La primera vez que mi padre pasó la mano por la piel de mi madre —la piel del rostro, la piel de las piernas, la piel de entre las piernas, la piel de los brazos, la piel bajo los brazos, la piel de la espalda, la piel más abajo de la espalda, la piel de los pechos, la piel por debajo de los pechos— no debió de comparar su textura con el satín ni con la seda, pues no era una mujer extraordinariamente bella y delicada. El color de su piel —moreno, del intenso anaranjado de una puesta de sol bien avanzada— no era el resultado de un ineluctable encuentro entre el conquistador y el vencido, el pesar y la desesperación, la vanidad y la humillación; no era más que ese color, un hecho imperturbable: ella pertenecía al pueblo caribe. Él no debió preguntar: ¿Quiénes son el pueblo caribe?, o más acertadamente: ¿Quiénes fueron el pueblo caribe?, pues ya no existían, se habían extinguido, sólo quedaban unos pocos centenares con vida, mi madre era una de ellos, eran los últimos supervivientes. Eran como fósiles vivientes, el lugar que les correspondía era un museo, puestos en un anaquel, conservados en una urna de cristal. Sin duda esa gente, el pueblo de mi madre, personas que se encontraban en precario equilibrio al borde del abismo de la eternidad, esperando a ser enguillidas por el enorme bostezo de la nada, pero lo más amargo era constatar que habían perdido sin tener ninguna culpa, y que habían perdido de la forma más extrema que se pueda imaginar; no sólo habían perdido el derecho a conservar su identidad, se habían perdido a sí mismas. Eso era mi madre. Era alta (según me dicen… yo no la conocí, murió en el momento en el que yo nací); su cabello era negro, tenía los dedos largos, tenía las piernas largas, tenía los pies largos y estrechos y el empeine alto, tenía el rostro delgado y huesudo, tenía el mentón afilado, los pómulos prominentes y anchos, tenía los labios grandes y delgados, su cuerpo era largo y esbelto; tenía una gracia natural en el andar; no era muy habladora. Quizá nunca dijo nada que fuera demasiado importante, nadie me ha comentado nunca nada al respecto; no sé en qué lengua hablaba; si alguna vez le dijo a mi padre que lo amaba, no sé en qué lengua se lo habría dicho. No la conocí; murió en el momento en que yo nací. Jamás vi su rostro, ni siquiera cuando se me aparecía en sueños lo veía nunca, sólo veía la parte posterior de los pies, los talones, bajando por una escalera, sus pies desnudos, bajando, y siempre despertaba sin llegar a verla subir la escalera de nuevo.
Cuando nació mi madre (eso me dijeron), su madre la envolvió con unos cuantos trozos de tela limpia y la dejó a la puerta de un lugar donde vivían unas monjas francesas; ellas la criaron, la bautizaron como cristiana y la obligaron a ser una persona silenciosa, tímida, sufrida, incondicional, púdica y deseosa de morir joven. Se convirtió en ese tipo de persona. El vínculo, tanto físico como espiritual, que supuestamente une a cualquier madre con su hijo, la confusión que se establece a la hora de delimitar quién es quién, carne de la misma carne, la inseparabilidad que supuestamente existe entre madre e hijo… todo eso estuvo ausente entre mi madre y la suya. ¿Cómo explicar el hecho de haber sido abandonada así, qué hijo es capaz de comprenderlo? Ese vínculo, tanto físico como espiritual, esa confusión acerca de quién es quién, carne de la misma carne, todo eso que estuvo ausente entre mi madre y su madre, estuvo también ausente entre mi madre y yo, puesto que ella murió en el momento en que yo nací, y por mucho que quiera ser sensata y decirme a mí misma que aquello no se pudo evitar —quién puede evitar la muerte—, hay que preguntarse una vez más cómo puede ningún hijo comprender una cosa así, un abandono tan profundo. Yo me había negado a traer hijos al mundo. ¿Y cómo debe de haber sido realmente su niñez, viviendo con personas como aquéllas?… porque no puede haber disfrutado de ninguna alegría, no puede haber gozado de ningún momento completamente ocioso, en el que fuera una reina imaginaria de un país imaginario con un ejército imaginario dispuesto a conquistar a gente imaginaria; pues tal experiencia pertenece exclusivamente a las mentes libres de la aspereza de la vida, como debería ser la mentalidad de cualquier niño. Ella llevaba un vestido de nanquín, un vestido suelto y sin forma, un sudario; le cubría los brazos, las rodillas, le caía hasta los tobillos. Llevaba también un pedazo de tela que hacía juego y cubría su hermoso cabello por completo.
¿Cuándo la vio mi padre por primera vez? Es posible que la viera por primera vez una de esas mañanas de Dominica claras y a la vez brumosas (las hay), yendo hacia él por el estrecho camino (la carretera) que discurre serpenteante alrededor del perímetro de la isla (una gran masa de tierra que se eleva sobre el mar aún más grande), con un bulto en la cabeza, y sin duda a él le pareció hermosa no por los rasgos del rostro ni por lo grácil de su figura (no lo sé, no puedo más que imaginármelo), ni tampoco porque notara por la expresión de su rostro que era inteligente; no, su belleza debió de residir para mi padre en su tristeza, su debilidad, su aura de estar perdida desde hacía mucho tiempo, las rotas líneas ancestrales, su abatimiento, la falsa humildad que era en realidad derrota. Por aquel entonces él ya no era simplemente un vulgar, vil y tosco sicario; para entonces ya llevaba un uniforme, y puede que incluso llevara algún galón o algún tipo de distintivo para probar que había sido convenientemente cruel y despiadado con personas que no lo merecían. Para entonces había estado yendo de isla en isla y había engendrado hijos de mujeres cuyos nombres no recordaba, los nombres de los niños ni siquiera los había sabido nunca. Al verla debe de haber sentido la necesidad de afincarse en algún lugar. ¡Mi pobre madre! Con todo, si dijera que me entristece no haberla conocido no estaría diciendo la verdad en absoluto; lo que me entristece es saber que tuvo que existir una vida como la suya. Todos los días de su vida debe de haberse planteado si valía la pena seguir viva o era preferible morir. En cuanto a él, tomarse la molestia de cortejar a esa mujer no debe de habérsele pasado siquiera por la imaginación. Se casaron en una iglesia de Roseau, y al cabo de un año ella estaba ya enterrada en su cementerio. La gente dice que él sufrió esa pérdida, la pérdida de la única mujer con la que se había casado; la gente dice que quedó destrozado de dolor; la gente dice que después de eso no volvió a disfrutar de la vida; la gente dice que lo invadió una gran tristeza, y que eso lo llevó a sentir una profunda devoción por Dios y a convertirse en diácono de su iglesia. Eso dice la gente, la gente dice esas cosas, pero esa misma gente no puede decir que a causa de su propio sufrimiento se identificara con el sufrimiento de los demás o sintiera compasión por ellos; la gente no puede decir que su pérdida lo convirtiera en una persona generosa, de buen corazón, que no estuviera siempre dispuesto a aprovecharse de los demás, que se hiciera cada vez más bondadoso, que su bondad llegara a eclipsar por completo sus errores y defectos; la gente no puede decir nada de eso porque no sería cierto.
Jamaica Kincaid, Autobiografía de mi madre, Alejandro Pérez Viza (trad.), Era, Ciudad de México, 2007, pp. 173-177. Se reproduce con autorización.
Imagen de portada: Frederic Edwin Church, estudios botánicos de las islas del Caribe, Jamaica, 1887. Smithsonian Design Museum Collection