Hace algunos meses, tras años de estabilidad sáfica, me dejé conquistar por un hombre. Muy a mi sorpresa, regresar al mundo de la heteronormatividad incluyó una preocupación estética radical. Puntualmente: decidí que era el momento de volver a depilarme la entrepierna.
Comparto el contexto como preámbulo a la escena que tuvo lugar en un local de depilación muy fresa, con papel tapiz de flores y tigres, que escogí a través de Instagram y TikTok, primer indicio de que me encontraba fuera de lugar. No tenía ningún deseo de compartir mi participación en este rito depilatorio y la idea de tomarme una selfie para documentar mi presencia en aquella luminosa sala de espera decorada con colorida iconología vulvar me parecía más bien inane. Pero ahora los resultados de mi vago deseo por acicalarme me compelen a redactar un ensayo para calmar la psique. Sobre todo porque mis expectativas del servicio, formuladas con base en mis experiencias como adolescente de principios del milenio —cuando “línea del bikini” era la terminología preferida para un servicio durante el cual una ni se quitaba los calzones— resultaron dolorosamente inadecuadas.
En ese entonces, en mi ciudad provinciana, antes de algún viaje a la playa con compañeras de la prepa, mi mamá me llevó a un local limpio y sencillo donde ofrecían cortes de pelo, manicures y depilación con cera. Ahí, en una cabina al lado de los lavacabezas, una muchacha de chongo apretado envolvió la orilla de mis pantaletas con un Kleenex y me pidió sujetarla para facilitar el acceso al borde del nacimiento del vello. Me echó talco, aplicó cera caliente y un paño delgado; jaló y nos contentamos con remover a lo mucho dos centímetros del contorno de mi triángulo velludo. Luego me puso Vitacilina (“Ah, qué buena medicina”). En mi recuerdo, el principio rector consistía en remover el mínimo pelo posible y seguir el trazo natural de su crecimiento. No sé en qué punto del siglo XXI las mujeres heterosexuales mexicanas abandonaron esta directriz para adoptar la norma de que el vello púbico es íntegramente indeseable, pero no me cabe duda de que el estándar se promueve y defiende a través de un mercado de comercios con grandes decoradores de interiores.
Justamente, lo primero que me asombró descubrir, entre las nuevas expectativas de aseo genital, es la alta especialización de los establecimientos a los que se acude ahora para el servicio. Si un negocio se dedicaba a enchular melenas, importaba poco en qué parte del cuerpo se requiriera el paisajismo; hoy en día, es rarísimo ir a un salón de belleza genérico para el cometido. Remover vello de la zona pudenda es una cuestión para esteticistas dedicadas exclusivamente a ese arte depilatorio en recintos como aquel en el que me encontraba en ese momento y donde jamás hallaría un lavacabezas. A pesar de que la depilación y la peluquería parecen haberse bifurcado en el mercado, ante la Secretaría de Economía continúan regidas por la misma norma y —aunque el Estado nunca ha sido sumamente hábil para regular el sector servicios— esa asimetría entre regulación y mercado justificó mi impresión de que, entre mujeres mexicanas con ingresos suficientes, la expectativa de lucir un montículo pelón se asimiló con bastante velocidad.
Me acerqué a la recepcionista y le di mi nombre. Después de buscarme en su sistema, me informó que mi cita era para un servicio llamado Hollywood Bikini Plus, una designación carente de sentido para mis oídos, profanos hasta entonces. El asombro y aprehensión deben haberse leído en mi rostro pues, de manera muy amable, sacó una libreta de papel cuadriculado dentro de la cual alguna empleada —quizás ella misma— había preparado diagramas del aspecto final del pubis de la clienta después de cada servicio. Creo que la intención era que estos fueran suficientemente conceptuales para no asustar a aquellas personas que sabían en lo que se estaban metiendo, pero desafortunadamente yo no era una de ellas y la recepcionista tuvo que despegarme las cejas del techo, no sin antes acordar que, en efecto, el servicio para el que acudía era el Hollywood Bikini (sin el Plus, que al parecer me habría dejado lisas hasta las ancas). Retrocedí a la banca de espera y me dispuse a intentar leer al menos un par de páginas en lo que esperaba mi sentencia autoinfligida.
