Nunca había tenido tanto dinero en mi cuenta.
A la hora de reservar, pago todo de una vez.
Y aquí estamos, en esta casa aislada con vista al mar, en la parte más salvaje de la Toscana.
Vacacionando por primera vez como adultos, sin escatimar en gastos. Tú, yo, nuestros dos perros. En este pequeño chalé con ventanales enormes en lugar de paredes, escondido entre los árboles y las rocas, rodeado de más árboles y más rocas, entre los pinares y las colinas de Maremma.
Delante de nosotros, el agua y el cielo se encienden y van cambiando con el sol.
La límpida quietud del alba, la exaltación deslumbrante del mediodía, la brisa rosada y anaranjada al final del día. Silencio y aves, viento y cigarras, los sentidos se sorprenden al poder acomodarse en algo que no tiene la ciudad. Ya imagino los aperitivos y las cenas sobre esta gran mesa de madera en medio del jardín, frente a las islas del archipiélago: Giannutri, Giglio. Me imagino leyendo por horas, enroscados en estos camastros, a la sombra de las ramas o bajo la luna.
Les mandamos las fotos a nuestras amistades por WhatsApp, para que nos envidien.
Fue una buena elección, admiren la suerte que nos tocó.
Tomas y paisajes perfectos para Instagram. Dos semanas de luz y calor, lejos de todo. Así es como se veranea cuando tienes la posibilidad de imitar, por un breve periodo, la norma burguesa.
Estamos a media hora en coche del único poblado de la zona: incluso para ir a la playa hay que escoger destinos y trayectos, como exploradores incapaces pero felices sobre este promontorio de los mil tesoros. Caletas, lagunas, arrecifes. Cuando yo era niño, en la casa de mis abuelos paternos, veía las diapositivas y los videos de sus vacaciones en el monte Argentario, en los años setenta, y ese nombre reverberaba en las imágenes de agua y alegría en bañador. Una tierra de argento, el lugar donde el mar brilla como una joya. Desde el último piso del edificio a las afueras de Milán, la imaginación volaba hacia ese lugar que, en su distancia inasible, resultaba exótico y perdido allá en algún lugar del tiempo. Y justo aquí acabé, acabamos. Tú y yo, diez días que empiezan hoy y que serían como un pequeño cuento de hadas, si tan solo tú no estuvieras cada vez peor.
A veces, en la noche, tu frente arde. Desde mayo es así.
Te cansas demasiado en el trabajo, ¿cuándo dejarás los cigarros?
La primera vez pasó al final de un día en que estuviste en una sesión de fotos al aire libre; pudo haber sido una insolación. De no ser porque, poco a poco, el episodio aislado se volvió crónico. La fiebre, baja pero obstinada, nos sigue hasta en esta casita con vista al mar, y no solo ella. Las muchas excursiones que podríamos hacer, a bahías y pueblitos donde nacieron escritores famosos, son reemplazadas por largas siestas. En la mañana te levantas a la hora de comer y cansadísimo; por la tarde la siesta nunca acaba. Con el paso de los días, llega a extenderse hasta la hora de cenar: ¿y si sigo durmiendo?, susurras.
En tu cuerpo, frente a mí, aumentan los signos.
Lo blanco de tus ojos ya no es blanco: en un principio culpo al viento, a la sal, a la única vez que nos metimos al agua desde que llegamos. En todo caso, son verdes y delicados: uno de los primeros regalos que te hice, cuando nos conocimos, fueron unas gotas costosas para protegerlos en primavera. Pero este rubor que estropea la parte de ti que me enamoró ya no quiere irse; al contrario, se intensifica. Los analizo cada vez que puedo, con exámenes furtivos y culpables, comparando el uno con el otro, y preguntándome si no se veían siempre así, cada tanto. ¿Es una nueva alteración o mi distracción habitual? No sé si hacértelo notar o si ya te diste cuenta. Tal vez en el espejo del baño o con la cámara del celular, antes de tomarte una selfie.
Además, están las venas.
Aquellas en relieve sobre las sienes, perennemente, como después de correr o tras mantener demasiado tiempo una posición invertida de yoga. ¿Será que algo está mal en tu sistema circulatorio? ¿Los indicios desatendidos de un ictus inminente? Prefieres actuar como si nada, y yo te sigo la corriente. Somos cómplices en esta remoción cotidiana. A lo sumo, de vez en cuando deslizas algo que suena a promesa: cuando regresemos, en septiembre, iré al médico y me haré estudios.
Pero ni siquiera tienes un doctor.
Quienes, como tú, no tienen la ciudadanía italiana, deben renovar a su médico de cabecera cada año. Y ya ni recuerdo hace cuánto que no lo haces. Iré con uno privado, planeas para tranquilizarme: terminando las vacaciones agendaré una cita en el centro al que fui para quitarme ese lunar tan molesto que tenía en el pubis; así sabremos qué tengo. Cuantos más días pasan, más temo que en septiembre sea demasiado tarde.
