La Central de Abasto es sinónimo de monumentalidad, el espacio adonde llegan tráileres de toda la república para abastecer de alimentos a millones de habitantes de la Ciudad de México, el gran proyecto que en los años ochenta se presentaba como la solución a los problemas generados por el desborde de La Merced. Más aún, la Central hoy se jacta de ser el mercado más grande del mundo y de que el valor de las transacciones que ahí ocurren es casi tan alto como el de la Bolsa Mexicana de Valores. No obstante, esta imagen de gran centro de ventas al mayoreo y movimientos de dinero millonarios, donde los dueños de las bodegas llegan en coches de lujo, contrasta con la cara menos visible de la delincuencia y la miseria. Hace algunos años colaboré en un proyecto que me llevó a recorrer la Central durante varios meses. Entonces entendí que la complejidad de este mercado va más allá del volumen de sus ventas y sus más de 300 hectáreas. Las dinámicas sociales que se generan en este espacio lo convierten en un laboratorio urbano, una ciudad dentro de la ciudad, con sus más de 100 mil trabajadores informales —la cifra varía en función de la temporada de romerías— estratificados según sus actividades. La Central es sin lugar a dudas un ente particular. En el plano administrativo, se trata de un fideicomiso privado con una administración pública. A la vez que cuenta con un coordinador general, nombrado por el jefe de gobierno, que opera con una estructura de empleados de confianza y cerca de mil trabajadores sindicalizados del gobierno de la ciudad, también tiene un comité técnico integrado por los dueños de las bodegas y locales. En el plano político tiene su propio proceso electoral, que traza jerarquías en función del tamaño de las propiedades de los participantes. Esto se debe a que el proceso para elegir a los integrantes del comité técnico establece que el número de votos de cada participante es proporcional a los metros cuadrados de sus bodegas o locales. La organización de este microcosmos puede abordarse desde sus sectores sociales agremiados, algunos con afiliaciones partidistas, a la usanza del modelo corporativista: locatarios, diableros, comerciantes, lavacoches, pepenadores, entre otros. Su organización presenta similitudes con la de los ambulantes. Al igual que el Gobierno de la Ciudad reparte credenciales a líderes de boleadores, vendedores de lotería y comerciantes para que las distribuyan entre sus agremiados, las autoridades de la Central también credencializan a los trabajadores a través de sus líderes. Cada credencial tiene un costo, y parte de la labor del área de gobierno de la coordinación general de la Central es contener el crecimiento de estas actividades mediante el número de credenciales que emiten por sector. No obstante, este sistema es un simple paliativo ante el número de personas que llega a la Central a tratar de obtener un ingreso; es frecuente que con una sola credencial trabajen familias enteras o que simplemente lo hagan sin una. Honestamente, adentrarme en el universo de la Central de Abasto fue como meterme en un pozo sin fondo. Cada día las impresiones superaban las del día anterior en surrealismo y crudeza. Un día fueron las explicaciones sobre la economía que gira alrededor de los traileros que llegan en la madrugada ansiosos de divertirse con prostitutas disfrazadas de “cafeteras” (vendedoras de café y pan dulce) que responden a la clave “café sólo o café caliente”, y en busca de sustancias en supuestos casinos improvisados en los sótanos de las bodegas. Otro día fueron las historias sobre los cientos de indigentes que viven de la merma que desechan las bodegas, quienes pernoctan en los bajopuentes de la Central e incluso en las paredes, en los huecos que quedan para dar espacio a las instalaciones eléctricas. Un día más fue la anécdota de un líder sindical que me contó de los días en que vieron por los andadores a unas mujeres hermosas, caucásicas, que no hablaban español. Otro fue la dureza de escuchar cómo está organizada la prostitución por pasillo, según el tipo: heterosexual, homosexual e infantil. Todo esto ocurre en el mismo espacio donde a diario pasan de mano en mano millones de pesos en fajos de billetes. De todos los grupos de trabajadores de la Central, los pepenadores son quienes llevan la marca más profunda de la miseria. Por el acceso de Rojo Gómez, abajo de las torres eléctricas, está su centro de acopio o campamento, donde almacenan el cartón y los materiales que van recogiendo a lo largo del día, donde los venden a los líderes de sus organizaciones y donde también llegan a vivir. Este espacio no es distinto de otros campamentos irregulares: casuchas erigidas con materiales de desecho, cuyo uso habitacional debe disimularse porque en la Central no puede haber viviendas. Este escenario explica la desconfianza de los pepenadores y sus líderes, quienes hace un tiempo vivieron un incendio en el campamento que, afirman, fue provocado para sacarlos. A diferencia de otros grupos de pepenadores, los de la Central son “de primer nivel”, pues son los primeros en seleccionar la basura de los contenedores antes de que nadie los haya tocado. En estas condiciones ganan entre 100 y 150 pesos diarios, nada mal para ese tipo de actividad. Tanto así que los tres hijos de una pareja de migrantes michoacanos, tachados de teporochos en el campamento, sacaron una carrera trabajando en la pepena. Conocí a uno de ellos; había terminado la licenciatura en derecho en la UNAM con más de nueve de promedio. Quería estudiar una maestría, odiaba la pepena, le parecía denigrante y fácil, pero no se imaginaba haciendo otra cosa. Había intentado trabajar en algo relacionado con su carrera, pero afirmaba que no ganaba lo mismo. La pepena garantiza un piso diario. En el campamento hay varias adolescentes que son madres y viven solas con sus hijos pequeños, alimentándolos de lo mismo que ellas comen: la merma y los desechos que van encontrando en los contenedores y los pasillos; no hay guarderías cerca donde puedan dejarlos para que no tengan que acompañarlas durante la recolección. Si se llegan a enfermar o lastimar, para eso está la farmacia de genéricos. No se sabe y no se habla de los padres de sus hijos, aunque corren historias de violaciones en el campamento, así como de pepenadoras que se llegan a prostituir por cartón. Tampoco se habla de la posibilidad de abortar, antes surge la anécdota de una mujer que dio a luz en los matorrales junto al campamento. En resumen, son niñas, madres y putas. No hay programa social que las apoye. Sus hijos, como los de otras pepenadoras mayores, pueden llegar a vivir periodos en casas hogar y, más adelante, pasar por el sistema penitenciario. Si sobreviven, se sumarán a la población institucionalizada. Alguna vez pude hablar con gente de la administración de la Central sobre estos temas. No reconocieron todo y les fue necesario compararlo con lo que ocurre en otros mercados y otros paraderos de tráileres. Cierto, estas dinámicas, estos problemas, no son exclusivos de la Central. La diferencia radica en la escala. El proyecto original, parte de una estrategia de planeación del abasto para la ciudad, no contempló la dimensión social de la construcción de un espacio de esta naturaleza y tamaño; hoy empieza a dar señales de agotamiento: los precios no son siempre los más bajos de la ciudad, los tráileres ya no caben porque los estacionamientos fueron diseñados bajo los estándares de hace más de tres décadas y la competencia de empresas como Walmart le quita mercado. Si bien no será mañana, es claro que el modelo va a tener que replantearse. Entretanto, la Central permanece hermética, sin respuestas para todo aquello que no quiere que se mire y que mantiene invisible.
Imagen de portada: Adam Wiseman