Dentro de la abadía del Paraclet, en Champaña, las paredes vibraban con música sacra. El vientre de Eloísa, la abadesa, percibía las ondas acústicas que tienden a la divinidad; las sentían también sus manos ya maduras, sus ojos despiertos que décadas antes vieron su vida trastocada luego de una historia de amor trágico que voló en forma de trova y la obligó a tomar el hábito. Nacida quizás en 1090, Eloísa alcanzó una fama que se extendía por todo el reino: sabía griego, hebreo y latín, gramática, literatura y teología, situación completamente anómala entre las mujeres de la época. Los orígenes de su familia son desconocidos. Su madre se llamaba Hersenda y parece haber sido cofundadora de la abadía de Fontevraud-l’Abbaye y primera priora. Eloísa creció entre las monjas de Argenteuil y recibió educación en las artes liberales desde pequeña. La adolescente pidió también aprender teología y, cuando finalmente terminó bajo el cuidado de su tío Fulberto, éste le siguió procurando la mejor educación posible. Fue así, entre los murmullos acerca de la sabiduría de la joven, que el insigne filósofo Pedro Abelardo por primera vez escuchó de ella. Antes de que la saeta roja de Cupido partiera su vida en 1116, Abelardo ya había fraguado una estrategia para seducir a Eloísa. Estaba seguro de que podría conseguir su cometido, puesto que era un famoso, guapo y reconocido trovador. Se acercó a Fulberto y, entre charlas sobre una pensión para el filósofo, éste terminó por designarle la educación de su sobrina. La chica estaba a la mitad de sus veintes y él en sus treintas. Las palabras de Abelardo se entretejen con la historia de la seducción en su autobiografía en forma de epístola que lleva, significativamente, el título de Historia de mis desventuras (Historia Calamitatum): una vez que ya era su maestro, las manos de Abelardo se alejaron cada vez más de los textos y se instalaron en los senos de la joven. Tutor y discípula se unieron, desde la clandestinidad, en un estado de enamoramiento que les impedía realizar bien cualquier otra labor. Como era de esperarse en una pasión de tal desenfreno, Fulberto los descubrió. Después de ser expulsado de la casa, Abelardo raptó a una Eloísa embarazada para que diera a luz en casa de su hermana. El niño, Astrolabio, nació con Denyse, quien se quedó con él. No parece que Eloísa se haya interesado mucho por ser madre y no hay registros de que haya tenido demasiada convivencia con Astrolabio, aunque después de la muerte de Abelardo pugnó por conseguirle un lugar en Cluny. Luego de esto, los hilos de esta trama se tensan cada vez más. Abelardo promete a Fulberto que se casará con Eloísa para evitar la deshonra del canónigo, siempre y cuando se trate de un matrimonio secreto. El único problema: Eloísa no quiere casarse. Sus motivos los expone de mil maneras: argumenta con teología, filosofía, Sagradas Escrituras y clásicos. Abelardo afirma que ella se rehúsa porque el matrimonio sería la ruina del filósofo. Pero no es sólo eso. Eloísa profundizará en una de sus cartas:
El nombre de esposa parece ser más santo y más vinculante, pero para mí la palabra más dulce es la de amiga y, si no te molesta, la de concubina o meretriz… dejaste en el tintero la mayoría de los argumentos que yo te di y en los que prefería el amor al matrimonio y la libertad al vínculo conyugal.1
El matrimonio es transacción económica. Las palabras de Eloísa se enmarcan más en los parámetros del amor romántico que en los de los estrechos límites del casamiento de la época, que era una institución rígida y basada en cuestiones meramente materiales. La simple mención a una “meretriz”, una puta, señala una aspiración a un lazo anómalo, mal visto. Eloísa elige la libertad. ¿La libertad de ella o de él? Es aquí donde se hace presente una de las más grandes disyuntivas acerca de Eloísa, de su agencia o sumisión.
Se casan. El matrimonio se suponía secreto, pero Fulberto lo hace público y, después de que golpea a Eloísa por sus reiteradas desobediencias, ella se refugia en la abadía de Argenteuil. Parece ser que en ese punto Abelardo decide que siempre sí, que la vida matrimonial es demasiado, y pretende obligar a Eloísa a tomar el hábito. Ése es el momento irreversible:
Cuando se enteraron su tío, sus familiares y amigos, juzgaron que ahora mi engaño era completo, pues, hecha ella monja, me quedaba libre. Por lo cual, sumamente enojados, se conjuraron contra mí. Cierta noche, cuando yo me encontraba descansando y durmiendo en una habitación secreta de mi posada, me castigaron con una cruelísima e incalificable venganza… Así me amputaron aquellas partes de mi cuerpo con las que había cometido el mal que lamentaba.
Eloísa termina por tomar el hábito. Se dice que cuando se internó para siempre en la vida monástica, cuando abrazó el velo y cruzó el umbral del convento de Argenteuil, de su boca salió un fragmento del monólogo que Lucano puso en labios de la romana Lucrecia previo al suicidio. Así Eloísa, después del momento en que, según la tradición, deshonró a dos amantes, se destina al suicidio simbólico del convento, alejada para siempre de la vida secular. Nunca dejará de reprocharle a Abelardo que la obligara a tal renuncia. A la vez, en el mismo tono que veremos en las cartas, se enviste como una especie de heroína trágica. Las nociones de la mujer como el origen del mal predominantes en la época las expone el mismo Abelardo cuando en una conversación con Fulberto le dice que las mujeres son una tentación y un pecado. Así, entre los tópicos clásicos y cristianos, que Eloísa conocía de sobra, se consigna de lleno a la cristiandad; aunque, según dice ella, sólo para servirle a Abelardo, que no a Dios:
El amor me llevó a tal locura, que me arrebató lo que más quería y sin esperanza de recuperarlo, pues obedeciendo al instante tu mandato, cambié mi hábito junto con mi pensamiento. Quería demostrarte con ello que tú eras el único dueño de mi cuerpo y de mi voluntad.