Un par de días después de nuestra llegada, le toca al estómago.
Un dolor fluctuante que no consigues localizar con precisión y que, como todo lo demás, intentamos adjudicar a causas ordinarias y controlables. El alcohol, el café, una vez más los cigarros.
Te propongo comer mejor, una dieta blanca. Pasta con aceite, arroz, basta ya de porquerías.
Pero el cuerpo es más rápido que nuestros buenos propósitos. Deglutir resulta difícil, hasta el agua empieza a molestarte. Lo veo aunque tú evites nombrarlo, buscando así que no se vuelva demasiado real. Te comes dos bocados de fusilli y alejas el plato afirmando que no tienes hambre. El miedo se me sube a la cabeza ataviado con una armadura y te digo, con un tono demasiado firme, que eso no es posible. No puedes comer tan poco. Si la situación no mejora, insisto, basta: nos regresamos a Milán. Te levantas de golpe y sales a fumar. El punto rojo del cigarro bajo la multitud de puntitos blancos y azules de las estrellas. Mientras, yo sigo delante de toda esta pasta, que ya ni a mí se me antoja.
Me alegro cuando comes, poco a poco, aunque sea una rebanada de pan de caja.
Lo bastante suave como para deshacerse gracias a los numerosos sorbitos con los que logras vencerla.
Cada comida se convierte en un oráculo, una adivinación inquietante. La prueba de fuego que me dice, nos dice, qué está pasando. Un ejercicio que ya no es natural, sino artificial, mecánico. Es más, una medida sanitaria. Tres, cuatro, seis días, adelgazas visiblemente.
Te alegras de eso, durante la cuarentena habías ganado unos kilitos. En mi fuero interno también le doy la bienvenida a este nuevo cambio en tu anatomía: ha vuelto el chico de veinte años que conocí cuando estudiaba en la universidad, su cuerpo largo y descoordinado que parecía salido de un dibujo de Egon Schiele. Articulaciones sutiles, apéndices que se enfatizan. Un dibujo animado, un monito debilucho. Me pides que te tome fotos en traje de baño, un día en que la fiebre y el cansancio parecen dejarte respirar un poco. En slip negro, tras la ducha en la parte trasera del chalé, imitas la pose de la niña con el perro en la vieja publicidad del bronceador Coppertone.
Estás guapísimo, como siempre, pero con un par de kilos menos y el problema será obvio.
Ya se te caen los pantalones; tienes que sujetarlos con seguros. Y bajo las camisas desapareces con una elegancia espectral que me sorprendo admirando. Es normal adelgazar un poco en verano, y me gusta sentirte en la cama acurrucado contra mi cuerpo como el posadolescente al que decidí dedicar mi vida. Pero si, como resulta cada vez más evidente, este no es un punto sino una curva, un descenso, yo soy el culpable. Mi deseo reavivado por un cuerpo que se está consumiendo.
Es lunes: tras casi una hora en coche estamos en Grosseto, la ciudad más cercana, en el restaurante al que quería venir desde el primer día. Me complaciste, a pesar de que no tenías ganas.
Noto que en la comisura de tu boca apareció una mancha. Pequeña y blanca; tal vez sean dos. Al principio me pareció saliva seca. Hace cuánto la tienes, te pregunto. Sepa, es la respuesta con la que te proteges de mis preguntas cada vez más insistentes. Cómo que sepa, rebato. No sé, no estés chingando, gritas, haciendo que volteen a vernos las señoras de las mesas de al lado: te dije que ya veremos de regreso.
Como buen hijo de la Europa oriental, amas los dulces de forma compulsiva; por eso, cuando te calmas, te convenzo de pedir la sachertorte, aunque dejaste en el plato casi todo lo que te trajo el mesero. La rebanada es diminuta al lado de la flama de nata vegetal, pero aun así solo comes la mitad. El resto me lo acabo yo, en un silencio que sabe a derrota. Nunca te había visto renunciar a un postre.
Volvamos al coche, dices. Y la caminata entre los pórticos y las tiendas —con marcas que yo confinaba a los noventa— tiene que realizarse con una serie de pausas. Me contagias tu letargo, ya quiero que esto acabe.
Hace demasiado calor, vamos allá, hay más sombra.
Y después: ¿te parece si nos sentamos un rato?
Manejar te cuesta demasiado, me dices que ya no quieres salir de la casa.
Trato de hallar una relación entre las acciones y reacciones del cuerpo, entender qué te produce qué.
Qué actividades te agotan y cuáles te reconfortan, cuáles alivian y cuáles agudizan, vagando al azar entre supersticiones y rituales capaces de trazar a nuestro alrededor una burbuja protectora. Sanador con el único superpoder de la angustia. Entonces me dedico a los rezos: bajo la ducha o por la mañana, en el jardín, antes de que abras los ojos, me dirijo a la presencia más alta, y le propongo trueques. Si haces que mejore, puedes suspender mi carrera. Ni siquiera sé si quiero escribir, si realmente me siento escritor. Tuve tantas supuestas vocaciones en mi vida: me dedicaré a otra cosa. Me imagino ante la elección, mi corazón en una encrucijada: él o los perros. Intento negociar: la salud de mi novio y los perros vivos solo un año más.