No alcancé a leer un carajo, pues casi de inmediato salió la esteticista asignada a dejar presentable mi pellejo. Me guió hacia un cuarto con una camilla de masaje cubierta de papel de carnicero color blanco y paredes con ilustraciones igual de llamativas que las de la recepción. Señaló una banca donde podía depositar mis cachivaches y me dejó sola con la instrucción de desvestirme completamente de la cintura para abajo.
Ya para este punto me había entregado y me esforcé en no dar rienda suelta a las objeciones de enseñarle toda mi papayita a una inopinada extraña. En lo que me acerqué a la camilla para recostarme, observé que el bote de basura permanecía con la tapa abierta y, rebosante, se me presentó la evidencia de las víctimas previas de este calabozo de tortura. Cerré los ojos, me acosté y decidí que, por prudencia, la única superficie que iba a voltear a ver durante el servicio sería el techo.
Volvió a entrar la esteticista y me pidió que pusiera las piernas en posición de mariposa en lo que removía la cera. Con los ojos clavados bien arriba, abrí mis piernas en diamante y sentí los labios vulvares abrirse ligeramen-te, pero ni tiempo tuve de sentirme apenada al estar tan expuesta, pues casi de inmediato percibí la cera. Esta era distinta a las de mi adolescencia; espesa, plástica y muy caliente, para quitármela esperábamos a que se enfriara un poco la plasta, levantaba la esteticista una esquinita para asegurarse de que estuviera lista, me pedía inhalar hondo y, al exhalar, jalaba de un tirón. El dolor al arrancarse el vello púbico en bloque es exactamente el que uno imagina. Lo único que lo hace soportable es que no dura mucho y que estás pagando por el privilegio: sin duda una absoluta demencia.
Para calmar los nervios, me puse a platicar. Para mi sorpresa, pasé los siguientes veinticinco minutos teniendo una conversación encantadora con la persona que me depilaba la concha. Me sentiré profundamente apenada de no recordar su nombre por el resto de mis días (culpo a mi ansiedad por este lapsus brutus). Platicamos de todo: de por qué me estaba depilando, de los diferentes lugares en donde habíamos vivido, del tráfico, de nuestras familias, incluso de problemas sociales y de política (algo a todas luces no recomendable dadas las circunstancias, pero con el frenesí de los nervios me dejé llevar). Ya en el coche de regreso hacia mi casa, reflexioné que acaso ese había sido en realidad el servicio por el que había pagado: la vulnerabilidad absurda de enseñarle lo más íntimo de mi cuerpo a otra mujer para crear una hermandad forzada y breve, pero no menos valiosa. En una sociedad en la que las clases sociales y los individuos nos encontramos cada vez más atomizados, mostrarle mi cuchara a una persona hasta entonces extraña había sido un momento de genuina conexión, incluso con risas compartidas.
Me dejé llevar de tal modo por la plática, las bromas y la risa que nunca se me ocurrió voltear hacia abajo. Sentía claramente la remoción del vello —imposible ignorar aquellos estímulos— pero no estaba canalizando suficiente atención, ni cuento con tal agudeza táctil para construir una imagen mental de lo que iba a ser el resultado de mi primer Hollywood Bikini Wax. Así que, para mi sorpresa, cuando ella me dijo que habíamos terminado, volteé para encontrarme con que mi triángulo de vello era ahora una pista de aterrizaje que se asemejaba, de manera inquietante, al bigote de cierto némesis del orden global de principios del siglo pasado.
“Oh, Charlie Chaplin”, dijo el día siguiente, con cara de palo, mi ginecóloga, al darle un vistazo a mi mata cercenada mientras le contaba la historia, entre risas nerviosas, antes de un ultrasonido. Mi ligue fue más diplomático: “Ya crecerá”.
Imagen de portada: Egon Schiele, Mujer reclinada, 1917. Leopold Museum Vienna