Desde los mismos encabezados, la postura de la abadesa sigue siendo la del amor; las respuestas de Abelardo son, en cambio, la frialdad y el alejamiento. Vienen ahí los reproches por el abandono:
¿Por qué —después de mi entrada en religión, que tú decidiste por mí— he caído en tanto desprecio y olvido por tu parte, que ni siquiera te dignas dirigirme una palabra de aliento cuando estás presente, ni una carta de consuelo en tu ausencia?
Hay, sin embargo, una fuerza en las palabras de Eloísa de la que la indolencia de Abelardo carece, una especie de desafío tanto a las convenciones externas como a la postura misma del pensador, a quien cuestiona a la par que ruega y alaba. La pluma de Eloísa es apasionada y baila al ritmo de las Heroidas de Ovidio, cartas de amor escritas por personajes mitológicos a sus amados. Entre líneas, en medio de toda esa sumisión, resuena el orgullo. El pensamiento. La filosofía. ¿Por qué no ponerle a ella también el epíteto de filósofa? Aun sin vocación, Eloísa es nombrada priora. La historia da un vuelco y la priora resulta ser una administradora excepcional. Cuando Eloísa y sus hermanas son expulsadas del monasterio por un enemigo de Abelardo, éste le ofrece fundar una abadía en Champaña. En condiciones muy adversas, entre pobreza y oposición, termina por cofundar el Paraclet, a pesar de que en el papel la gloria le corresponde a él. Por primera vez se trata de una orden monástica femenina, en la que la música sacra y la erudición son centrales. Es una gran escuela que imparte una educación a la altura de su priora. En 1135, Eloísa se convierte en la segunda mujer en recibir el título de abadesa. Enfermo de la piel y de escorbuto, Abelardo muere en 1142 y Eloísa gestiona, en secreto con Pedro el Venerable, que transporten el cuerpo a Paraclet, donde pidió ser enterrado. Una elegía funeraria se atribuye a la abadesa. Eloísa expande su orden a otros cinco recintos y sigue siendo solicitada por nobles y religiosos en busca de consejo hasta el final de sus días, en 1164. El Paraclet continuará siendo uno de los mayores centros de música sacra y educación para mujeres durante toda la vida de la abadesa y años después. La recepción del personaje en nuestro tiempo ha sido extremosa. Desde ciertas lecturas feministas se vio a Eloísa como una heroína emancipada; desde otra perspectiva, como una mujer sumisa, totalmente a expensas de su eterno maestro. Las cosas no son tan sencillas. Eloísa nunca deja de ser esposa de Abelardo ni de buscar su compañía, ya fuera material o espiritual. Las cartas que pasaron a la historia provienen de cuando tenía cerca de cuarenta años. En ellas, la ética y la teología confluyen en el mismo caudal que los temas amorosos. No trata de ocultar su deseo, su dolor o su nostalgia; pero, a partir de la tercera carta, el tono pasional se apaga a petición de Abelardo y los tópicos se vuelcan hacia la religiosidad. Aunque algunos en su época quisieron que fuera más similar a Hildegarda von Bingen, mujer mística y entregada al abandono sacro de la música, Eloísa tenía un temple distinto, más aferrado al mundo terrenal, a las sensaciones de la piel. Era, como demuestran sus acciones, práctica. También existe el rumor entre líneas de los tratados perdidos, de las obras que nadie copió. Quedará siempre la incógnita de qué tanto tomó Abelardo de ella para sus propias obras de ética; parece ser, por las mismas cartas, que fue más de una cosa. De alguna manera precaria, los dos esposos fueron detonantes la una para el otro, el uno para la otra; pero, como cada vez en estos casos, siempre con Abelardo al frente, en la perversa ironía del patriarcado que a la vez supedita a las mujeres a un hombre y luego les dice que pudieron haber hecho más. Al escribir la historia de la abadesa, la tentación primera es evocar el fatal y amado nombre, como Alexander Pope lo llamó. Eloísa y Abelardo, los amantes y sus cartas, el amor que no pudo ser, la tragedia. Al igual que en el caso de Nellie Campobello, cuya muerte escandalosa a menudo deslumbra tanto como un incendio que desvía la atención de todo lo demás, parecería que Eloísa vivió un momento y sólo uno: el romance con su maestro Pedro Abelardo. La individualidad de la abadesa suele diluirse entre esas imágenes. Eloísa no es una figura mítica e inalcanzable: fue una de las primeras mujeres de letras de las que tenemos registro, sí, pero sobre todo una mujer de carne y hueso cuya vida entera estuvo en el vaivén. Su decisión, de acuerdo con lo que la época permitía, con un ideal de amor romántico, fue atarse a Abelardo en una trenza a veces laxa, a veces asfixiante. Al final, los esposos reposaron en la misma tumba y la historia se decidió, en tanto, a olvidar cualquier cosa que no fueran la abnegación y la tragedia.
Imagen de portada: Charles Durupt, Héloïse et Abelard, ca. 1837 CC
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Todas las traducciones que utilizo son de Pedro R. Santidrián, edición de Cátedra, Cartas de Abelardo y Eloísa, Madrid, 2002. ↩