un pixel a su verdadero rostro. En Muerte sin fin, José Gorostiza habla de los seres humanos —modernos, pero aún no hipermodernos— como “islas de monólogos sin eco”, golems autistas incapaces de comunicarse debido a las falencias del lenguaje. Internet y las redes sociales nos han dado la ilusión de la hipercomunicación, de la comunicación permanente y multimedia. Sin embargo, tanto énfasis en los medios, las plataformas y las estrategias nos ha hecho perder de vista el mensaje. Ahora, parece que importa más el eco, la reverberación de lo que decimos, que lo que realmente decimos. Llegamos a valorar las palabras que pusimos en un tuit más por el número de retuits y “me gusta” que cosecha, que por la idea o el ritmo que hay detrás de ellas. Somos en verdad el moderno e insustancial Narciso que vaga desprevenido o demasiado prevenido por el bosque de las redes sociales, pero no huimos del abrazo de Eco, corremos detrás de él: es lo único que nos importa.
No deja de llamarme la atención que los portales personales, o perfiles, de las principales redes sociales (Facebook, Twitter, Instagram) parezcan altares. Con su gran frontispicio horizontal y temático en la parte superior, su retrato circular del santo patrono y su largo muro vertical y corredizo para colgar exvotos (autoexvotos, si se me permite el encadenamiento de prefijos) que den testimonio y celebren los milagros de la deidad local o santo patrono, como dije. En efecto, una cara del problema es la paradójica multiplicación del egocentrismo narcisista: todos nos sabemos napoleones de nuestra propia Italia. Pero este fenómeno no es espontáneo ni natural, ni una consecuencia secundaria e inevitable del desarrollo tecnológico. (El universo social contemporáneo es, realmente, una esfera cuyo centro está en todas partes, porque cada quien es un centro, y su circunferencia, en ninguna, porque nadie se asume como periferia —a menos, claro, que esto le otorgue alguna clase de prestigio social, alguna clase de protagonismo—.) Esta nueva forma de politeísmo es inducida. Y ésta es la otra y más oscura cara de la moneda, pues las monedas siempre son la otra cara de la moneda. Wayne Dyer, el exitoso y fallecido escritor de libros de autoayuda, solía decir en sus charlas motivacionales que la gran fortuna de Jesucristo fue haber tenido una madre que en efecto creyera en él, que lo reconociera como el hijo de Dios. Y el autor de Tus zonas erróneas —uno de los libros más vendidos de todos los tiempos, con un acumulado estimado de 35 millones de ejemplares— agregaba: “imaginen cuánto mejor sería el mundo si todas nuestras madres pensaran de esa manera”. Siguiendo la línea de pensamiento del señor Dyer podemos concluir que todos (¿o sólo las madres?) deberíamos criar a nuestros hijos como si fueran verbos encarnados, divinidades redentoras, el regalo más grande hecho a la humanidad. No sé cuándo empezó a difundir este mensaje el señor Dyer ni cuánta gente lo habrá escuchado y atendido. Lo que sé es que vivimos en un mundo que se parece bastante a esa utopía motivacional, una sociedad no de individuos sino de celebridades o larvas de celebridades, pequeñas divinidades creadoras de sí mismas. Esta sociedad es como una religión de muchos dioses y ningún creyente, una religión que no religa, que no une ni cohesiona, sino todo lo contrario. Una religión que tiene a cada uno de sus miembros exiliado en su propia Santa Elena, en su propia isla de monólogos con muchísimo eco. Pero no, el señor Wayne Dyer tampoco es el culpable de esta multiplicación de los napoleones y los narcisos; a lo mucho, es una pieza más de la maquinaria. Para encontrar al responsable debemos preguntarnos: ¿a quién puede interesarle o convenirle una sociedad de zombis empoderados y enamorados de sí mismos, una sociedad no de personas sino de marcas personales? En 2017, el filósofo belga Laurent de Sutter publicó un breve e incisivo libro llamado L’âge de l’anesthésie. La mise sous contrôle des affects (editado ya en inglés como Narcocapitalism: Life in the Age of Anaesthesia). En este ensayo, Sutter plantea que uno de los rasgos definitorios de la sociedad contemporánea es el alto grado de dependencia que los individuos tenemos con respecto a las sustancias químicas. Consumimos fármacos para poder dormir, para acallar la ansiedad o la depresión, para sortear las mareas de dolor. Lobos de nosotros mismos, tomamos café para trabajar mejor e inhalamos cocaína para divertirnos mejor. Y aunque pudiera parecer que el efecto que buscamos al consumir distintas sustancias es también distinto —a veces estimulante, a veces sedante—, el objetivo final es siempre el mismo: mantener las emociones bajo control. ¿El objetivo de quién? El objetivo del sistema económico en el que vivimos, del capitalismo narcótico, que nos quiere permanentemente anestesiados, política y emocionalmente, para que así podamos hacer, más eficientemente, lo único que espera de nosotros: producir y consumir.
