Interlocutores:
CERVANTES: Ya verás, en cuanto salgamos del metro, qué de maravillas nos encontraremos al caminar por la calle que deseo mostrarte. Quisiera aprovechar, dado que estamos todavía a un par de estaciones, para decirte que esa calle es muy antigua. Corre ya en el primer mapa de la ciudad, atribuido a Cortés; ahí se ven las cuatro calzadas, las arterias que conectaban el corazón de Tenochtitlan con la tierra firme: una se enfila al norte, al Tepeyac; otra se dirige hacia donde se pone el sol, Tacuba; la tercera camina rumbo a Tlatelolco, al noroeste. La que cruzaremos llegaba a la ciudad desde el sur, la calzada de Iztapalapa. Hoy corresponde a la ancha y larga avenida Pino Suárez que desenrolla sin pausas su asfalto hasta el Zócalo, pero no siempre fue así: como muchas otras calles de México, esta estuvo cruzada en otro tiempo, de trecho en trecho, por el agua y, más que una calle, era una cadena de puentes que brincaban sobre las acequias.
GARCÍA: Pero ya vamos bajando del vagón… Aquella estructura redonda, que se alza entre la gente que corre de un andén a otro por los pasillos, es, según veo, obra de los tenochcas. ¿Cuántas estaciones de metro en el mundo albergan en su interior un sitio arqueológico? Estoy segura de que muy pocas.
CERVANTES: Tan notorio es el hecho, que el icono de la estación es justamente este adoratorio, descubierto durante los trabajos de construcción del metro. Los conquistadores debieron haberlo visto en todo su esplendor cuando pasaron por aquí en 1519. Está dedicado a Ehécatl, el dios del viento, de ahí su forma circular: los antiguos mexicanos creían que las aristas de un templo ordinario podían herir al viento en su revuelo. Supongo que a la deidad que acarrea las nubes de lluvia se le deben esa y otras muchas cortesías. Para mí, el inicio de esta calle lo indica este pequeño pero rotundo adoratorio.
GARCÍA: Sin duda, hay calles que no discurren solo horizontalmente, sino que serpentean de arriba para abajo y viceversa. ¡Cuánta mercadería y tan variada! Apenas sale uno del metro y ya se adentra en un intrincado laberinto de puestos y olores de garnacha. Es cierto lo que dicen: en el centro de esta ciudad uno puede comprar prácticamente cualquier cosa que le cruce por la imaginación. Yo añadiría que puede hacerse, además, sin pasar hambre.
CERVANTES: Y esas compras, por fortuna, se pueden realizar ordenadamente. Ya a Cortés le asombraba no solo la abundancia de mercaderes, sino el orden de los mismos. Me parece que escribió algo así:
en los dichos mercados se venden todas las cosas cuantas se hallan en toda la tierra… Cada género de mercaduría se vende en su calle sin que entremetan otra mercaduría ninguna, y en esto tienen mucha orden.
Esta calle, como ves, se especializa en zapaterías.
GARCÍA: Qué conveniente. Hace años me dijo una profesora que “la cultura también entra por los pies”. Se refería a que se puede cruzar en coche una calle todos los días y aun así no conocerla. Una calle hay que caminarla, y varias veces, a diferentes horas (una calle es tantas cuantas horas tiene el día). Hay que sentir a través de las suelas el calor de su banqueta, tropezarse con las gruesas raíces que rompen sus baldosas, sortear a sus apresurados transeúntes…
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Hernán Cortés fue huésped del tlatoani Moctezuma entre noviembre de 1519 y mayo de 1520. Curiosamente, su plácida —aunque no desprovista de tensiones— estancia en la gran Tenochtitlan coincidió exactamente con la estación seca: si el conquistador de armadura reluciente era un dios, como parece que creyeron en un inicio los mexicas, debió ser un flamígero dios de la sequía. Cortés pudo hacer, pues, su recorrido turístico de la ciudad sin preocuparse de esos chubascos súbitos que encapotan y refrescan las tardes de verano, que hacen chacualear los pasos de los peatones en busca de un refugio. De ese recorrido del conquistador surge el primer retrato en lengua española de la Ciudad de México, el cual quedó plasmado en la Segunda carta de relación, dirigida a Carlos V en 1520. En ella Cortés echa por delante las características esenciales de la ciudad, es decir, su asentamiento sobre una laguna y su entrega frenética al mercado. Agua y tianguis: casi sinónimos de esta ciudad, binomio que cifra su destino. Mientras exista en ella un mexicano preocupado por el exceso o falta de agua, o bien regateando por sus calles, existirá México-Tenochtitlan.
