Memorias del paisaje

Plantas / dossier / Junio de 2022

Julieta García González

 Leer pdf

La memoria es, entre otras cosas, una trampa.

​​ ​ El 24 de abril de 2022 se realizó un homenaje luctuoso —o algo similar— a la palmera que fue conocida como la Palma de Reforma: el único adorno de una glorieta que llevó su nombre. Esa glorieta tuvo el decorado más sencillo sobre una avenida con tendencias a la exageración. Rodeada de rascacielos, monumentos, fuentes, esculturas, antimonumentos y con un castillo de fondo, la palma sobrevivió por un siglo al cambio de los tiempos hasta que los tiempos la alcanzaron.

​ Se trataba de una Roystonea regia o palma real que bien pudo ser sembrada cuando Álvaro Obregón fue presidente, por un capricho que haría más tropical el paseo nacido de la aspiración europeizante de Maximiliano de Habsburgo. La palmera se contagió de la falsa chicharra o del picudo rojo o de una combinación de ambas y en estos momentos se cuenta entre las miles de palmeras muertas de la Ciudad de México.

​ En el homenaje de abril se reunió bajo la palma un grupo variopinto de personas. Algunas estaban ahí solo para ver cómo caía la palma —por entretenimiento, pues—, aunque la mayor parte lamentaba su desaparición. Sin embargo, en ninguna crónica publicada a raíz de este hecho se plasmó que hayan llorado la muerte de las palmeras que estuvieron plantadas en las aceras frente a la palma real ni de los cientos de miles de árboles que el Paseo de la Reforma ha cedido al concreto, el acero, el asfalto y el desdén.

​ En su fundación y durante décadas, esa calle emblemática de la Ciudad de México fue abrazada por plantas pequeñas y árboles tupidos y crecidos. Las imágenes que se conservan hacen pensar en un río rodeado por vegetación y no en una calle. Poco a poco, con el paso del tiempo, se hizo costumbre una poda inmoderada y, más adelante, la tala. La construcción de casonas (al inicio) y edificios (más tarde) se presentó y aceptó como un avance, un paso al frente en el movimiento civilizatorio.

Ilustración de Jan Brandes, en *El mundo de Jan Brandes, 1743-1808: dibujos de un viajero holandés en Batavia, Ceilán y el sur de África*. RijksmuseumIlustración de Jan Brandes, en El mundo de Jan Brandes, 1743-1808: dibujos de un viajero holandés en Batavia, Ceilán y el sur de África. Rijksmuseum

​ En la ciudad hemos perdido ya la memoria de los árboles que tuvimos. Se ha olvidado el pasado de bosques, humedales, ríos, praderas, matorrales y lagos, como se pierden los objetos en una casa abarrotada, como se pierden las cosas que no importan.

​​

***

Cuando Hernán Cortés arrancó el asedio a Tenochtitlan se sirvió de doce bergantines que durante varios días surcaron las aguas del complejo lacustre que rodeaba la vivienda del emperador Cuauhtémoc y de todo lo que simbolizaba el poder en la ciudad. Según Bernal Díaz del Castillo,

los soldados que andaban en los bergantines fueron los mejor librados, y hubieron buen despojo, a causa que podían ir a las casas que estaban en ciertos barrios de la laguna…

​ Asustados, muchos pobladores fueron a esconder sus pertenencias (o a sí mismos) en los carrizales, en algunas zonas de tules dentro del humedal. Los bergantines —que medían unos doce metros de eslora y eran propulsados por velas o remos— se construyeron en parte con el resto de las carabelas y en parte con madera talada de bosques alrededor de Tenochtitlan. Hubo troncos venidos de los bosques de La Malinche, en el camino a Tlaxcala; otros llegaron del valle de Chalco; otros más, de las zonas boscosas más cercanas a lo que hoy conocemos como Ciudad de México. Ese asedio se dio también un abril, 501 años antes de la remoción de la palmera de Reforma.

