CUERPOS COMUNES
Has de escribir para no destruir únicamente, para no conservar únicamente, para no trasmitir, has de escribir bajo la atracción de lo imposible real, esa parte de desastre en donde zozobra, ilesa e intacta, toda realidad. Maurice Blanchot
Los claros que sobreviven tras una devastación se vuelven terreno fértil para la palabra. Después de que las ciudades de Adma y Zeboím sucumben ante la lluvia de fuego, sus cenizas reaparecen en los cantos religiosos. La voz con la que Eneas narra ante Dido la caída de Troya es depositaria de la magnitud trágica de aquello que relata. ¿Es posible entender en su justa dimensión la narración que Plinio el Joven dirige a Tácito, contándole el oscurecimiento final de Pompeya, sin reconocer que el imaginario verbal de la destrucción está atravesado por una tensión deseante? Abierta o veladamente, ante el estruendo de una coyuntura específica o a través de un paciente acopio de circunstancias disímiles, no renunciamos a recrear el alfabeto de nuestros naufragios. La escritura y la catástrofe establecen relaciones estrechas. A tal punto que resulta enorme la tentación de diluir sus polaridades y sugerir que existe una ruina inmanente en todo lenguaje. No es cuestión de azar que la noche de las mazmorras a menudo esté acompañada por una vigilia de grandes piezas literarias. Ni que, en el extremo contrario, los días de aparente calma abran la puerta a una oscuridad no menos nociva. Así lo pensaron Evagrio Póntico o Nilo de Sora al considerar la acedia como uno de los logismoi, una serie de estados mentales equívocos que torna ilegible el mundo. En ambos casos, ya sea al atravesar un estado límite o en periodos exentos de golpes y asaltos súbitos, la escritura entabla una proximidad con las fracturas. Como si de la impotencia que las palabras experimentan ante las ruinas pudiera surgir la intimidad anhelada entre quien enuncia y quien escucha; como si una desnudez impuesta desde afuera dotara al texto de vitalidad y le hiciera encontrar una hipóstasis en las heridas de las que da cuenta. Al mismo tiempo es posible afirmar lo contrario. Para que la escritura viva de una permanencia en el abismo es preciso que asuma su diferencia frente a él. Sin este repliegue no puede asegurarse un lugar. Aun si su vocación consiste en sumergirse en lo proteico, avanza hacia una zona de relativa estabilidad. Puede obsesionarse con las quebraduras que surcan la realidad, pero no las restituye. Puede ensayar formas para relacionarse con el caos, pero no lo conjura. Y sólo al aceptar tales antinomias le es dado construir un testimonio. En estas coordenadas es notorio el sentido de Tiembla (Almadía, 2018), el volumen coordinado por Diego Fonseca, en el que treinta y cinco autores escriben acerca de los sismos que el 7 y el 19 de septiembre de 2017 golpearon Oaxaca, Chiapas, Puebla, Morelos y la Ciudad de México. En general, los textos convocan las inevitables reminiscencias de otros eventos similares, específicamente el terremoto del 19 de septiembre de 1985, que opera como hipotexto ante los ensayos y las crónicas de este libro, que además contiene un par de poemas y un ensayo fotográfico. Su escenario mayoritario es la Ciudad de México; las otras comunidades se mencionan con menor frecuencia. A decir verdad, no se trata tanto de la ciudad como totalidad, cuanto de una porción pequeña pero significativa de barrios en los que se concentró un considerable número de decesos y daños materiales. Habida cuenta de esta centralización de la mirada, el alcance del libro no es desdeñable. Faltan retratos del pánico de los habitantes istmeños que, ante la expectativa de las réplicas, prefirieron pernoctar bajo una lluvia incesante antes que volver a sus casas. No hay esbozos acerca del olvido prematuro en el que cayeron varios municipios de Chiapas o Puebla, cuya pobreza se agudizó a raíz de los eventos. Acaso habría sido deseable encontrar reflexiones acerca de cómo en algunas regiones de Morelos, especialmente en Jojutla, las relaciones entre la comunidad y el poder político formal entraron en un nuevo proceso, que aún permanece abierto. Pero, más allá de sus irrecusables omisiones, Tiembla abarca numerosos aspectos. Tenemos descripciones de escenas en las que la solidaridad ocupa el primer plano y, a renglón seguido, observaciones acerca de la innegable crisis del Estado. O, para ser más precisos, de los signos de un Estado que ya sólo puede aspirar a existir como un administrador de la crisis, una entelequia con apetito draconiano, a la que no le queda más que constituirse como gestor de la catástrofe. Varios participantes del volumen, principalmente autoras, lo cual no es dato menor, dejan constancia de cómo la vulnerabilidad de los cuerpos no es una excepción, sino un estado generalizado de la sociedad actual. Se habla de la corrupción y la voracidad de los funcionarios; del abandono a las víctimas y los malos manejos del aparato institucional; de la aparente espontaneidad de los voluntarios y de los esfuerzos civiles por contrarrestar