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CERVANTES: Cuando uno lee las líneas de esta ciudad debe fijarse, asimismo, en las oquedades, palabras que se han borrado y perdido en las numerosas reescrituras de este palimpsesto de smog, acero y tezontle.
GARCÍA: Es verdad. De tanto observarlos, estos vacíos comienzan a revelarme su memoria: ahí, una alta torre, pisos y pisos que se vienen abajo en un estruendo; más allá, dejo de ver aquella iglesia, porque empiezan a interponerse estos carteles con mujeres hermosas, charros y cowboys…1
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CERVANTES: Hoy la calle lleva el nombre de un mártir, diríase, de la democracia. Murió durante el golpe militar de Victoriano Huerta, junto a Madero, de quien era vicepresidente en la llamada Decena Trágica. La calle, como ya te decía, en otro tiempo fue la calzada de Iztapalapa. Durante la época virreinal cambiaba de nombre casi en cada cuadra, lo que quiere decir que en realidad no era una calle, sino muchas: este primer tramo, saliendo del metro, se llamaba calle del Rastro (más allá estaba el matadero de la ciudad), luego estaba la calle de la Paja, la de Porta Coeli (ahí estaba el convento del mismo nombre) y una cuadra antes del Zócalo la que llamaban calle de Flamencos.
GARCÍA: ¿De Flamencos?
CERVANTES: Sí, no estaría de más averiguar el porqué.
GARCÍA: Una calle es, ante todo, un nombre. Me acuerdo de algo que decía Octavio Paz:
una sociedad, una cultura, está fundada en dos cosas: en el orden de la arquitectura y en el orden del lenguaje.
CERVANTES: Y decía más: borrar el nombre de una calle constituye una afrenta contra la memoria de los pueblos, tan grave como destruir un antiguo y valioso edificio. Porque andamos no solo sobre el concreto de la calle, sino sobre su nombre: Tlalpan, Niño Perdido, Plateros, son nombres que nos conducen y unen a otro tiempo. Despojar a una calle del nombre que ha tenido por siglos es como arrebatarle uno de sus sentidos: deja de conducirnos hacia alguna de las esquinas de nuestro pasado.
GARCÍA: Además, deben sobrar calles en este país que se llamen Pino Suárez o Juárez o Madero. Hablando de nombres y lenguajes, quien da nombre a esta calle (y esto lo sé desde hace no mucho) fue también poeta y publicó un par de libros en los primeros años del siglo XX. Recuerdo un soneto dedicado al “Cinco de mayo” que exuda un trasnochado romanticismo. Al parecer, José María Pino Suárez fue revolucionario en la política, y en la poesía, conservador:
Pasaron Moctezuma Ilhuicamin Cuauhtémoc y Cortés con sus hazañas, la indomable ambición de las Españas, la enamorada, intrépida, Marina.
El águila de Anáhuac, peregrina, vuelve altiva a posarse en sus montañas; mas, ¡oh patria infeliz! Huestes extrañas vienen, después, a pretender tu ruina.
Oponiendo la fuerza a tu derecho, hollar quieren tu honor republicano, pero encuentran un héroe en cada pecho,
un Cuauhtémoc en cada mexicano… y al dar a Francia la lección severa, respetó el universo tu bandera.
CERVANTES: Sabes bien que, a diferencia de ti, me desagrada nuestra poesía decimonónica. En fin, qué curioso…
GARCÍA: ¿Por qué?
CERVANTES: Ya lo verás.
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Una calle no discurre solamente en el espacio: una calle transcurre, sobre todo, en el tiempo. Se camina sobre una calle para ir de un lugar a otro, pero también para partir del presente a nuestro pasado, a nuestros pasados. Y más que otras calles, a una calle la atraviesa el tiempo. Mejor dicho: es un cruce de los tiempos.
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CERVANTES. Moctezuma no pisa la calle. Mira cómo lo traen en andas. Todos en su séquito van descalzos (esto lo apuntarán todos los cronistas) mientras él avanza con pasos de oro y pedrería.
GARCÍA: Y camina sobre mantas que le van poniendo sobre la tierra. Moctezuma no conoce de veras esta calle; y Cortés no conoce los modales de los mexicanos: quiso abrazar al tlatoani y lo han parado en seco.
CERVANTES: El abrazo se lo darán, finalmente, sus descendientes al cumplirse quinientos años de este día de noviembre.