​ Hoy, el valle de Chalco ha perdido su vegetación. No es un bosque cercano al lago, sino un espacio en el que se apiñonan casitas, calles, cables. Ahí llegaron la modernidad, la civilización y el progreso como una aplanadora. Esas ideas, con esos términos, empezaron hace siglos como una aspiración y se perpetúan hasta hoy aunque hayan probado ser no solo erradas, sino peligrosas. Chalco está en el Estado de México y un buen porcentaje de sus pobladores se desplaza para trabajar hasta la Ciudad de México en un trayecto largo y penoso. Es un lugar de mucha desigualdad económica y de carestías, con un porcentaje elevado de viviendas pequeñas y precarias, lleno de concreto, asfalto, cables cruzados, cascajo, ruido. Las áreas verdes comunes casi no existen. Esto es relevante como parte del contexto nacional, pero lo es aún más si lo pensamos como la fotografía de un paisaje desaparecido.

​ Pensemos en esos bosques: eran de pino, encino y oyamel, con fresnos, ocotes y sauces rodeados de pastizales. Todo era relevante dentro de un sistema interconectado. La ciudad inmensa está ubicada sobre una cuenca en la que nacieron lagos. Como hay sierras alrededor, los siglos de escurrimiento formaron cuerpos de agua de lluvia, la que descendía de las montañas porque no quedaba atrapada en los bosques o porque se deslizaba desde las zonas rocosas. Los cinco lagos están asociados a un entramado complejo de manantiales, ríos, vasos comunicantes, arroyuelos. Por debajo, mantos freáticos. Por encima, algo más o menos intangible: menos vientos, lluvias moderadas y regulares, temperatura estable, aire limpio, la posibilidad de la vida. En la interconexión de bosques, lagos, ríos y flora local ocurría la vida cotidiana de los mexicas y, más tarde, de los mexicanos que se ubicaron en este territorio al que llamaron valle, en buena medida por los esfuerzos de desecación de los lagos. Con los lagos secos se fue también su vegetación asociada. Cuando sobre lechos lacustres milenarios se instalaron calles, avenidas y vías rápidas, palacios, casas solariegas, casitas y departamentos, se deshizo aquel paisaje que alucinó a los españoles.

​ Y se inventó uno nuevo, artificial, al que tampoco respetamos.

​​

***

Durante muchos años viví en una unidad habitacional que tenía al centro un hule gigantesco. Su copa parecía abarcarlo todo si lo veía desde la azotea del edificio, un piso arriba del que yo habitaba. Era un privilegio para la vista que daba frescor en la primavera y paliaba el frío en el invierno. Una junta de vecinos decidió talarlo. Se encontraba cerca de la cisterna que alimentaba a la unidad y se culpó a sus raíces de un daño que aún no ocurría. ¿No había otra solución?, aventuré una tarde de discusiones furiosas entre vecinos que adeudaban el mantenimiento o que querían cobrarlo. No, dijeron, por una vez poniéndose de acuerdo. Había que talarlo. El entramado de razones filtró el siguiente argumento: el árbol “hacía basura”. Las hojas firmes, casi carnosas, del hule caían de vez en vez y era necesario barrerlas. Sugerí que basura sería, en todo caso, una bolsa de pañales usados o colillas de cigarro: hojas, ramas, corteza… nada de eso era basura.

​ Talaron el árbol y quedaron resentidos conmigo porque vivimos en una ciudad en la que es difícil distinguir lo que ensucia y lo que no. Más tarde hubo quejas acá y allá por el calor insoportable que había caído sobre los departamentos que se hervían sin misericordia al rayo pelón del sol.

​​

***

Blade Runner (Ridley Scott, 1982) se desarrolla en un entorno sin plantas. Rick Deckard, el protagonista, vive en un Los Ángeles del futuro (situado en 2019) vacío de vegetación. No hay el consuelo de un tronco, el bálsamo de una flor. Su desasosiego se ve multiplicado por un entorno que lo vuelve inhumano: sin luz natural, sin el rumor de la naturaleza encarnada en los árboles y sus habitantes.