El joven filósofo belga dice en su libro que el gran temor del capitalismo son las pasiones colectivas —de furia, de descontento, de alegría intensa—, pues éstas son las únicas que pueden resquebrajar el orden establecido y producir cambios verdaderos. También por eso el sistema nos anestesia, nos ofrece herramientas químicas para aliviar la fatiga, la tristeza o la falta de deseo, de manera individual. Al capitalismo le interesamos y le servimos lo más singulares que se pueda, lo menos parte de una comunidad —entre más únicos nos sintamos, más dóciles y eficaces seremos, y, paradójicamente, más fácilmente reemplazables—, y si para ello ha de concedernos el estatus de megaestrellas, perfecto, que así sea. A fin de cuentas, esto es sólo una ilusión, un anhelo que han insuflado en nuestros corazones los dueños del mundo, los amos del capital, celebridades omnipotentes sin necesidad de reflectores. Ésa es la droga más poderosa que nos suministra el capitalismo narcótico: la ansiedad por el estatus disfrazada de amor propio. Es una sustancia fabulosa, porque no sólo nos entume y estimula a la vez, sino que también sirve de combustible a la Gran Maquinaria, la mantiene en funcionamiento perpetuo. Y es un combustible renovable, casi ecológico: nosotros nos quemamos, pero el deseo y la insatisfacción siguen fluyendo y alimentando al monstruo. Dije que nuestra sociedad parece una religión con una abundancia de dioses pero sin creyentes. Esto no es del todo preciso: sí tiene adeptos este gran culto politeísta y son precisamente ellos, los señores del 1%, ellos creen en nosotros y quieren que nosotros compartamos esta fe, de forma individual. Quieren que seamos nosotros mismos —be yourself es el mantra más socorrido de la mercadotecnia y la autoayuda contemporáneas— y que nos amemos ilimitadamente. Son nuestros creyentes devotos los señores del 1%, pero también, y sobre todo, son nuestra Némesis: ellos nos condenaron a amarnos sin fin. Hasta la muerte. En un ensayo titulado “El decorado del saber”, E.M. Cioran declara: “El universo comienza y acaba con cada individuo, sea Shakespeare o Don Nadie; pues cada individuo vive en lo absoluto su mérito o su nulidad”. Es cierto, cada quien es el principal referente de todo lo que existe, la única perspectiva de todo lo visible. La conciencia de cada persona es, efectivamente, el escenario donde ocurre todo lo que pasa. (Las dimensiones del escenario y la calidad de la obra variarán en cada caso, aunque no demasiado.) Sin embargo, también somos esencialmente marginales y minúsculos, estadísticamente irrelevantes, minoría absoluta frente a la superabundancia de todo lo demás. Y ahí radica, creo, la esencia de la naturaleza humana, en esa particular ambigüedad: la de ser profundamente insignificantes, transitorios y comunes, y, al mismo tiempo, centrales y absolutos. Diminutas totalidades, eso somos. Pero lo que el filósofo rumano notó y expresó con sutileza, incluso con ácida melancolía, es algo que los seguidores del señor Wayne Dyer y los propagandistas del éxito corporativo ignoran o quieren ignorar: que no todos somos Napoleón ni Ulises, que algunos somos, efectivamente, Don Nadie. Los correligionarios del politeísmo narcisista prefieren creer, como reza un manual para crear y hacer crecer “tu marca personal”, que: “we all can be a brand and cultivate our power to stand out and be unique”. Permítanme traducirlas porque cada una de estas palabras es un domo dorado. Es más, haré un poema:
Todos podemos ser Una marca Y cultivar el poder Para sobresalir Y ser únicos.
Lo más probable es que Napoleón no haya dicho nada sobre la colocación de su féretro en un desnivel para que la gente agachara la cabeza al verlo. (El Usurpador Universal, como era llamado Napoleón por las monarquías europeas, quería, eso sí, ser enterrado a orillas del río Sena y este deseo estuvo a poco menos de un kilómetro de cumplirse.) Pero la realidad es que su sarcófago está ahí, al centro de un agujero de quince metros de diámetro y seis de profundidad e inclinamos la cabeza al verlo. Tal y como aparece Narciso en todos los cuadros y esculturas que lo han representado.
Imagen de portada: Andy Warhol, Self-Portrait [Autorretrato], 1964. The Andy Warhol Museum, Pittsburgh; Founding Collection, Contribution Dia Center for the Arts. © 2017 The Andy Warhol Foundation for the Visual Arts, Inc. / Artists Rights Society (ARS), Nueva York