lagunas informativas; de la manipulación mediática y las asimetrías entre el centro y la periferia, los hombres y las mujeres, la clase media y otros sectores más pauperizados. Las problemáticas políticas se entrelazan con las historias humanas, en su esplendor o su miseria. Aquí están la negra connivencia ante la especulación inmobiliaria y las hipótesis acerca de un probable renacimiento de la sociedad civil. Aquí están los ecos de las costureras de Bolívar y Chimalpopoca, sepultadas por sus condiciones de trabajo antes que por los escombros físicos, y las infamias que arrancaron las vidas de niños y trabajadores en una escuela al sur de la capital. Como es natural en una obra colectiva, los textos son desiguales. Se componen lo mismo de observaciones lúcidas que de frases huecas. Brindan rememoraciones de gran intensidad o palabras exangües, esfuerzos reflexivos sólidos o disquisiciones líricas prescindibles, recreaciones que anuncian una tentativa épica o muecas autorreferenciales que rayan en la demagogia. Junto a exaltaciones soterradas de los propios autores, con sus indulgencias e ingenuidades, hay hallazgos simbólicos perdurables, imágenes que dan en el blanco y cuestionamientos ineludibles. Quizá no podría ser de otra manera, debido a la naturaleza de la publicación. Sería un error soslayar esto, pero resultaría peor creer que estos rasgos le hacen sombra al conjunto. La función de estos textos no comienza ni termina en los lindes habituales de la vocación literaria, el rigor periodístico o el apunte político. Valen menos por lo que afirman que por la dirección hacia la cual apuntan. Adquieren su pertinencia menos por la lógica de sus construcciones verbales que por la raíz de la que provienen. Precisamente porque su lucidez o su fuerza no nacen ni se agotan en las intenciones de quienes los escribieron. Sus palabras se forjaron en el mismo punto en que otras historias fueron selladas para siempre. Este silencio las relativiza, aun si no hablan de eso. Como advertía Agamben frente a otra catástrofe radicalmente distinta, la construcción de un testimonio también contiene aquellas otras voces que ya no pueden ser articuladas, porque se han apagado. De ahí que el decir tenga un peso mayor que lo dicho. Por otro lado, gracias a la experiencia compartida, en estos textos disminuye la distancia entre quien lee y quien escribe, lo cual es infrecuente en nuestros días, por lo menos en el ámbito literario. Dicha distancia suele funcionar tácitamente como un argumento de autoridad. No es casual, como era moneda corriente para los juristas latinos, que la autoría remita siempre a un ejercicio de auctoritas. Nos acercamos a Tiembla de forma distinta a como lo haríamos frente a otras escrituras, que a menudo obtienen su gravitas porque constituyen mitologías privadas frente a las cuales la lectura desempeña un papel tardío y derivado. En contraste, quienes escriben esos textos no nos conducen por terrenos desconocidos previamente ni descubren para nosotros referentes que nos resulten ajenos. En estas páginas, los gestos y las heridas, los imaginarios y los alientos, las rabias y las derrotas nacen de un horizonte común, e instauran el simulacro de una comunión. Dicho de otro modo, son palabras que crean proximidades. Y, de forma más radical, cuerpos comunes. Esta idea se encuentra al menos sugerida en la reflexión de Sara Uribe que, por cierto, me parece el momento más estimulante de la antología. La cuestión puede comprenderse mejor si recordamos el trabajo fenomenológico de Edith Stein, en especial sus reflexiones acerca de las posibilidades de la empatía. Al preguntarse cómo le es dado a una conciencia experimentar una vivencia ajena, un dolor o una exaltación que no son originarios para el sujeto, pero terminan por conducirlo a una instancia originaria, Stein observa lo siguiente: “la empatía no tiene el carácter de percepción externa, pero desde luego que tiene algo en común con ella, a saber: que para ella existe el objeto mismo aquí y ahora”. Este “aquí”, en parte destruido, y este “ahora”, en parte evaporado, se vuelven determinantes. Son los materiales irrevocables de una disputa, en cuyo centro reside la posibilidad de pensar de nueva cuenta el ser en común. Si hay una tendencia a diluir la realidad entre brumas individuales, la mera advertencia de una palabra que irrumpa en un horizonte compartido muestra un carácter urgente. Si existen ejercicios de poder que requieren la atomización de cualquier referente, el hecho de construir testimonios irreductibles a la esfera individual se torna indispensable. Bajo esta óptica, más allá de los aciertos o las falencias de los textos que lo conforman, Tiembla es un libro necesario. Esboza la tentativa de un habla que no sólo surge de una comunidad, sino que la engendra. Un habla que, a decir de Jean-Luc Nancy, es una “ficción fundacional”. Un relato que hace posible el espacio común para encontrarnos.
Imagen de portada: Horrible temblor, grabado de José Guadalupe Posada intervenido por Francisco Toledo, 2017