​ Para la Ciudad de México, 2019 fue un año que marcó un parteaguas: se registró la mayor pérdida de vegetación en su historia, volviéndola un escenario para la distopía.

Juan O’Gorman, *La Ciudad de México*, 1949. Museo de Arte Moderno-INBA, ©Juan O’Gorman/SOMAAPJuan O’Gorman, La Ciudad de México, 1947. Acervo Museo de Arte Moderno, INBAL/Secretaría de Cultura, ©Juan O’Gorman/SOMAAP

​ Aquí los árboles parecen ser unos extraños, seres de los que nos hemos desprendido en los hechos por más que los invoquemos en la fantasía. Los espacios habitacionales se hacen llamar Bosque Real o Arboledas, Paseos del Bosque y Vistas del Laurel y establecen ahí, donde hubo pinos y encinos, una sólida base de asfalto, cemento y varillas que solo dejará crecer y proliferar plantas oportunistas o jardinería de ocasión.

​ La flora urbana ha sucumbido a las malas políticas públicas que llevan décadas favoreciendo al auto, héroe del progreso. Carlos Hank González, artífice de lo que llamamos “ejes viales”, le dijo a Fernando Benítez en una entrevista que recoge La Jornada:

¿Qué crees que sentí cuando al hacer los ejes viales la ciudadanía se encrespó? […] Odiaba e insultaba a Hank González… y a su mamá. ¡Fue terrible! Materialmente tuve que destruir la ciudad para que después me permitieran reconstruirla, como se hizo.

​ La destrucción fue bien cierta: esos ejes, estrenados en 1979, no solo acabaron con casas históricas, sino con los camellones sobre los que se habían instalado los árboles que en décadas previas se consideraban adecuados. Según cita una nota de Luis Antonio Rojas para The New York Times, las obras de los ejes supusieron 2.5 millones de metros cuadrados de asfalto.

​ El problema venía de atrás: ya en los años cuarenta se entubaron los ríos y se les dio calidad de vías porque era más fácil aplanarlo todo que respetar el manejo integral de las aguas, y porque la ilusión de modernidad se había apoderado del imaginario.

​ Luego, en 1961, un anillo rodeó la ciudad por entonces más o menos poblada: más de sesenta kilómetros de vía exterior conforman el Periférico. Más tarde se trituró el corazón urbano con el ingenio de Hank.

​ La cosa no ha parado ahí. En febrero de 2002 se redobló la apuesta por los automóviles con la construcción del segundo piso del Periférico, una obra que no parece tener fin y que duplicó los kilómetros de asfalto. Y apenas en 2021 se levantó y construyó una nueva salida vial al sur de la ciudad, en el humedal protegido de Xochimilco, alterando ese delicado ecosistema.

​ Durante los años posteriores a la Revolución y durante algunas décadas, las casas de la ciudad tenían aún lo que el presidente de la Sociedad de Arquitectos Paisajistas, Pedro Camarena, llamaba “jardines productivos”: se sembraban en ellos árboles frutales, chiles, hierbas de olor, chayotes, calabazas o chirivías que se empleaban a diario o se usaban como moneda de cambio. Al irse los guayabos y las higueras, los duraznos y las calabazas con su flor, se fueron también aves, abejas, lombrices, mariposas, catarinas y abejorros. Sin polinizadores o enriquecedores del suelo, las flores comenzaron a decaer y el entorno a despoblarse de verde. Así que, al trastocar el rostro de la ciudad, se trastocó también el estilo de vida de quienes habitaban los sitios tomados por los autos. La urbe entera perdió sombras, rumores, un poco de misterio, una barrera natural contra el ruido, la posibilidad de atrapar con las hojas el polvo y las partículas que incordian la salud; perdió la capacidad de retener agua en las frondas y en el subsuelo desgastado; perdió formas de vida en las que reparamos poco pero que son sustanciales para atraer más vida. Se fueron los árboles —fresnos y ahuehuetes, cedros y ahuejotes, tepozanes y liquidámbares— y con ellos se fue también la vida peatonal. A menos vegetación, menos personas en la calle. Los caminantes cedieron el paso a los autos y, de paso, al calor, el polvo, la contaminación, el ruido y la inseguridad.

