Es evidente que el mundo actual, cada vez más intercomunicado, complejo e interdependiente plantea, particularmente en el área de la salud pública, grandes desafíos que requieren nuevas respuestas, muchas de ellas inéditas e imaginativas. Hoy se presentan problemas vitales, que deben resolverse en una difícil ecuación entre las esferas de lo público y lo privado, lo individual y lo colectivo: hay en verdad mucho por hacer. Pensemos por ejemplo en el consumo de drogas, que está asociado con muchos factores. Aunque desde el ámbito de la salud el objetivo deseable sería evitar por completo el consumo de drogas, en la práctica conseguir que la gente deje de usar sustancias es un verdadero desafío. Ante un problema tan complejo como éste, una solución que se ha formulado en distintos lugares del mundo es lo que se conoce como “reducción del daño”. Este paradigma busca mitigar los graves efectos sociales, económicos y de salud asociados con el abuso de sustancias, sin exigir que las personas dejen de consumirlas. Así pues, el modelo busca alejarse de un sistema de salud prohibicionista. Existen ejemplos muy conocidos, como la campaña “Si tomas, no manejes” enfocada en el consumo de alcohol. Este eslogan lo resume bien: no se evita el consumo, pero sí los daños asociados con, por ejemplo, manejar en estado de ebriedad. Otro ejemplo es el establecimiento de áreas designadas para fumadores, con el fin de evitar que el fumador comparta el daño del humo con los demás. Como ésta hay muchas otras situaciones en las que, sin dejar de reconocer que las diferentes adicciones conllevan sus propios problemas, se intenta lograr que el consumo no derive en otros nuevos y con ello se agrave el panorama, tanto para los individuos como para la sociedad. La postura del gobierno mexicano con respecto al consumo de drogas es bastante compleja porque aborda la situación desde, al menos, dos ángulos. Por un lado, hay una parte del Estado que, desde el terreno de la seguridad, se ha convertido en fiscalía y persigue el tráfico de drogas; por el otro, existe una aproximación desde la salud, un espacio en el que se generan políticas de prevención y de tratamiento para hacer frente a las adicciones (desde instancias como la Comisión Nacional Contra las Adicciones o los Centros de Integración Juvenil). Existen además áreas encargadas de las enfermedades asociadas con la dependencia, por ejemplo el Centro Nacional para la Prevención y Control del VIH y el Sida (Censida), que intenta evitar que los usuarios de drogas desarrollen estas enfermedades.
Un caso clave para explicar la aproximación desde la salud pública es el del uso de drogas inyectadas, específicamente la heroína. Es importante insistir en que, además de las afectaciones directas que las drogas generan en una persona, su uso deriva en otros problemas: deserción escolar y laboral; violencia; accidentes automovilísticos; enfermedades como el cáncer, la cirrosis hepática, el virus de la inmunodeficiencia humana (VIH), el virus de la hepatitis B (VHB) y el virus de la hepatitis C (VHC), entre otros. La reducción del daño asociada con el consumo de la heroína es un tema interesante, debido a que está estrechamente ligado con la epidemia de VIH. Cuando la heroína se administra mediante una inyección, la probabilidad de infección por virus transmitidos vía sanguínea es dramáticamente mayor entre sus usuarios.1 El consumo de heroína inyectada también implica en muchos casos compartir equipos contaminados, como jeringas, agujas y cucharas, cuyo uso fomenta el contacto directo sangre-sangre. Esta situación vincula estrechamente a sus usuarios con el riesgo de contagio de VIH y hepatitis C. Recordemos el dramatismo que tuvo en su inicio el surgimiento del sida. La epidemia del VIH comenzó en 1981; se trataba de una enfermedad que no se conocía, que no contaba con cura ni con posibilidades de vacuna y cuyas causas no pudieron comprobarse sino hasta 1983. El sida tuvo también entre sus primeros grupos afectados a los usuarios de heroína. En México hay alrededor de 100 mil usuarios de heroína, según encuestas nacionales de salud. El consumo de esta sustancia en sí es un problema, ya que deriva en un tipo de adicción especialmente difícil por la gran dependencia física que genera. Si una persona no consume heroína se empieza a sentir extremadamente mal, porque esta droga conlleva un síndrome de abstinencia muy intenso, que no se puede paliar con ningún placebo. El usuario se encuentra en una situación de dependencia tan aguda que vive para consumir la droga y consume la droga para vivir. En esta situación tan crítica, por supuesto que el objetivo sería lograr que la persona dejara de consumir y buscara la posibilidad de rehabilitarse. Pero lo cierto es que lograrlo es muy complicado y los programas de rehabilitación sólo producen mejoras en un porcentaje de la población. Entonces, al tiempo que se busca acabar con el consumo, por lo menos se procura que la persona no contraiga otra enfermedad. En el caso de las drogas inyectadas, el principal programa de reducción del daño es, en realidad, bastante sencillo: entregar