Un libro escrito con coraje, en el doble sentido de la palabra: coraje como sinónimo de enojo, de irritación, de cólera, y coraje como ánimo, bravura, valentía. Se trata de un texto tenso, indignado, en el que fluye una rabia que no se disimula, producto de un resorte bien lubricado por el ardor que sólo existe en aquellos que ofrecen un testimonio en primera persona y se enfrentan a un sentido común contrario a su experiencia. Rubén Cortés escribe en primera persona, pero habla por él, por su familia, su generación, por las sucesivas generaciones de cubanos que vivieron bajo el manto de Fidel Castro. No es, como dice el subtítulo del libro, un ensayo sobre “Cuba después de Castro”, sino una diatriba fundada y dolorosa sobre lo que significó para millones de cubanos el autoritarismo surgido de una revolución que en su momento fue saludada como esperanzadora por tirios y troyanos. Se trata de recuerdos largamente incubados, de una memoria que se niega a desaparecer, de una experiencia que quiere ser trasmitida, porque el autor sabe que la historia reciente de Cuba no merece el silencio, sino que reclama testimonios de una larga etapa —que no acaba de desaparecer— en la que las libertades fundamentales fueron suprimidas. Dice Cortés: “un régimen sin libertades individuales, sin libertad de empresa, sin libertad de reunión, sin libertad de movimiento”. Se trató de una triste y costosa insensatez utópica: a nombre de la igualdad se suprimió la libertad y en nombre del futuro se sacrificaron las generaciones del presente. El ideal de construir una sociedad igualitaria fue impactado por el modelo soviético de organización social, en el cual los individuos debían estar no sólo subordinados a los designios del Estado sino que aparecían como engranajes intercambiables de un mecanismo superior que ofrecía sentido a sus esfuerzos. Y el ideal de una sociedad sin clases, reconciliada consigo misma, sin oceánicas estratificaciones, supuso también un sacrificio de los hombres y mujeres del momento a nombre del “hombre nuevo” que florecería en el porvenir. Es una etapa —nos dice Rubén Cortés— en la que no sólo se sacrificaron las libertades, sino que los ciudadanos debían vigilarse unos a otros para supuestamente garantizar el avance de la revolución. Un ambiente opresivo que modeló las relaciones sociales haciéndolas tensas y desconfiadas. La vigilancia “en la escuela, el trabajo y la calle” fue el prólogo de la delación y la llave para edificar un Estado cuartel. Cortés recuerda el caso de Heberto Padilla, obligado a una autocrítica pública que a muchos recordó los tristemente célebres juicios de Moscú de los años treinta, en los cuales los líderes de la vieja guardia bolchevique se autoinculparon de los crímenes más delirantes. Un momento de inflexión en el que muchos intelectuales que habían acompañado esperanzados a la revolución cubana empezaron a guardar una distancia crítica y que inauguró aquella consigna que rezaba: “dentro de la revolución, todo; contra la revolución, nada”, que en buen español quiso decir “con el poder político todo, contra el poder político nada”. Rubén Cortés abandonó Cuba y como él varios millones. Existe —parece decirnos— una Cuba de dentro y otra de fuera. La segunda está compuesta por los exilados que decidieron dejarla para buscar otra vida en nuevos lugares. Es la historia de familias separadas, como la del autor, cuyos miembros se encuentran repartidos en Miami, España, Brasil, Alemania, México y, por supuesto, Cuba. Una diáspora que ensueña a la isla, pero cuyos miembros seguramente han forjado vidas y trayectorias propias cada vez más alejadas de lo que sucede en Cuba. No obstante, la nostalgia construye una especie de exilio perpetuo, una incapacidad para romper de una vez y para siempre con los lazos afectivos que los unen a la tierra abandonada. Cortés es ya mexicano. Y sin embargo, nos dice, tiene miedo de volver a Cuba. ¿Por qué? “Porque para Cuba todas las personas nacidas en la isla son consideradas ciudadanos cubanos, porten el pasaporte que sea”. Cuba no reconoce la nacionalidad adquirida en otro país, “por lo que dentro de Cuba son tratados únicamente como ciudadanos cubanos”. Lo que significa “cumplir con los deberes, aunque no gocen de ningún derecho”. La paradoja mayor, sin embargo, radica en que “si un expatriado cubano necesita ayuda fuera de Cuba, para el gobierno cubano, sencillamente no es cubano”. Dos varas y dos medidas derivadas precisamente de la relación de súbditos que los ciudadanos tienen con el Estado. El libro está plagado de estampas expresivas: la salida de Cuba del entrañable escritor Eliseo Alberto de manera intempestiva porque se le vencía la visa, el maltrato en el aeropuerto de La Habana al periodista mexicano Carlos Loret de Mola cuando fue confundido con otro colega, Camilo Loret de Mola, cubano radicado en Miami y fuerte opositor al régimen, o de la prohibición del pregón