​​

***

Vivo en el corazón de Coyoacán, al sur de la ciudad. Hay calles emblemáticas con casas centenarias, calles empedradas. El arquitecto Ricardo Legorreta dijo en las memorias que le narró a Ana Terán que el paradigma de las calles en México debería ser la de Francisco Sosa: caserones herederos de la conquista aún en pie, banquetas de piedra pulida por cientos de miles de pasos, árboles añejos, frondosos, que sombrean desde siempre la avenida y protegen a los pequeños comercios. Eso lo dijo en 2012 y parece que ha transcurrido una eternidad desde entonces. Esos árboles añejos languidecen. Han sido atacados por los trabajadores de la luz y por quienes tienen asuntos con los cables: compañías telefónicas o de servicios digitales. Sus ramas y sus troncos son humillados constantemente porque tiene más valor estar conectados a las pantallas que la sombra y el aire puro. Porque la autoridad no parece dispuesta a defender con todo su peso la vida de los cedros y las higueras. En esa misma calle, muy cerca del Río Magdalena —el único descubierto de la ciudad— está el predio que fuera hogar del ingeniero Miguel Ángel de Quevedo, el “apóstol del árbol”. En esa propiedad los árboles también parecen moribundos: se le quiebran las ramas a las araucarias, se tuercen malamente las ramas de un trueno, un fresno ha muerto plagado por el muérdago.

José María Velasco, *Valle de México desde las lomas deTacubaya*, 1894. Museo Nacional de Arte-INBA Acervo ConstitutivoJosé María Velasco, Valle de México desde las lomas deTacubaya, 1894. Museo Nacional de Arte-INBA Acervo Constitutivo

​ El ingeniero, nacido en el siglo XIX, trajo al país la idea de reverdecer la ciudad: de parar con árboles las tolvaneras por la desecación de los lagos, de crear una cultura de plantas que hiciera de la capital un sitio de descanso y sosiego. Hoy se mira con desdén que haya traído plantas extranjeras, se le atribuye erróneamente la siembra masiva de eucaliptos y se le juzga por errores que podemos ver a toro pasado. Pero tuvo la idea de crear una “ciudad jardín” o “ciudad bosque”, una idea hermosa que, por un tiempo, fue abrazada por la sociedad y los gobiernos. Se promulgaron, por su iniciativa, parques naturales y zonas protegidas.

​ La Ciudad ha perdido un alto porcentaje de sus áreas verdes. Según el biólogo Martín Checa-Artasu, para 2016 algunas alcaldías habían cedido al concreto una parte significativa de su territorio: la Gustavo A. Madero hasta el sesenta por ciento; Cuajimalpa más del treinta. Checa-Artasu refiere “la alta actividad inmobiliaria” como una de las causas principales. Los edificios y las viviendas se instalan en zonas boscosas para tener vistas verdes y un clima agradable. Uno primero, el otro después. Más tarde, las vistas son de ventanas, azoteas, tinacos, cables, autos.

​ Lloramos la pérdida de la palmera y del ahuehuete de la Noche Triste pero no hemos sido capaces de mirar a los árboles que comparten nuestro espacio, que podrían mejorarlo; es decir, no nos hemos mirado a nosotros mismos como para comprender que nos une a las plantas un vínculo indisoluble.

Imagen de portada: Juan O’Gorman, La Ciudad de México, 1947. Acervo Museo de Arte Moderno, INBAL/Secretaría de Cultura, ©Juan O’Gorman/SOMAAP