Solà vivía en la capital inglesa cuando escribió su primera novela, Los diques (2017), traducida al castellano por Paula Meiss y galardonada con el Premio Documenta en Barcelona. Dos años después, publicó Canto yo y la montaña baila, traducida al español por Concha Cardeñoso, laureada con el Premio Llibres Anagrama, el Premio Núvol, el Premio de Literatura de la Unión Europea, el Premio Cálamo Otra Mirada, y llevada al teatro. Es asimismo autora del libro de poemas Bestia (2012), condecorado con el Premio Amadeu Oller. En septiembre de 2023 llegará a las librerías su tercera novela: Te di ojos y miraste las tinieblas.
Ricardo Piglia decía que todos los autores tienen un mito fundacional sobre cómo se volvieron escritores, ¿cuál es el tuyo?
Mi interés por las historias, por lo que en inglés llaman el storytelling, siempre ha estado allí, desde que tengo memoria, pero ha tomado formas distintas. Estudié Bellas Artes, luego hice un máster en Islandia, en la Universidad de las Artes, después hice uno en Literatura, Cine y Cultura Visual en Inglaterra. Y me pasó una cosa graciosa: al hacer el primer máster tuve acceso a todos los talleres, a todo el material, a todas las cámaras y estudios que yo quisiera. Un día mientras hacía el segundo —mucho más teórico—, fui a la universidad y pedí que me prestaran una cámara para hacer obras de video, y se tardaron como tres semanas en dármela. Cuando la recogí, vi que era una cámara muy pequeñita, con muy poca calidad; como la que usaría mi tía durante las navidades. En ese momento, viviendo en una habitación diminuta en Brighton, sin acceso a un estudio, me di cuenta de que realmente con un papel, un lápiz y un poco de imaginación podía hacer lo que yo quisiera. No había límites para lo que podía construir. En ese contexto empecé a darle forma a lo que luego sería mi primera novela: Los diques.
¿Qué es la escritura para ti? ¿La consideras una labor solitaria o colectiva?
Para mí la escritura tiene mucho que ver con el aprendizaje, la diversión, la investigación, la curiosidad, la exploración. Busco en ella poder hacer preguntas, aprender y disfrutar en el proceso. Considero el trabajo literario como colectivo e invididual a la vez. Creo que tiene algo de solitario el sentarte tú sola, meterte en el mundo que estás construyendo y trabajar en él cada día, contigo misma. Pero también tiene algo de colectivo a muchos niveles. No escribirías lo que escribes si no vivieras aquí y no estuvieras rodeada de historias, de personas. Mi proceso literario tiene mucho que ver con ir a conocer a gente que sabe cosas que yo no sé o que ha vivido cosas que a mí no me han tocado; con conocer en profundidad otras maneras de ver y entender el mundo. Para mí, escribir tiene que ver con relacionarse, con alimentarse de todo lo que a una la rodea. Escribir no es solamente teclear letras en un ordenador o dibujarlas en un papel, es desarrollar ideas. Y para mí hay goce, entre muchas otras cosas, pero hay goce en todas estas partes.
¿De quiénes aprendiste el oficio de escribir?
Creo que he aprendido algo de cada autor que he leído, de una manera u otra. Por ejemplo, de Salinger aprendí la irreverencia; tal vez también de Cristina Morales. De Ali Smith, el poder escribir desde un lugar muy reflexivo, muy inteligente. De Mariana Enriquez aprendí a escribir sobre lo que a una le interesa profundamente, a una y a nadie más que a una. De Toni Morrison o de Faulkner o de Virginia Woolf aprendí tantas cosas que no puedo decirte una solamente.
¿Cuál es tu relación con los conceptos “técnica” e “inspiración”?
Explicar el proceso de escritura propio no es sencillo, tiene algo de intangible, de único. Es diferente para cada persona que escribe o que desarrolla proyectos creativos. Es cambiante también. Pero para mí tiene mucho que ver, por un lado, con el instinto, la intuición, la confianza, el estómago. Y por otro, con el trabajo duro, la constancia, la exigencia. Con esta cosa más mental. Tal vez te diría que la inspiración forma parte del primer bloque; la técnica, del segundo.
¿Cuáles son los mayores retos que has encontrado tanto al escribir poesía como al desarrollar tus novelas?
No siento haber encontrado grandes retos o dificultades; aunque eso no quiere decir que no hayan existido momentos en los que surgen dudas, caminos que parecen cortados o una sensación de estancamiento. Pero uno de mis grandes aprendizajes en el proceso de escritura ha sido el de aprender a escuchar al proyecto y a no tener prisa. A suplir sus necesidades y darle el tiempo y el espacio que pida. Entender que todos los días –aunque puede no parecerlo– son necesarios para llegar a construir y a entender el libro.
¿Qué crees que hace a un(a) novelista un(a) buen(a) novelista?
No te diré qué hace a un buen novelista, pero te diré qué me hace a mí disfrutar de una novela: que esté escrita desde un lugar muy propio, desde un lugar de interés muy profundo, un lugar conectado con quien escribe y donde el autor o la autora se sienta muy libre. Un lugar en el que haya puesto toda la carne en la sartén y desde el que se note que estaba creyendo en ese proyecto.