GARCÍA: Y se tomarán una selfie frente al mural de talavera que conmemora el primer encuentro. El descendiente del tlatoani declarará a la prensa algunas cosas, cuando menos, debatibles:
Tuvimos un mestizaje y nos fue mucho mejor que si hubiera venido cualquier otro pueblo de Europa; muchos otros nos hubieran exterminado.2
A mí toda la ceremonia me pareció entre ridícula e innecesaria…
CERVANTES: Estamos en el cruce de Pino Suárez y República del Salvador. Aquí puedes ver la iglesia de Jesús Nazareno, una de las más antiguas de la urbe, edificada por órdenes del conquistador. Está asociada al Hospital de Jesús, el más longevo del continente, aún en funciones. Cortés le tenía cariño a este sitio: el encuentro con el tlatoani cambió su destino (y el del mundo entero). Tanto que, de hecho, sus restos reposan al interior de esa iglesia, junto al altar mayor que mira a un coro revestido por un mural apocalíptico de José Clemente Orozco. Hace poco vi en una fotografía al grupo de expertos que determinó que estos eran, efectivamente, los restos del conquistador. Ahí estaba Cortés, sobre la plancha metálica y fría de un laboratorio: toda la avaricia, la travesía oceánica, las batallas, la gloria, el oprobio y la fama eterna reducidos a una pequeña calavera y a un montoncito de huesos que me cabrían en el cuenco de las manos.
GARCÍA: Allá, el Centro Comercial La Paja: tianguis y más tianguis (“¡Llévele, llévele! Los zapatos, las bolsas, el sombrero…”). ¿Escuchas ese hermoso canto, Cervantes? Me parece que proviene de ese bello palacio de la esquina.
CERVANTES: Te está llamando la sirena de dos colas que canta en la fuente del interior del Palacio de los Condes de Santiago de Calimaya, una de las obras maestras del arquitecto barroco Francisco Antonio de Guerrero y Torres. Hoy alberga el Museo de la Ciudad de México: supongo que, tomando en cuenta los ires y venires de esta sola calle a través de los siglos, puede contarse toda la historia de la urbe. Descendientes al fin de conquistadores, los condes hollaron con su palacio la pétrea cabeza de esta serpiente emplumada que en otro tiempo abrió las fauces en el mundo de los dioses de la lluvia y de la guerra, y hoy asoma apenas las narices y colmillos en esta esquina. La gente pasa frente a ella a las carreras, sin apenas mirarla. Pero a los condes también les llegaría su hora: ¿ves en la plaza esa figura de bronce, sedente, cubierta de caca de paloma? Es Francisco Primo de Verdad, muerto en 1808. El tiempo ya borra su memoria, como borra la dorada inscripción en la base de la escultura, sobre la que las parejas se recargan para comerse a besos:
PRECURSOR DE LA INDEPENDENCIA OFRENDÓ SU VIDA PARA SOSTENER EL PRINCIPIO DE QUE LA SOBERANÍA DE LA NACIÓN RADICA EN EL PUEBLO
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Cuando Moctezuma se encontró con Cortés sobre la calzada de Iztapalapa —calle de la Paja— avenida Pino Suárez, se cumplió una profecía, quizá la más clara de las ocho que vaticinaron la llegada de los españoles diez años antes de que esta aconteciera. Fue la séptima: unos cazadores atraparon en el lago una grulla que, sobre la cabeza, tenía un espejo; cuando Moctezuma se asomó, no vio el reflejo de su rostro, sino a unas gentes que se acercaban centelleantes bajo el sol del mediodía y “se hacían la guerra unos a otros, y los traían a cuestas unos como venados”. El tlatoani preguntó desesperado a sus adivinos: “¿No sabéis qués esto que he visto? ¡Que viene mucha gente junta!”. Pero cuando estos quisieron asomarse, espejo y grulla se desvanecieron (eso fue lo que los ancianos informantes relataron a Bernardino de Sahagún, quien lo consignó en su Historia general).
Entonces no lo sabía, pero no eran venados los que los traían a cuestas. Años después Moctezuma conocería, para su desgracia, la palabra caballo. Los que venían encima habrían de sojuzgarlo a él y a su imperio.
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CERVANTES: Aquella mole grisácea es el edificio de la Suprema Corte de Justicia. Si retrocedo un poco el reloj, ya verás, la haré desaparecer.
GARCÍA: Ya veo, este amplio solar lo ocupa ahora un mercado. ¿Estuvo siempre aquí?
CERVANTES: No, estos vendedores fueron trasladados ya en el ocaso del virreinato. No se podía caminar por la Plaza Mayor con tanto vendedor ambulante. Pero aguarda, que retrocedo el reloj un poco más. Ahí está lo que quería mostrarte: la Plaza del Volador.
GARCÍA: ¡Qué relajo! Mira el correr de los toros, la polvareda que levantan en el coso; y qué teatro de terror despliega el auto de fe del Santo Oficio, qué tristeza en los rostros de estos condenados, de puntiaguda coroza y vergonzoso sambenito. Ya gira en lo alto la flor de los indios de Papantla que, me imagino, habrá dado nombre al sitio. ¿Todo esto ocurría en este predio? Con razón a la justicia en México le quedó desde entonces un dejo de circo y de mercado. Y veo, detrás del alboroto, la antigua universidad. ¿Para aquellos estudiantes escribiste tus famosos diálogos latinos, en los que retrataste a México en 1554?
