Es posible que pronto se empiece a hablar de un “boom” de libros escritos desde la paternidad. De Umbilical (2022), de Andrés Neuman, a Lengua paterna, el próximo libro de Alejandro Zambra, todos los meses llegan a las librerías estos relatos híbridos que mezclan narración con ensayo personal y que parecen ser el lado B o la respuesta a ese otro “fenómeno” de estos años que fueron los libros sobre maternidad o incluso de antimaternidad. En esta serie se podría inscribir Un hijo cualquiera (2022), de Eduardo Halfon, si no fuera porque ningún libro de Halfon se puede leer de manera aislada: como con Annie Ernaux, los suyos son pequeños episodios de una obra completa donde está su vida, los muchos lugares por los que pasó, los libros que leyó, los hitos políticos y sociales que atravesaron su tiempo, y ahora su hijo Leo, que entró a sus relatos como un personaje entrañable que llegó para quedarse.
Un hijo cualquiera _está hecho con textos de distinto tamaño, tono y alcance. ¿Pensabas en un libro a medida que los escribías?
Nunca lo hago. No tengo mentalidad de libro a la hora de escribir, sino mentalidad de cuento. En general, empiezo a trabajar en un texto que no sé si será muy largo, muy corto, o no será nada; solo concentrado en ese texto aislado. En este libro hay varios escritos por encargo, algunos en inglés que luego traduje. El hijo es el disparador y también el hilo del conjunto. A veces incluso escribí relatos con él en casa, así que, de todas las maneras posibles, él estaba en el libro.
Entonces tampoco tenés en la cabeza libros que quieras escribir a futuro, una carpeta mental con dos o tres proyectos que serán los siguientes.
¡Ojalá! No, el libro se me impone luego de estar trabajándolo mucho tiempo sin saber que será un libro. De pronto veo que hay pequeños relatos que van juntos. Me sucedió con Canción (2021) y también con Duelo (2017). Ahora estoy en medio de otro proyecto que no sé qué va a ser, pero si das un paso para atrás y miras de más lejos, todos mis libros van formando uno solo. Sin proponérmelo, son como capítulos de una obra total. Muchos de ellos, luego en traducción, se publican juntos. Ese otro narrador, ese otro Eduardo Halfon, va arrastrando sus mismos temas y sus mismos miedos de un libro a otro.
En la medida en que escribís episodios de tu vida, ¿no te da temor quedarte sin tema, haber usado ya todas las experiencias de tu pasado?
Lo pienso, pero siempre aparece otra cosa. Además, por más que mis libros parezcan autobiografías, son ficción. Toda literatura es ficción. Empiezo con un dato muy íntimo, muy autobiográfico, pero luego me voy hacia la ficción. Las anécdotas son trampolines fáciles de encontrar, porque no necesitas que en ese disparador esté contenido todo el texto. Si no fuera así, tendría que escribir ciencia ficción o policiales: algo que sea más sencillo de vender o de explicar.
Lo que hacés, efectivamente, es un híbrido, que es algo que hoy se hace bastante en la literatura en lengua castellana: una mezcla de ensayo, narración, autobiografía y testimonio.
Tal vez crónica sea la palabra que usamos los latinoamericanos para ese híbrido. Es lo que Juan Villoro llama “el ornitorrinco de la literatura”. En nuestros países aceptamos muy fácilmente este híbrido. En Estados Unidos o en Alemania les cuesta, es todo más esquemático, quieren saber si es cuento o novela. Necesitan saberlo. En Francia ni siquiera es un tema: lo leen como literatura y punto.
Además de la paternidad, otro hilo de este libro son los viajes, los lugares: Iowa, París, Bruselas. ¿A qué se debe esta inclinación geográfica?
En todos mis libros ocurre. Canción empieza en Tokio, Monasterio (2014) en Jerusalén, Duelo va desde Berlín a Polonia y Nueva York. Creo que esta tendencia tiene una razón: como no tengo una ciudad propia, no tengo un Buenos Aires, no tengo un Dublín como Joyce, hago de cualquier lugar mi ciudad literaria. Casi que voy por la vida buscando escenarios para mi literatura. Tiene que ver con la carencia de una ciudad propia, esta especie de diáspora en la que crecí. Es muy judío eso, además.
¿Cada vez que te mudas de ciudad te cuesta adaptarte o es sencillo?
Era algo mucho más natural antes del nacimiento de mi hijo. Te ibas y listo. Desde que nació Leo ya me cuesta la logística —hay que encontrar colegio nuevo, mover sus juguetes— pero también lo otro: me cuesta pensar que le estoy heredando esta forma de vida. Él no pidió vivir flotando por el mundo. Nació en Nebraska, pasó su segundo año en Iowa, su tercer año en París, su cuarto año en el sur de Francia, su quinto año lo vivió en Berlín. Habla cuatro idiomas, ¿pero a costa de qué?
¿Y cuando tienes que quedarte por un rato en un mismo sitio qué sucede? ¿Cómo pasaste los meses del confinamiento en París, por ejemplo?