Tu obra ha sido escrita en catalán, ¿por qué has tomado esa decisión? ¿Cómo se diferencia tu relación con el catalán de tu relación con el español?
Para mí no es una decisión. Es un gesto absolutamente natural. Nunca me pasó por la cabeza escribir en ninguna otra lengua. Y este hecho para mí tiene mucha fuerza, porque significa que siempre creí que el catalán es una lengua tan increíble como cualquier otra para escribir literatura contemporánea; para que fuera leída desde todo el mundo. El catalán es mi lengua materna. El español es una lengua que aprendí en la escuela.
En Canto yo y la montaña baila hay voces de animales, de setas y hasta de placas tectónicas; en Los diques hay también una mirada que va más allá de lo humano; haces un acercamiento al ciclo del agua, por ejemplo. ¿Qué te interesa de la descentralización de la mirada y la voz humana?
Hay algo muy primordial en mi interés por la perspectiva. En todos mis proyectos está la reflexión alrededor del hecho de que todos percibimos el mundo de manera distinta. Todas las historias tienen una voz, una mirada concreta, unas preconcepciones del mundo, unas intenciones. No existe la voz neutral, ni una historia objetiva. Aunque estemos en la misma habitación, aunque estemos viviendo el mismo evento o estemos delante de las mismas cosas, todos las entendemos, las percibimos, las recordamos, las sentimos de distinta forma. Y si añades perspectivas no humanas, esto se vuelve aun más grande. El hecho de añadir todas estas perspectivas en el caso de Canto yo… me permitía reflexionar y trabajar alrededor de distintos temas que de otra forma tal vez no hubiera podido trabajar. Por ejemplo, la idea de la muerte. Si yo trabajo la muerte desde una perspectiva solamente humana, la muerte es el final, es algo trágico. Sin embargo si me sitúo en otros lugares y miro la muerte no solo desde la perspectiva humana, desde la de aquel que muere y ya no puede contar nada más, o de aquel que ve a alguien morir y no sabe adónde va o qué pasa después, una no se queda únicamente con la pérdida. Otra cosa que forma parte de mi escritura, y que está también relacionada con las perspectivas, es mi interés por el origen de las historias. Siempre hay alguien contándonos una historia con intenciones e intereses detrás. Tengo unas ganas constantes de hacerme preguntas sobre las voces que nos cuentan las historias: quién ha podido narrar su relato y quién no; qué voces han escrito o han dejado plasmada su visión del mundo y cuáles no; qué voces hemos elegido y cuáles hemos obviado. Mis libros y mis novelas reflexionan constantemente alrededor de estas preguntas.
Algunos autores como Ursula K. Le Guin o Mariana Enriquez, a quien mencionabas, dicen que la literatura con componentes de fantasía es comúnmente menospreciada; sobre todo cuando se le compara con otro tipo de literaturas consideradas “más sofisticadas”, como el realismo o la no-ficción. En tu literatura hay espacio para la magia, para las narraciones orales del folclore catalán y sus misterios. ¿Por qué te parece importante darle espacio a este tipo de relatos?
Es en la ficción, en las historias, donde habita gran parte de la magia que nos rodea. A mí me empujan a escribir unas ganas de entender cómo funciona la narrativa, de entender los hilos detrás del tapiz, de jugar con su elasticidad infinita y absoluta. Hay algo de la magia que me interesa mucho. En Te di ojos y miraste las tinieblas hay un pacto con el demonio. A mí me interesa el pacto con el lector. Aquel que escucha o lee una historia, o que ve una película o una obra de teatro, hace un pacto con quien la construye. La persona que recibe el relato apagará sus sensores de incredulidad y en vez de decir: “Esto no me lo creo. Esto no tiene ninguna lógica. Esto no existe”, se sumergirá en la ficción para creer lo increíble e imaginará y sentirá y formará parte de esa historia, aunque sea una mágica, fantástica o una realista, yo no creo que haya tanta diferencia. La línea que separa la realidad de la ficción es fina y a la vez un territorio lleno de posibilidades. Esa línea es de mi interés. En el solo gesto de narrar un acontecimiento ya estamos manipulándolo y cambiándolo: ya estamos ficcionalizándolo. Estamos eligiendo ciertas partes y otras no; o describiendo ese acontecimiento desde unas ciertas perspectivas y otras no. Ahora, me interesan las historias folclóricas por distintas razones, pero te diré dos: por un lado, hay algo en su narrativa oral que tiene que ver con el goce de que alguien te cuente un cuento, que te deje participar y sumergirte en la historia. Por otro, estas narraciones son lo que yo nombro una serie de ADN: dicen quiénes hemos sido y cómo hemos mirado al mundo en colectivo desde hace muchos años; cómo hemos intentado explicarnos el universo y lo hemos narrado para tratar de entenderlo. Estas historias, con nuestras ganas de entender el mundo y a nosotros mismos, que cargan nuestras virtudes y nuestras faltas, han ido pasando de generación en generación, sobreviviendo hasta llegar a nosotros hoy y decirnos aún algo de nuestra contemporaneidad.
Imagen de portada: Tentación de Cristo por el Diablo, siglo XII, fresco. Ermita de San Baudelio de Berlanga, España