CERVANTES: En mis tiempos, la universidad estaba más allá, en la calle de Moneda. Más que retratar la ciudad, quise desplegar su proyecto: no lo que era, sino lo que debía ser. Vaticiné que
si la Nueva España ha sido célebre hasta aquí entre las demás naciones por la abundancia de plata, lo sea en lo sucesivo por la multitud de sabios.
No sé si se ha cumplido mi vaticinio. Pero ten cuidado, no vayas a caer en esa zanja: estamos en el 13 de agosto de 1790 y estos trabajadores acaban de descubrir, bajo siglos de polvo, con un horror sagrado, las víboras que brotan como chorros del tronco decapitado, la flor de abiertas manos y corazones sobre el pecho, la falda entretejida de serpientes de Coatlicue.
GARCÍA: Han pasado exactamente 269 años desde la caída de Tenochtitlan: la historia a veces nos ofrece recurrencias escalofriantes.3
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Luego de cruzarse con la madre de los dioses, Cervantes y García caminan sobre Pino Suárez flanqueados por el Palacio Nacional y el Zócalo. Les sale al paso un vagabundo, borracho o drogado, que calza unos tenis Nike sin agujetas. Viene gritando al aire. Ambos recuerdan un episodio narrado por los ancianos informantes de Sahagún. Un beodo encaró a los sacerdotes que iban a pedirle a Cortés que regresara, que no se acercara más a México:
¿Qué es lo que hacer procura Motecuhzoma? ¿Es que aun ahora no ha recobrado el seso? ¿Es que aun ahora es un infeliz miedoso?… ¿Por qué en vano habéis venido a pararos aquí? ¡Ya México no existirá más! ¡Con esto, se acabó para siempre!
Mucho se espantaron aquellos adivinos porque sabían que ese no era un borracho cualquiera, sino el mismísimo Tezcatlipoca. Aquella profecía no se cumplió del todo; por eso ahora este renegrido dios, que vuelve a cruzarse con Cervantes y García, va gritando:
¡En tanto que dure el mundo, no acabarán la fama y el nombre y la sangre y la rabia y el tianguis y la sed de México-Tenochtitlan!
Cansados, al caer la tarde, los dos caminantes se sientan en una de las bancas de la Plaza Manuel Gamio, muy cerca de las ruinas del Templo Mayor, a comerse un elote. Observan las danzas circulares de los mexicanos que, para ganarse la vida, invocan a las deidades de sus antepasados al ritmo de flautas y tambores, entre los perfumados humos del sahumerio: penachos deslizándose en el viento, coloridos torsos girando en el espacio. Sus plegarias pronto han de romper el cántaro de la lluvia.
Tenochtitlan/Muy Noble y Muy Leal Ciudad de México/D.F./CDMX, 21 de febrero de 2023.
Imagen de portada: ©Alex Webb, Algodón de azúcar en el Zócalo, Ciudad de México, 2003. Magnum Photos
Los personajes se encuentran en el actual cruce de Pino Suárez e Izazaga. Probablemente en la visión de García se hayan manifestado el Conjunto Pino Suárez, que se derrumbó a causa del sismo de 1985, y el Cine Rialto (antes Granat), uno de los más antiguos de la ciudad, inaugurado en 1918 frente al templo de San Miguel, que permanece en pie. En dicho templo, cabe mencionar, está enterrado Alonso de Villaseca, próspero minero, primo de nuestro Cervantes y principal responsable de que este, hace ya varios siglos, cruzara el Atlántico para instalarse definitivamente en la Nueva España. Por eso el humanista se persigna, con particular devoción, cada que pasa por esta iglesia. ↩
Ver “Descendientes de Moctezuma y Cortés se abrazan a 500 años de la conquista”, Los Angeles Times, publicado el 8 de noviembre de 2019. Disponible aquí [N. de los E.] ↩
Si el lector no teme morir atropellado, puede buscar, frente a la Suprema Corte y en medio de la avenida Pino Suárez, una dorada placa, pisada una y otra vez por las llantas de los coches. La placa reza: “El 13 de agosto de 1790 fue encontrada en este lugar la escultura de la COATLICUE, Madre de los Dioses. 200 años de la arqueología mexicana”. Cervantes y García no lo mencionan, pero a unos pasos, en las faldas del Templo Mayor, se descubrió en 1978 otra diosa desmembrada, la Coyolxauhqui. ↩