Fue surreal. Llevábamos cuatro meses en París con una beca; vivir ahí es como habitar un museo, lo que ya es de por sí algo surreal. Y de la noche a la mañana nos encierran a todos y París se vacía. Quedamos en una ciudad vacía. Sentimos mucho desasosiego, porque estábamos, además, en un lugar donde no conocíamos a nadie, ni un médico, ni un amigo. Mi hijo tenía tres años y usaba el apartamento como un parque. Fue una época difícil como escritor: no tenía tiempo ni ganas. Lo importante era que nuestro hijo estuviera bien. Cuando se abrió la ciudad terminó mi beca, así que nos teníamos que ir. El aeropuerto de Guatemala estuvo cerrado seis meses, no podíamos volver. De modo que nos mudamos al sur de Francia, a un pueblo muy pequeño donde vive mi hermano, y pasamos un año allá. Fue una maravilla. Vivir en un pueblo durante la pandemia era mucho más fácil, caminábamos por la montaña, el colegio no cerró. Estando allí salió una invitación para ir a Berlín, y acá estamos ahora.
Veo que mencionás Guatemala como un lugar de regreso, y ya no sé si es un lugar real o imaginario de regreso.
Ambas. Tenemos un pequeño piso, así que mi hijo sabe que ahí tiene su casa si algo ocurre, si las cosas se ponen difíciles. Pero Guatemala es un lugar del que huyo todo el tiempo; es un lugar difícil, violento. No es un lugar donde querramos volver a vivir, salvo que fuese absolutamente necesario.
Ya tenés muchos libros escritos. ¿Sentís que acumulaste algún tipo de experiencia o siempre se está escribiendo de cero?
Siento que empiezo de cero cada mañana. Me cuesta arrancar. Me cuesta vencer una especie de resistencia. Es más fácil ponerme a tontear, ponerme a mirar el correo, leer. Es algo que tengo que vencer a diario. Me paso dos o tres horas haciendo nada y de pronto surge una frase y empiezo. Por eso es muy difícil juzgar el resultado de un escritor.
¿Te gusta corregir?
No sé si lo disfruto, pero creo que es la parte más importante del trabajo. Quizás haya una especie de placer lingüístico cuando encuentras la palabra, el ritmo de un párrafo. Yo escribo los primeros borradores muy rápido, pero después paso años dándoles vueltas.
¿Sos más de sustraer o de agregar?
Más de sustraer verborrea, pero a veces agrego escenas adicionales, sobre todo cuando me doy cuenta de que falta un puente o un lazo entre dos partes. Tiendo a la economía, mi trabajo es como el de un ingeniero, como destilar un relato hasta lo mínimo. No quiero hacerle perder el tiempo al lector. Le quiero dar solo lo esencial.
El primer texto de Un hijo cualquiera es un relato sobre la circuncisión y tiene momentos hilarantes, en la tradición del humor judío. ¿Cómo pensás el humor en tu literatura?
No me percato de que lo estoy haciendo. No es una decisión intencional, me sale así. Y creo que es porque para un judío coexisten el humor y la tragedia. Me imagino perfectamente a un judío en Auschwitz haciendo chistes sobre los nazis. Cuando estoy escribiendo, generalmente recurro al humor en los momentos más oscuros. Cuanto más pesada o solemne es una situación, mi instinto recurre naturalmente al humor como una vía de escape. Es un tipo de humor de Europa del Este que luego llegó a Estados Unidos con Woody Allen y Philip Roth.
¿Hay algo o alguien sobre lo que no te animes a escribir o prefieras no hacerlo?
En teoría, no. De hecho, tiendo a escribir sobre lo prohibido; si alguien me prohíbe escribir sobre algo, es lo primero que hago. Pero sí me he dado cuenta de que mi pareja no aparece. Llevo veinte años con la madre de mi hijo, pero no aparece. No sé si es por protegerla a ella o por mantener su privacidad. De hecho, he escrito sobre la familia de ella, pero no sobre ella.
Ahora que tenés un hijo, me preguntaba si este libro, los futuros, y de algún modo los anteriores, lo contemplan a él como un lector posible, y si eso puede llegar a cambiar algo de tu escritura, saber que tu hijo algún día podría leerte.
No. Yo sé que la va a leer en algún momento, pero no lo pienso mientras la estoy escribiendo. Lo que sí te puedo decir es que él está en lo que me encuentro escribiendo ahora, y que mi mundo ya es inevitablemente con él. Ya es inhabitable sin él. Ya no imagino mi vida sin mi hijo, y mi vida es mi obra, así que no puedo pensar mi escritura sin su presencia. Pero hay un antecedente a tu pregunta. En mi libro Biblioteca bizarra (2018) hay una crónica en segunda persona a Leo, una carta a mi hijo durante el embarazo. Es un texto que empieza diciendo que yo no quería ser su padre. Yo estaba absolutamente convencido de que no quería tener hijos y el embarazo llegó de sorpresa. Le escribí esta carta sabiendo que él un día la iba a leer. Es como me sentía, y no podía censurar esa parte de mí, que fue tan importante en aceptar mi rol de padre. Es la única vez que la literatura me ha sido útil. Antes de eso yo no podía dormir; mi nivel de ansiedad era muy grande, sabía del cambio dramático que se me venía, lo que implicaba tener un hijo; estaba nervioso, ansioso, hasta que una mañana comencé a hablarle a Leo y me calmé de a poco. Me fui convirtiendo en padre mientras escribía ese texto. Fue como si me estuviese desahogando. No me ha vuelto a pasar algo así con la literatura.
Imagen de portada: Franz von Lenbach, Un pastorcillo, 1860