jeringas limpias. Se han hecho campañas en México en algunas zonas críticas, en ciudades como Tijuana, Ciudad Juárez y Hermosillo, que facilitan el acceso a material de inyección limpio, así como a contenedores para desechar los materiales después de usarlos. Otra modalidad de la reducción del daño consiste en darle a los usuarios un medicamento llamado metadona o buprenorfina, que les quita la ansiedad producida por la abstinencia. Si se le empieza a dar metadona a una persona adicta a la heroína dejará de sentir la urgencia por inyectarse y ya no sufrirá el dolor asociado con el síndrome de abstinencia. Además, la metadona tiene como ventaja que se toma en pastillas o líquido y se entrega de forma supervisada, por lo que cancela la necesidad de inyección por parte del usuario. Idealmente, a través de un programa de reducción del daño de este tipo un usuario cambiaría su dosis de heroína por una dosis de metadona. Otro aspecto a considerar es el costo: mientras una dosis diaria de metadona cuesta alrededor de un dólar, el costo de la heroína por día es 10 veces esa cantidad. En México existen 25 clínicas de metadona en las ciudades con mayor consumo de heroína. Ninguna de ellas es pública ni gratuita, salvo dos clínicas que son parte de los Centros de Integración Juvenil en Tijuana y Ciudad Juárez. El siguiente paso para México en el modelo de reducción del daño sería contar con salas de consumo supervisado. Estas salas son lugares en donde hay mesas con separaciones por persona, sillas, agua y los elementos necesarios para inyectarse de manera limpia. En este momento existe una sola en el país, en Mexicali. Por supuesto, el modelo de reducción del daño es polémico, dado que algunos países con políticas muy autoritarias respecto al consumo de drogas (como Estados Unidos o Rusia) consideran que dichas medidas facilitan la adicción, por lo que no cuentan con estos programas. Tampoco debemos olvidar el estigma que en muchas sociedades pesa sobre las personas que dependen del consumo de una sustancia. A fin de cuentas, la reducción del daño es una estrategia de prevención que rescata la idea de que el usuario de drogas es una persona con el nivel de autonomía suficiente para decidir si consume o no, y que debe intentarse conservarla sana en otros campos de su vida. México empezó a hacer campañas de reducción del daño desde el año 2000 con esa idea: en lo que se logra aminorar el consumo, por lo menos se puede reducir el daño. Este modelo implica retos importantes. Por ejemplo, ¿cómo se hace para tener presencia de trabajadores de salud entre usuarios de drogas inyectadas? Al ofrecer condones, pruebas de detección de VIH, jeringas y material para inyección, ayuda para encontrar lugares más seguros del cuerpo para inyectarse e información en general, los servicios de salud pueden llegar a una población que normalmente queda excluida, muchas veces a causa de prejuicios que existen incluso entre los prestadores de estos servicios. Los programas de reducción del daño funcionan por su cercanía con las poblaciones afectadas. Las ONG cumplen un papel fundamental, ya que su contacto con diversos grupos sociales les confiere ventajas respecto al gobierno. Censida ha demostrado que a través de sus programas logró evitar 900 infecciones de VIH entre 2015 y 2018. Resulta preocupante que la cancelación de recursos destinados a las ONG durante este gobierno pueda repercutir en su crucial trabajo de prevención, al grado de que incluso es posible que se reviertan sus efectos positivos. En México se realizan muchas actividades de reducción del daño, pero la escala que se logra alcanzar sigue siendo reducida. Las políticas relevantes, aunque siguen directrices federales, operan en ambientes locales. Además, los prejuicios que perduran entre proveedores de servicios de salud operan en contra. Se tienen que identificar tempranamente las epidemias de uso de drogas, localizarlas y actuar en la escala y en la zona que se requiera. A pesar de los retos, deben continuarse estos programas de atención de la adicción y reducción del daño en lo que se tiene éxito con las políticas públicas para la disminución de la demanda y de la oferta. En última instancia, de lo que estamos hablando es de una búsqueda del derecho a la protección de la salud. El Estado tiene el mandato de proteger la salud de las personas, y una forma muy clara es prevenir que sus adicciones les acarreen más trastornos, multiplicando los perjuicios de manera exponencial. La reducción del daño se encuentra justo en este terreno limítrofe del derecho a la protección de la salud. Los usuarios de drogas inyectadas ya tienen una adicción; no se puede ignorar esta situación, pero por lo menos puede protegérselos de otros problemas de salud, para evitar que se forme una bola de nieve que derive en daños cada vez mayores.
Imagen de portada: Picadero en Tijuana, 2006. Fotografía de Chris Bava. Cortesía de UCSD Health.
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Es importante señalar también el caso del VHC: 95 por ciento de las personas que utilizan drogas inyectadas (PDI) tiene esta enfermedad. ↩