Pero está claro que todo eso no puede disolverse así de repente.
Contemplo la posibilidad de una somatización por estrés: un géminis voluble como yo, incapaz de sostener cualquier forma de presión prolongada, siempre encontró fascinante tu temple de capricornio, el signo de Saturno, que te hace quedarte y seguir persiguiendo un objetivo, un proyecto, aun cuando parezca que ya superaste con creces el límite. A pesar de los berrinches de los clientes o de tus jefes, del desperdicio de tiempo y energías, de la mala educación y el oportunismo. Enfurecerse pero quedarse, no poder más pero seguir cumpliendo. He aquí los resultados de un organismo que no se protege, me digo. Un cuerpo que sabe llegar hasta el final.
Cada tanto procuro mitigar la frustración: no hace falta que comas todo junto, te tranquilizo, come de a poco, cuando tengas ganas. Celebro cada puñado de almendras que veo desaparecer en tu boca. Me hiere la noche en que no quieres ni un poquito de ensalada.
Regulo mi apetito de acuerdo al tuyo. Lleno poco mi plato para que sea menos espantosa la diferencia entre un ser vivo que funciona y uno que ya dejó de hacerlo. Luego, a escondidas, me recupero: mientras duermes, me deslizo hacia la cocina y como, lo más rápido que puedo, puñados de galletas y trozos de chocolate. Odiosos, porque desenmascaran la puesta en escena, recomponen el rompecabezas de la verdad.
Entonces, improviso prescripciones: por lo menos bebe, procura beber.
Y compro, en el único supermercado de la zona, las bebidas más calóricas que se me ocurren. Y que puntualmente se quedan en el refrigerador. El jugo de naranja te produce acidez, con el té frío sí puedes, pero luego ni con ese.
Los hilos de mi humor son maniobrados por los objetos de esta casa rentada por doscientos euros al día: verte dormir con o sin cobija (hace treinta y cinco grados), verte buscar el termómetro u olvidarte de él toda una tarde, toparme con una caja de dulces inesperadamente abierta detrás de las puertas de un mueble de la cocina. Es a los objetos a los que les pregunto cómo estás, ya que tú sigues evadiendo el tema.
Los perros tampoco ayudan, les encantan las horas en la cama, con la tibieza intensificada por la anomalía térmica que te debilita. Cuanto más duermes, más duermen ellos; en cierta medida, los acuso de estar del lado de tu disfunción.
La última noche antes de regresarnos, con las maletas ya subidas al carro, me preparo para alcanzarte en la cama y la luna ilumina la pequeña masa sutil y larga de tu cuerpo bajo la sábana. Una capa mágica, o bien, un sudario. Me acuesto a tu lado, y no sé a cuál arroyuelo de la imaginación abandonarme en este tiempo, que parece haberse detenido.
Julio, agosto, septiembre.
Octubre, noviembre, diciembre.
Enero, febrero, marzo.
Ha pasado casi un año, y estoy otra vez en ese cuarto en la Toscana.
En esa casa en la que nunca viví de verdad, en aquella costa de pinares y colinas en las que no estuvimos más que como contingencia exterior, accidente material. La atención totalmente arrebatada, odié estar en aquel chalé costoso y aislado.
Ahora que estás bien, que la terapia te devolvió a la vida, escribo esta historia por primera vez, aprovechando que irá a esconderse entre las palabras de otro idioma. Me pediste que no la cuente en italiano, para que tus papás no se preocupen.
Casi nunca aprendemos nada: también para mí empezó todo con la fiebre.
En nuestros viajes en coche, en esas vacaciones convertidas en otra cosa, siempre escuchábamos una canción que había salido por esa época y que era todo un éxito. El estribillo, que cantábamos a voz en cuello sin pensar en los altibajos del cansancio y la esperanza, decía: y es que no me importa/ en todo caso lo pensamos mañana/ y si nace un problema luego pasará/ como un coche en la autopista del Sol / en la noche.
Y ahora que estamos aquí en nuestra casa, y mientras cocinamos la comida o la cena en esto que su propietario llama loft cuando en realidad es un estudio con un altillo, Alexa nos sorprende poniéndola y aún la cantamos. Exactamente como sobre aquellas curvas, entre los matorrales y las rocas blancas, con la pared del mar frente a nosotros, el resplandor de las olas, y tú que me preguntas si puedo prestarte mis lentes de sol porque la luz del verano que no logramos vivir —solo un sueño de las personas que ya no podíamos ser— afecta demasiado a tus ojos enrojecidos.
Imagen de portada: Filippo Balbi, Testa anatomica, 1854. Wellcome Collection