callejero, una añeja tradición que ofrecía un cierto colorido a la vida citadina. Historias mínimas que entrelazadas ofrecen un retablo cargado de reminiscencias, malestar, denuncias y oceánicas ganas de recuperar un pasado que paulatinamente se diluye. Cortés recuerda los matrimonios por conveniencia con turistas para de esa manera abandonar el país, los distanciamientos e incluso rompimientos por motivos ideológicos o de alineamiento político, las sanciones a los funcionarios por desacato a cualquier indicación menor, el acoso y los insultos a quienes dejaron la isla por el puerto de Mariel. Un mural colorido del ambiente anímico ¿y cultural? de una patria en la que la disidencia es pecado, anatema, lo cual no puede más que derivar en excomunión. Con ojo educado, Cortés sabe que las tropelías, las persecuciones, los acosos, no los cometen exclusivamente los funcionarios e instituciones estatales, sino que esa dinámica va envolviendo a las personas hasta convertirlas en cómplices y combustible de las cacerías humanas. “Siempre se cree que quienes cometen los abusos en los regímenes totalitarios son apenas un grupo de policías y de fanatizados ideológicamente… Pero no es así. Las masas se dejan arrastrar y sus integrantes se convierten en verdugos voluntarios que se divierten con la desgracia de los otros…”. Es una dinámica contagiosa y expansiva. Dado que desde el poder se premia y aplaude el alineamiento acrítico, no son pocos los que se suman a la espiral de caza contra todos aquellos a los que se supone o son realmente opositores. Recordemos, como si hiciera falta, que el temor puede ser un acicate de la disciplina y la sumisión. Con especial énfasis, Los nómadas de la noche narra la “confiscación masiva de todos los pequeños establecimientos que habían sobrevivido a las continuas expropiaciones”. En 1968, la Gran Ofensiva Revolucionaria consistió en acabar con el último vestigio de pequeñas empresas privadas. Cortés tenía cuatro años de edad y dice recordar cómo el gobierno revolucionario se convirtió en “el único propietario”. “Desaparecieron de un plumazo 55,636 pequeños negocios operados por una o dos personas”. El libro ofrece un recuento más detallado, pero lo cierto es que a nombre de una sociedad sin explotación se construyó una sociedad sin opciones privadas, personales. De Cuba salieron músicos, boxeadores, actores y actrices, beisbolistas. Algunos de ellos son convocados por los recuerdos de Cortés. Se trató de una sangría irrecuperable y maldecida. Desde el oficialismo se borraron sus nombres; la televisión, la radio y la prensa se olvidaron de ellos. No obstante, siguen ahí, en el recuerdo, en la mitología, en la leyenda. Son nombres eufónicos que recuerdan hazañas, cantos, expresiones culturales que no han podido ser liquidados de la memoria: Celia Cruz, Luis Tiant, Tony Oliva, Ultiminio Ramos, Mantequilla Nápoles o Nananina o Tres Patines, sólo como ejemplos, siguen ahí, en las mesas donde se conversa, en los discos grabados, en las páginas de deportes de varios países, en las trasmisiones radiofónicas recurrentes, y son al mismo tiempo los ídolos y las voces de las generaciones de ayer. Cortés nos recuerda cómo un núcleo selecto de músicos, que vivió largas décadas en la penumbra, fue rescatado por Ry Cooder, y ya viejos, pero no acabados, a todos sorprendieron con su música, sabor y cadencia. ¿O quién no recuerda el Buena Vista Social Club con Ibrahim Ferrer, Rubén González, Eliades Ochoa, Omara Portuondo o Elena Burke? Al igual que en su momento hizo Guillermo Cabrera Infante, Rubén Cortés enlista un número de suicidios de políticos, escritores y artistas, que algo nos dicen. Quizá porque el suicidio es un terreno que merece respeto, tacto, y que no soporta manipulación ni sobrelecturas, es apenas un apunte que merecería la recuperación de las biografías (en singular) de cada uno. En el libro no podía faltar la memoria de las Unidades Militares de Ayuda a la Producción, los amargamente famosos UMAP, campos de concentración en los cuales se pretendía “redimir” y “reeducar” a los homosexuales, y en los que al final llegaron también testigos de Jehová, rockeros, borrachines, hippies y todo aquel que no cuadrara con el estereotipo de la “normalidad”. Casi al final, Cortés afirma: “Porque nací y crecí en Cuba, estoy de luto por la muerte de Fidel. No comparto la alegría pública de algunos por su muerte porque creo en el valor de la justicia y en el derecho universal a la vida humana. Porque deseo la vida y la justicia… De todos modos, mi vida está marcada a fuego por la revolución cubana. Nada va a sacar el nombre de Fidel de mi sangre, de mi cerebro ni de mi palabra”. Por ello existe el libro que hoy comentamos, que a decir del autor adquiere sentido y mucho, porque “los cubanos somos nómadas de una noche interminable. Una noche en la que yo duermo con fantasmas”.
Imagen de portada: Arrugas, La Habana, 2012. JR-art.net